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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (76 page)

Por el momento, el Sinn Fein era tan débil como la novel Hermandad, pero la mayoría de los cerebros mejores se sentían atraídos por él y se estaba convirtiendo en el portavoz central del republicanismo. Yo no dudaba que el Sinn Fein estaba destinado a encargarse de la guerra de palabras, del mismo modo que la Hermandad se encargaría en última instancia de la guerra de proyectiles.

En aquellos agitados, anhelosos días, el nervio interior del renacimiento se declaró en un manifiesto firmado por William Butler Yeats, lady Gregory y un hombre llamado Edward Martyn.

«Tenernos intención de representar en Dublín, en la primavera de cada año, ciertas funciones teatrales celtas e irlandesas, que, sea cual fuere el grado de perfección que consigan, serán escritas con gran ambición y, en consecuencia, crearán una escuela de literatura dramática celta e irlandesa… Demostraremos que Irlanda no es la patria de la bufonería y el sentimentalismo fácil, como la han pintado muchos, sino la cuna de un antiguo idealismo. Confiamos en el apoyo de todo el pueblo irlandés, que está cansado de no ser presentado como le corresponde, en esta tarea que proyectamos y que queda al margen de todos los problemas políticos que nos dividen.»

Y así nació nuestro teatro nacional, por obra de unos irlandeses que hacían lo que se les daba mejor y nos procuraron un arrogante y poderoso portavoz. El dramaturgo contra la Corona, el lector contra la artillería y las bayonetas de la Corona.

En la primavera de 1905, mi obra La cabaña del monte fue estrenada en el teatro del Mechanic's Institute de Abbey Street. Y fue recibida con respeto. Más tarde a ese teatro se le conoció por el Abbey Theatre, el Teatro Nacional de Irlanda, nuestro más hermoso triunfo como pueblo.

La noche después del estreno, la Hermandad Republicana Irlandesa destinó a Conor Larkin a Belfast, el rincón más negro del país. Se le ordenó que llevase una vida normal y que permaneciese al margen, exteriormente, de toda actividad republicana. Debía estudiar la situación, elaborar un amplio plano general de la ciudad, recorrer los bares, escuchar. Más tarde se pondría en contacto con unos cuantos antiguos y sólidos fenianos y buscaría cuidadosamente otros nuevos, así como refugios y caminos de escape.

Y lo más urgente era que viese si Belfast podía ser la puerta de entrada y el camino para traer en secreto las armas escondidas en Inglaterra.

Durante los años pasados en el Queen's College llegué a comprender que Belfast era una ciudad rara, dentro del panorama irlandés. Si había un renacimiento en el sur, hacía muy poco impacto en aquella población. Había alguna actividad en el frente laboral, y algunas publicaciones, tales como La anciana de Irlanda de Shan Van Vocht, pero en general tenían pocos compradores y a la causa republicana la impulsaban solamente desde despachos escondidos y reducidos que disponían de pocos fondos y recursos.

Porque Belfast era el corazón de la colonia protestante. Los condados de Down y de Antrim nunca ofrecieron un número elevado de pobladores católicos. En 1600, cuando los presbiterianos se establecieron como labradores, Belfast nació en medio de una marisma. Casi todos los primeros habitantes que tuvo venían de las fincas presbiterianas de los dos condados adyacentes. La vida comunal y la cooperación en el trabajo, tradición agraria introducida en Belfast, tendía a dar a esta población el aspecto de una sucesión de pueblos enlazados más bien que de una verdadera ciudad.

El espíritu del terrateniente se introdujo también, y lord Donegal fue uno de los grandes arrendadores urbanos de todas las islas británicas, dando origen a los futuros barrios bajos e implantando la característica monotonía del ladrillo rojo. Al final recibió el premio que merecía, arruinándose en el juego.

En 1800, con medio siglo de retraso, Belfast se sumó a la revolución industrial, vanguardia de la más inmunda miseria del reino. El hedor de los barrios pobres de Belfast brotaba de las abiertas cloacas, se elevaba volcánicamente de montones de estiércol, tenerías, casas particulares que fabricaban cerveza y del amoníaco de la orina con que regaban las paredes de los patios a los que se penetraba por callejuelas de menos de dos metros de anchura. Una vez dentro, se cerraba el paso de manera que la suciedad no pudiera salir y el aire y la luz no pudieran entrar. Familias de doce personas, y más, vivían amontonadas en chozas abismales, sin agua ni desagües. Los pocos baños públicos eran insuficientes para hacer frente a la avalancha de suciedad. Llagas abiertas, cabello greñoso y desarrollo corporal defectuoso formaban parte del atuendo de los pobres.

Los telares retumbaban implacables, desgarradores; primero tejiendo algodón, después lino; con la mano de obra suministrada por mujeres y niños, puesto que Belfast, lo mismo que Derry, era una ciudad de obreras, de hembras. Como el lino subía y bajaba en los mercados en una repetición de ciclos de recesión, ascenso y nueva depresión, los escasos peniques semanales resultaban todavía inseguros, por lo cual millares de hiladores y tejedores se marchaban a América.

Durante los dos primeros siglos no hubo en Belfast población católica digna de mención. Cuando empezaron a llegar otros católicos, los presbiterianos escoceses, liberales, convivieron humanamente con ellos. Pero luego los católicos vinieron en oleadas masivas, empujados por los lanzamientos de los campos, el desempleo rural y, posteriormente, por la época del hambre. Y entonces las actitudes cambiaron para siempre.

Los católicos se asentaban en su propio «pueblecito» alrededor del corazón que era el templo. Los otros no los recibían a gusto, no querían tenerlos en tan gran número. Los católicos venían a introducirse en un orden establecido ya, en el que no tenían voto alguno, y muy poquita voz. En Belfast, los católicos eran gente extraña, invasores. A medida que su número iba creciendo, los «pueblos» católicos enlazaban unos con otros, en la parte occidental de la ciudad, y en otros sitios quedaban como enclaves aislados. En Belfast, lo que había sido al principio una serie de asentamientos comunales se convirtió en dominios tribales de dos clanes hostiles.

Cuando el telar movido a vapor trajo la gran explosión industrial, en el cinturón de Lough Belfast y las ciudades vecinas del sur, centenares de telares brotaban a lo largo de los cursos de agua. Al hundirse el algodón, durante la guerra civil americana, Belfast ascendió a la categoría de capital mundial del lino.

Hacia 1878, Frederick Weed había empezado ya su poderoso astillero, y otros se inauguraron también, y por primera vez hubo trabajo para millares de hombres. Casi todos los trabajadores de sir Frederick eran protestantes y la mayoría habitaba en Belfast Este y en el Shankill, que se convirtieron en sus fortalezas particulares.

El complejo industrial de Belfast se enriqueció con industrias de maquinaria pesada, armamentos, cordelería, destilerías, elaboración de tabaco, harineras, muelles de despalmado y unos astilleros de primer orden. Ni entonces, ni nunca más ha habido nada capaz de impedir que el sudario de basura industrial contaminara el aire de Lough. El año 1870, el horror que causaba este hecho trajo comisiones de investigación que se dijeron muy preocupadas, asegurando que la polución del aire y el agua de Belfast obraba un efecto debilitante en sus moradores. Pero nadie hizo caso de estas voces de alarma, porque nada podía detener al telar, al martinete de vapor y a la remachadora.

Los barrios bajos protestantes y el distrito del puerto eran sentinas de delitos e inhumanidades. Los barrios bajos católicos eran llagas purulentas de las islas británicas y ni a los agentes de la ley ni siquiera a los curas les gustaba demasiado internarse por ellos. Eran demarcaciones de las que habían desaparecido la mayoría de huellas de la civilización occidental. Dichos barrios sufrían a menudo los asaltos del cólera y la fiebre tifoidea y su porcentaje de tuberculosis superaba muchísimo al del resto de la nación. Sus moradores, sin instrucción, diezmados por el escorbuto, leprosos sociales y ruinas humanas, quedaban abandonados allí, revolcándose en una miseria de la que había huido toda sombra de moralidad. Mendigos, carretones de enfermos, asilos, prostitutas, chulos, navajeros, robos, hambre, locura, droga, alcohol eran nuestro pan de cada día. Cuándo no había peleas de perros o de gallos en las que apostar la última moneda que le quedaba a uno, las madres echaban a sus propios desnutridos hijos a la palestra a que batallaran entre ellos hasta cubrirse de sangre.

Más allá de los ghettos, las grandes moles de los edificios Victorianos huérfanos de inspiración aportaban una fachada de grandiosidad para esconder la podredumbre. Venían y se sucedían las construcciones para el comercio, la industria y las dependencias del gobierno y cerca de la orilla del mar se levantaban las casonas de la costa de oro más reciente de este mundo.

La época de oro de los motines de Belfast formaba parte de la lista de calamidades acarreadas por unos evangelistas escupefuegos que tenían a los pobres protestantes sobre el filo de la navaja. Colosales reuniones al aire libre organizadas por los reverendos Drew, Cooke, Hanna y otros de su calaña desembocaron en salvajes motines, en los años de 1813, 1832, 1835, 1843, 1864, 1872, 1880, 1884, 1886 y 1898. El derramamiento de sangre, en Belfast, no es un fenómeno del siglo XX. Era la tragedia de unos pobres a los que arengaban para que luchasen contra otros pobres de las unidades tribales de protestantes de Sandy Row, el Shankill y Belfast Este dándose cornadas con las unidades tribales católicas de los Falls, el Pound y Divis.

La estructura de gobierno consistía en una múltiple alianza del partido de Defensa de la Unión, la Orden de Orange y elementos del clero protestante. Objetivo de este gobierno: maniobrar continuamente aprovechando, y estimulando, la división de la clase obrera, para conservar por entero el control de la policía y el aparato de gobierno.

Oliver Cromwell MacIvor encajaba en esta ordenación como el predicador más temido y temible de todos. Entronizado actualmente en su magnífica iglesia de los Mártires, en Shankill, tenía una influencia y un poder enormes.

Generosamente subvencionado por Frederick Weed, el reverendo MacIvor daba la nota del espíritu imperante a la vuelta del siglo. Una palabra suya habría bastado para sumir el Shankill en el frenesí y la desesperación, o para hacerle formar y desfilar como marchando a una cruzada. Era el hombre adecuado para servir de comunicación entre el gobernante y las masas, y tenía una misión clarísima. MacIvor era el conservador del mito, el satírico en cristiandad, porque en ninguna otra parte del mundo había conservado un poder tan infinito aquella deidad política que llevaba ya dos siglos de existencia y que se llamó Guillermo de Orange. Desde más allá de la muerte, seguía hablando a través de su portavoz Oliver Cromwell MacIvor.

Para respaldar el poder espiritual del reverendo, Weed y sus camaradas lo habían investido, además, de un poder práctico. En su calidad de dirigente, entre otros, de la Orden de Orange en Belfast tenía derechos de contrato en los Talleres Weed y en cierto número de fábricas e hilanderías. Una palabra suya podía proporcionarle empleo a un hombre, o convertirle en un forajido social. Gracias a sus hábiles manos, sir Frederick tenía la situación en el Shankill notablemente controlada. Entre Maxwell Swan y la iglesia de los Mártires, del Shankill, embotaban la mente de los hombres, reprimiendo los anhelos que hubieran podido sentir de librarse de la servidumbre a que los sometía la era industrial. MacIvor, con su eterna «Reforma», mantenía desterradas la cultura, la belleza y la libertad de pensamiento. La iglesia de los Mártires del Shankill era el símbolo y compendio del ulsterismo.

Con el advenimiento del siglo XX, Belfast pasaba a ser un factor de primer orden en el contexto británico, un gigante de la industria, una fuente de ingresos que compensaba sobradamente la existencia de aquella colonia real, perfecta, que resolvía por sí misma el problema de los disidentes que pudieran surgir en su seno, proporcionando de paso cierta prosperidad marginal a unos cuantos personajes y un verdadero cuerno de la abundancia a los escogidos. El comercio y la economía toda de la ciudad dependían en gran parte de su condición de ciudad británica, por lo cual la sola idea de un gobierno autónomo irlandés o de un ideal republicano provocaba reacciones de miedo y cólera.

Belfast marchaba con el reloj atrasado dos siglos, era un recinto con estructura feudal en el que a los «desleales» indígenas se los seguía castigando a disfrutar únicamente de una minúscula porción de riqueza, trabajo y poder.

Mantener a la clase obrera apartada constituía la norma fundamental para asegurarse de que el chorro de riqueza siguiera afluyendo a los bolsillos de los acomodados y de que el progreso y las ideas liberales continuaran desterrados.

Los colonos de Derry habían fundado una fortaleza amurallada en un puesto avanzado rodeado y constantemente sitiado por católicos hostiles. Belfast era distinta. Belfast era una monstruosidad deliberada. Belfast había nacido como el hijo mongoloide del imperialismo británico.

Conor Larkin había oído de labios de su amigo Andrew Ingram, y luego de los de Dan Sweeney el Largo, que estaba destinado a ser un soldado en insegura batalla. Y cuando llegó a aquella tosca entidad de ladrillo rojo, ningún otro lugar tenía más acentuado el carácter de campo de una dudosa batalla.

6

El Ardoyne era una de las pequeñas áreas del asentamiento católico en Belfast Oeste aislada del núcleo principal. La rodeaban los barrios protestantes de Woodvale, Cliftonville y el Shankill.

Conor abandonó su cubil, una habitación en Flax Street, y bajó por la arteria de Crumlin Road. Era sábado, noche de taberna antes del día del Señor. Musculosos trabajadores de los astilleros y otras empresas se apiñaban en los bares, trasegando cerveza Guinness y charlando en el dialecto de Belfast, rápido y cortado. El lenguaje era rudo. El humor era rudo. La rudeza era la marca de fábrica, la escarapela de gloria; se vanagloriaban constantemente de ser rudos. Los hombres rudos descubren instintivamente y respetan a los que también lo son, y Conor bajaba por el Crumlin sin contratiempo.

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