Trinidad (75 page)

Read Trinidad Online

Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Mi amigo se acercó una vez más a la ventana, descorrió la cortina y parpadeó. Yo me puse en movimiento para preparar el desayuno.

—No puedo decir que no odie muchas cosas de esta tierra, pero sí puedo afirmar que no volveré a abandonarla más.

—La Hermandad es tan chiquita que casi no se la ve; pero la componen hombres de convicciones tan arraigadas como las tuyas propias. Puede que nos cueste años, pero te lo juro, Conor, nos estamos remontando en alas de un fénix de oro.

Barrymore asistía, representando al condado de Cork. Butler representaba Clare. O'Burne y Nolan eran dublineses, y Gannon venia de Kerry. Madigan procedía del condado de Kildare, y Larkin y yo del Ulster. Nos habían escogido laboriosamente y reunido en un cuarto sobre la panadería de Marrowbone. Lane, en el corazón del barrio de Liberties. Un cuarto de una austeridad revolucionaria.

El hombre que se erguía ante nosotros había sido un gigante, un pequeño héroe de leyenda; era una reliquia del levantamiento feniano. El año 1867 lo capturaron en un asalto contra un cuartelillo del
Constabulary
. A la sazón tenía dieciséis años, pero era un muchacho talludo, y a pesar de su edad le encerraron en el presidio de Brixton, en Inglaterra. Después de haberse fugado y ser aprehendido de nuevo estuvo domiciliado en media docena de cárceles como invitado de la Corona, y durante los cuatro lustros siguientes sufrió toda suerte de humillaciones que se les ocurriera imponerle. Recuerdo que cuando yo estudiaba en el Queen's vi unos dibujos que le representaban obligado a comer a cuatro patas, y todavía con los brazos atados con una cuerda que le pasaba por la espalda.

Después de haber salido de la cárcel para marcharse al exilio, aparecía de vez en cuando por Canadá, Australia, Inglaterra…, es decir, por cualquier parte donde hubiera dos, tres o cinco antiguos fenianos que quisieran escucharle, y finalmente por América, con sus dos millones de pobladores naturales de Irlanda.

Era un revolucionario de cuerpo entero. Era un hombre que despreciaba la pasión por las mujeres, si alguno había caído en ella. Un hombre que no probaba ni una gota de licor, porque quería tener la mente clara para dirigir hombres, manejar explosivos y tomar decisiones. Las realidades de las celdas de prisión y habitaciones «sobre la marcha» como aquella en que estábamos le habían vuelto desdeñoso para tópicos y banalidades. Sin embargo, de la cabecera de su cama colgaba un crucifijo como antiguo recuerdo de la adolescencia y para no romper el último hilo de unión con una Iglesia que le había acusado y repudiado. Era hombre de cosas concretas, de realidades, en el campo revolucionario, y su entrada en la escena de Dublín señaló el primer intento serio de resucitar la Hermandad Republicana Irlandesa.

Se llamaba Dan Sweeney el Largo.

No había entre nosotros ni uno solo que no se hubiera alimentado de la sangre que él derramó.

A los veinticinco años, Largo Dan tenía el cabello completamente blanco. Su cutis reflejaba una palidez rojiza de enfermo, de persona que había vivido privada de la luz del sol. Tenía la cara como un mosaico de grietas y rendijas. El tiempo y los británicos le habían apaleado tanto que a veces se deleitaba con excentricidades cínicas. Pero nosotros le escuchábamos porque aquel hombre era revolución auténtica, real.

—Confío que no tenéis prisa —dijo con una voz casi huérfana de matices—. El mero hecho de que el hermano Seamus O'Neill, aquí presente, y algunos escritores colegas suyos y ciertos políticos hagan estallar palabras como en una tempestad de verano no significa que el pueblo irlandés vaya a echarse a la calle y armar un motín. El pueblo irlandés —añadió con inconfundible desdén— es casi tan enemigo nuestro como los británicos. Ha vivido subyugado demasiado tiempo. Cuando salgáis de esta habitación, salid sabiendo que la mayoría de los componentes del pueblo irlandés os odiarán, y odiarán todo lo que intentéis hacer. Los británicos son maestros inigualables en el arte de manejar a unos irlandeses contra otros.

Largo Dan metió la mano debajo de la almohada de lo cama, sacó un revólver Webley y lo movió de forma que cada uno de nosotros viera el interior del cañón.

—Los confidentes son la peste de nuestra existencia. Miraos bien los unos a los otros, aquí, y no os fiéis de nadie más.

Clic, clic, sonaba el gatillo del arma cuando cargaba y apuntaba.

—Los confidentes serán destruidos sin piedad —todos nos encogíamos y agachábamos cuando apretaba el gatillo. Pero el revólver no tenía munición. Lo arrojó sobre la mesa y el revólver chocó con golpe sordo—. Sin piedad —repitió el hombre.

»Somos un pueblo —continuó luego— famoso por su coraje en bares y tabernas. Los que viven al otro lado del mar se creen irlandeses porque se visten de verde el día de San Patricio y desfilan pomposamente arriba y abajo de los bulevares del mundo. Nadie nos iguala en pregonar tontadas sobre la añoranza que sentimos por el antiguo terruño. Pero lo cierto es que no les importa. Preguntáoslo a vosotros mismos, los que tenéis hermanos a la otra orilla del mar… ¿su cariño pasa realmente de esa lagrimita simbólica anual? Estamos solos, vosotros y yo, solos. Solos aquí. Solos allá.

Dan Sweeney el Largo no se inflamaba, ni se enfriaba, no se mostraba amargado ni entusiasta. Su tono era, pura y simplemente, aseverativo.

—Es verdad que contamos con algún apoyo de América, el apoyo de un puñado de leales que pagarán lo que hagamos. Sin ellos, estaríamos perdidos. Con ellos, podemos alcanzar ciertas metas. Lo que debemos hacer es montar una organización, de la clase que sea, y tener trazados unos planes de emergencia para el día que el pueblo irlandés diga que ya está harto. Es posible que algunos de vosotros veáis el día que nos rebelemos, pero no contéis con verlo. Y no os hagáis ilusiones necias. Por el momento, somos un grupito perfectamente ineficaz que representa a un pueblo absolutamente ineficaz. No hay nadie tan desorganizado como los irlandeses. Os arrancaréis el cabello, cuando tratéis de poner en práctica el plan más sencillo.

»De modo que os preguntaréis: ¿Por qué perdemos el tiempo? ¿Qué tenemos que nos estimule a seguir adelante? Al fin y al cabo somos un pueblo débil, sometido, desorganizado, plagado de confidentes. Os diré qué tenemos. Tenemos el odio de los británicos. Nos temen tanto, al menos, como nos odian. ¿Por qué? Porque mientras quede un solo feniano inquieto, mientras tres hombres como nosotros se reúnan en un cuarto como éste, su imperio no estará perfectamente seguro. Los británicos saben que los irlandeses serán los primeros que se levanten contra ellos, y por este motivo hemos de ser los primeros a quienes paren los pies. Nosotros (vosotros, yo, la Hermandad Republicana) somos la punta de una flecha envenenada, y si traspasamos la piel británica, nuestra lucha y nuestras ideas se propagarán por sus colonias en todo el mundo. Eso es lo que tenemos.

Mientras nosotros nos encabritábamos escuchando aquellos poderosos pensamientos, él se frotaba las manos. También éstas aparecían arrugadas por una vejez prematura, lo mismo que el blanco cabello, pero aún conservaban el tamaño que las hizo legendarias, pues medían casi veinticinco centímetros desde el final de la muñeca hasta la punta del dedo del corazón.

—El enemigo se sienta en cuartos de caoba y dicta normas. Por estas normas se declaran con derecho a colonizar pueblos que no queremos ser colonizados, normas sobre cómo hacer la guerra, normas para matar realmente a las personas de inanición, normas para llevar a cabo todo lo que quieran y se les antoje. Dicen con gran arrogancia que estas normas proceden del padre de todos los Parlamentos tan palmariamente que ellos han de tener razón a la fuerza y todo el que se oponga a esas normas ha de estar equivocado. Como pueblo sometido que somos, se pretende que vivamos según sus normas, luchemos por ellas, y las obedezcamos. Pero nosotros no tenemos su ejército, ni sus armas, y no podemos luchar según sus normas, de modo que mientras se desarrolla esta lucha tenemos que estructurar las nuestras propias. Bien, según las normas de ellos, somos una gente depravada… asesinos, fanáticos, anarquistas, pistoleros, o cualquier tipo de escoria que indiquen con aquel calificativo, y por consiguiente acreedora a ser destruida por la legalidad que ellos han promulgado.

»Y no sólo son dueños del libro de las normas, sino que lo son además de la prensa y los periodistas para denunciarnos ante el mundo como a unos lunáticos, y nosotros no contamos con ninguna voz que les rebata. Hemos de estar dispuestos a soportar no solamente las acusaciones y la ira de nuestro propio pueblo, sino las del mundo entero. Su prensa arremeterá contra nosotros, furiosa y perversa. Todos gritarán que no respetamos sus normas.

Largo Dan se inclinó sobre la mesa y la hirió varias veces con el puño. Era la primera prueba de emoción que nos daba.

—Aunque fuere a costa de no acordaros de nada más, acordaos de esto: ninguno de los crímenes que un hombre cometa en defensa de su libertad puede ser tan grande como los cometidos por aquellos que le niegan la libertad. Nosotros no les mataremos a ellos de hambre en un período de calamidad pública, nosotros no dispersaremos su simiente por toda la Tierra, nosotros no les negaremos la posesión del suelo inglés. Nuestros ejércitos no patrullarán por las calles de Londres. Nuestros tribunales no los ahorcarán.

»Nos entregamos a una lucha altamente susceptible de una propaganda de descrédito, una lucha que muchos de los nuestros aborrecerán; pero sólo Dios, únicamente Dios decidirá en su día qué bando defendía unas aspiraciones justas y qué bando defendía la iniquidad.

»Claro, nunca veremos el día en que podamos enfrentarnos a ellos en lucha abierta, ni que podamos oponer un arma, a cada arma que ellos tengan, y así ellos denunciarán nuestras tácticas tachándolas de cobardes. Pero nosotros no carecemos de armas propias. Recordad que ni en todo el arsenal inglés, ni en todo el poderío imperial inglés hay nada que pueda pararle los pasos al hombre que se niega a dejarse anonadar. La palabra irlandesa, la capacidad de sacrificio irlandesa y, en lugar supremo, el martirologio irlandés son nuestras armas. Hemos de ser capaces de resistir el dolor en tal medida que ellos pierdan la capacidad de infligirlo. Esto, y sólo esto, es lo que les vencerá al fin. El martirologio.

Sé que nos estaba midiendo y sopesando. Que medía y sopesaba quién se acobardaría, quién podía ser un confidente, quién fanfarronearía sin hacer honor a sus jactancias. Y quién poseía temple de mártir.

De pronto nos sacudió con el trallazo de una sonrisa, y se sentó detrás de la mesa.

—Es la primera y última conferencia que os doy —dijo—. Sé que ahora estáis ansiosos por saber noticias acerca del escondite de armas que se ha rumoreado hay en Inglaterra. Es cierto.

Largo Dan explicó a continuación la historia de los barcos que regresaban de la guerra bóer, la mayoría de los cuales amarraban en Liverpool. Uno en particular llevaba un cargamento de armas cortas y rifles y atracó durante una huelga portuaria. Por ello se llamó a una unidad militar para que pasara la mercancía a unos vagones de transporte que estaban aguardando. A causa de un típico lío burocrático se utilizó para esta tarea a los Fusileros Irlandeses, algunos de los cuales dieron aviso a la Hermandad, en Inglaterra,

El tren salió de Liverpool, con destino a un arsenal del interior, sin excesiva guardia. En un descampado, alguien lo hizo descarrilar limpiamente, despacharon al maquinista, los demás empleados y los guardianes, y los vagones fueron saqueados y las armas trasladadas a unas carretas que aguardaban. Cuando no quedó nada, dinamitaron los vagones para que pareciera que había sido un accidente. El cargamento de armas fue escondido en una mina abandonada y más tarde trasladado a otros pozos de mina de carbón también en desuso. Para no poner en mala situación al Ministerio de Guerra, se dio la menor publicidad posible al hecho. El tren quedó tan destrozado que nunca se supo si los británicos se habían enterado del robo de las armas o no.

—Fue una de esas raras ocasiones —dijo Dan Sweeney con aquella extraña contorsión de labios que pasaba por una sonrisa— en que llevamos a cabo un plan sin malbaratarlo por completo.

»Ahora la tarea más urgente que tenemos es la de sacar aquellas armas de Inglaterra, traerlas a Irlanda y esconderlas. Dentro de tres o cuatro años, cuando la Hermandad haya crecido hasta formar unidades de combate, los británicos vigilarán atentamente todo posible contrabando de armas. En este momento no recelan. Por ello es ahora cuando hay que traer las armas y esconderlas en suelo irlandés. Quiero que cada uno de vosotros estudie la situación en su localidad y trace un plan.

Largo Dan cogió el revólver una vez más, y terminó diciendo:

—Y no olvidéis nunca lo que os he dicho de los confidentes.

5

Imposible hacer frente a las armas británicas en un campo de batalla. Nuestras armas eran las de los subyugados: una tenaz capacidad de resistencia y de esfuerzo por conservar nuestra cultura, un sentido del humor y, sobre todo, palabras. Nunca faltos de palabras, nosotros, los irlandeses, establecimos un fuego de barrera en la euforia del renacimiento gaélico.

Este fue el momento en que Dublín se echó a la calle yendo desde el Worker's Republic de Connolly hasta el United Irishmen, así titulado en honor a la insurrección de un siglo atrás, de Arthur Griffith. Este último había estado en el Transvaal, regresando con visiones de triunfo. Una belleza legendaria, de ascendencia escocesa, Maud Gonne, formó las Hijas de Irlanda y recorrió las zonas rurales como defensora de la causa de los campesinos, así como de la de los habitantes de los barrios bajos de las ciudades. Las Sociedades de Jóvenes Irlandeses y los Clubs Wolfe Tone se propagaban como un fuego en el monte. En América, el Clan de los Gaélicos salió de su letargo.

En el frente político, el proyecto de autonomía había quedado dormido por más de un decenio, durante el último mandato de los conservadores. John Redmond, heredero del partido irlandés de Parnell, se había desfondado. Harto de ineptitudes, Arthur Griffith fundó un nuevo partido: el Sinn Fein.

Other books

Morning Sea by Margaret Mazzantini
First Contact by Evan Mandery, Evan Mandery
The Killer Inside by Lindsay Ashford
Risking the World by Dorian Paul
Moments in Time by Karen Stivali
Guardian Awakening by C. Osborne Rapley
Feint of Art: by Lind, Hailey
The Dream of the Celt: A Novel by Mario Vargas Llosa
Gun Lake by Travis Thrasher