Trinidad (74 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

El primer torpe apretón de manos se derritió en un abrazo, y luego la tensión se desvaneció por completo cuando Conor cogió en brazos a las sobrinas y les dio permiso para revolverle los bolsillos. Traía collaretes de piedras semipreciosas, de Hong Kong, y relojes de bolsillo auténticos para los muchachos. La dicha y la locuacidad imperaban en el grupo que entraba en la estación a esperar el tren que los llevaría tierra adentro.

Liam descubrió unas hebras grises en las sienes de su hermano.

—Has viajado mucho —le dijo—. Pararás aquí y descansarás una temporada.

—Sí —susurró Conor—, será estupendo.

La finca de Mildred y Liam Larkin, que habían bautizado con el nombre de «Ballyutogue», se encontraba a unos ochenta kilómetros al interior, a la mitad, aproximadamente, de la estrecha cintura de la isla. En Kowi Bush continuaron en tren de caballos hasta un lugar en las faldas de los Alpes Meridionales, donde el río Wiamakari saltaba hacia el mar. El suelo ofrecía toda una gama de verdes, desde los iridiscentes a los ultramarinos. La vivienda que albergaría a Conor no era una choza de adobes, sino una casa de madera, de dos pisos, más hermosa que la de cualquiera de las granjas protestantes de Inishowen. Liam Larkin se había convertido en un auténtico hacendado, con un millar de acres de ricos prados y tierras de cultivo de mucho fondo y nada menos que dos mozos de labranza fijos.

Durante una semana, los pequeños (Spring, Magde, Tomas y el menudo Rory) pudieron escuchar deliciosos cuentos marineros y canciones irlandesas. Mildred y las chicas solteras de los ranchos vecinos, e incluso los hombres, miraban al forastero con ojos hechizados.

Conor y su hermano se pasaban la mitad de la noche hablando. Todo les parecía bueno como tema de conversación. Excepto Ballyutogue, excepto Kevin O'Garvey, excepto Finola, excepto Irlanda. Hablaban mucho, mucho, y no decían nada. Al final, Liam quedó enterado de poca cosa, aparte de que Conor había pasado quince meses en Australia y el resto en el mar.

Liam se acercó a la redonda mesa de roble. Mildred le llevó un vaso, cogió otro para sí, se quitó el delantal y marido y mujer revolvieron las respectivas bebidas al unísono.

—¿Has hablado con él? —preguntó la mujer.

—No, todavía no.

—Hace quince días que está aquí, amor.

Liam estudió los cuadros del mantel y pasó el dedo sobre una lágrima diminuta. La mujer le dio unas palmaditas en la mano y ambos sorbieron al unísono en los respectivos vasos.

—Pues no esperes ya más —dijo Mildred resueltamente—. Son trescientos acres de la mejor tierra que hay por aquí, y los Smith están casi dispuestos a cederlos. Ya sabes, amor, podríamos prestarle dinero nosotros mismos.

—Eso no representa ni la mitad del problema, Millie.

—¡Anda, hombre! ¿A qué viene la mirada que tienen sus ojos cuando escudriña más allá de las montañas? Sé conocer cuando un hombre está hambriento de tierra.

—Esa mirada la hemos tenido todos, al llegar aquí —explicó Liam—. Esto nos recuerda nuestro país.

—¿Querrás decirme que en una persona excelente como Conor es natural eso de marcharse y pasar cinco años errando por el mundo, habiendo abandonado su casa y sin dejar aviso a nadie?

—En mi hermano es perfectamente natural —contestó el marido—. Pertenece a otra especie de hombres, Millie; tiene facetas raras que nadie llega a conocer jamás. Cuando supe que venía tuve miedo. Yo había pasado toda la vida bajo su sombra. Pero ahora, al ver cómo sufre, le compadezco. No sé si Conor encontrará jamás lo que tenemos nosotros aquí.

Mildred fue hasta el fogón alimentado con leña, atizó el fuego, y luego inspeccionó la olla, revolviendo su contenido hasta quedar satisfecha. Aquellos dos hombres eran hermanos; pero no lo eran. Conor parecía haber venido a traerles un rayo de sol, aunque al mismo tiempo revelaba una sombra en su interior. Cinco años de requemarse por dentro. ¿Quién sería capaz de otro tanto? Mildred regresó a la mesa. Liam tenía una expresión como de pedir excusas que manifestaba que Conor quedaba fuera de los límites de su comprensión.

—Quizá cuando haya pasado tiempo aquí —dijo Mildred, más ilusionada que práctica y con una deducción típicamente femenina—, la hermosura de esta tierra se le meterá en el alma, lo mismo que se metió en la tuya y la de todos los muchachos irlandeses.

—No empieces a hacer planes —objetó Liam, moviendo la cabeza.

Pasó una semana, y otra más. Una noche Conor anunció que iría a Christchurch a ver si encontraba puesto en algún barco que llegase. En los barcos siempre faltaban herreros, de manera que no tardaría en ofrecérsele algo conveniente. La tristeza se adueñó del hogar.

Liam guiaba el caballo por una florida ladera, subiendo a un lugar coronado por un roble gigante de ancha copa. Había ido allí quinientas veces: cuando compró la primera parcela, cuando cortejaba a Mildred, y luego con sus hijos. Había pasado muchos ratos bajo sus ramas, pescando en el riachuelo, aunque nunca se atrevió a pensar que llegaría el día en que casi todo lo que se extendía ante la vista sería suyo. Ató el caballo y examinó la cesta de Conor. Estaba vacía.

—No se te da demasiado bien —comentó.

—Pienso que los peces de aquí son más listos que los de nuestra tierra —respondió Conor.

—No encontrarás otro riachuelo para truchas como éste, ni siquiera en Irlanda. Veamos —dijo, examinando las moscas—. Esta Taihape Tickler no deja nunca de entregarte su presa a esta hora del día. —Liam se subió las botas Wellington y al cabo de unos minutos enganchaba una arco iris, que fue trayendo hacia la orilla maniobrando al estilo de Nueva Zelanda, para luego poner el dedo del pie debajo y la sacó a tierra firme.

—Buen trabajo.

Liam reía contento. Los dos hermanos se acomodaron recostándose en el tronco del árbol.

—Échate eso en el jarrillo y agítalo un poco —dijo Liam, pasando una botella a Conor. Era el retrato mismo del hombre feliz. Conor sonreía contento al verle así—. Ahora puedo decirte cosas que antes se negaban a salir de mi pecho —continuó Liam—. Cuando ibais con papá o Seamus O'Neill a sentaros bajo árboles como éste, te envidiaba. Ahora sé la inmensa satisfacción que causa ser dueño de un árbol junto a un riachuelo que también me pertenece. En cierto modo, tú y yo hemos trocado los papeles.

—Sí, da gusto verte así, como estás ahora, Liam.

—No queremos que te marches, Conor —soltó repentinamente Liam—. Todo rastro de celos que me hubieras inspirado ha desaparecido. Quiero que disfrutes de la misma felicidad que yo he conquistado. Quiero que te quedes.

—No creo que esto sea para mí —murmuró Conor.

—¿Qué te espera fuera de aquí?

Conor no respondió; guardaba un silencio denso, pesado.

—A esta tierra se lo debo todo —continuó Liam—. Sí, claro, mi mujer es inglesa y mis hijos son neozelandeses. Sí, claro, celebro el cumpleaños del rey, pero ¿y qué? Me gusta esta tierra. Es chocante, todo el mundo ama a los irlandeses, menos en Irlanda e Inglaterra.

—Así es la historia de nuestro pueblo —asintió Conor.

—Si quieres saberlo, yo me digo: Irlanda ¡que se fastidie! ¿Qué nos ha dado jamás, a ti y a mí, sino sufrimientos?

Un ramajazo de cólera brotó del pecho de Conor, pero se disipó inmediatamente. Su hermano hablaba con acierto en su propio nombre y en el de todos los que emigraron. Sin embargo, él, Conor, no había hallado remedio alguno en la ausencia. Cinco años tratando de arrancarse Irlanda del corazón no habían dado el menor fruto. Conor se levantó con aire fatigado. Liam exhaló un suspiro de pena; temía por su hermano.

—No lo dije completamente en serio —se excusó.

—Así es la historia de nuestro pueblo —repitió Conor.

—No bajes a casa, todavía no. Tengo un peso en la conciencia. He cometido una mala acción. Durante estos años he tenido noticias de Seamus O'Neill, que ha escudriñado el mundo entero buscándote. Yo le prometí que si un día venías aquí le avisaría. Esta carta llegó antes que tú. Viendo tu estado, viendo cuánto necesitabas descanso y paz, yo y Mildred decidimos guardar la carta por si te decía algo que pudiera afligirte de nuevo. Y seguimos guardándola en la esperanza de que decidieras quedarte. Pero puesto que quieres ir a ver si encuentras un barco… —y le entregó el sobre—. Lo siento.

Conor se quedó mirando la carta de su amigo, sin abrirla. Como si ya supiera qué diría, Liam desató el caballo pausadamente y dejó solo a su hermano.

«… el espíritu vivifica a Dublín cada día más. Teatros, reuniones, asociaciones, panfletos. Es una ola creciente que ya se nota perfectamente a simple vista. Yo me encuentro en medio de ella, y se nos van sumando multitud de hombres brillantes, abnegados. Por primera vez en mi vida puedo decir que estoy orgulloso de ser irlandés, en Irlanda…

»…viene, se acerca, Conor. Puede costar unos años, quizá un par de lustros incluso, pero nada puede detener ya la marea…

»…me acuerdo de la cabaña del monte y de los miles de millones de horas que pasamos hablando del momento. ¡Oh, el momento, el momento, el momento! ¿Puedes estar lejos de aquí cuando llegue?

»…la Hermandad ha renacido. Claro, es pequeña y débil; pero va creciendo. ¿Eres capaz de repetir su solo nombre, Hermandad Republicana Irlandesa, sin estremecerte?

»…por amor de Dios, Conor…, ven a la patria…»

4

Nos pasamos la noche hablando, pero Conor sólo soltó unas alusiones a su odisea. Nos interrumpimos unos momentos, atisbando la primera claridad que rompía sobre los planos tejados del Dublín georgiano.

Mi topera de Cornmarket High Street había quedado institucionalizada como cuartel general de un escritor y actor, situado entre el infame Castillo de Dublín y la famosa fábrica de cerveza «Guinness» de St. James Gate y lindando con el Liberties, que había sido uno de los barrios bajos más lóbregos de Europa. El Liberties era un antiguo criadero de insurrecciones. Dentro de ese triángulo mío se advertía la omnipresencia de la Corona, manantial de revolución, cubilete inagotable de licor. Yo estaba, pues, maravillosamente situado para toda eventualidad.

Conor dejó caer la cortina que cubría la ventana. Yo había esperado todo el rato que desahogara su pecho. Un día y una noche de beber y tantear le llevaron una vez más hasta el mismo borde. El alba le había vuelto más lúcido y con menos miedo a oír su propia voz narrando los tormentos pasados.

—Después del incendio, cuando el padre Pat McShane me habló del pacto que muy probablemente Kevin O'Garvey había hecho, yo no podía continuar en Derry. Kevin se había pasado la vida entera tratando de llevar el juego según las normas de los británicos, en sus tribunales, en su Parlamento, lo mismo que lo intentaron Parnell y O'Connell. Al final los británicos le estafaron, como nos han estafado a todos. Ah, sí, son unos estafadores de palabra grandilocuente, de mente superior; pero estafadores de todos modos. De pronto se abrió ante mis ojos, repentinamente, la certeza de que los O'Garvey y los Parnell no pueden llevarnos más allá de lo que nos llevaron. La insurrección armada es lo único, la sola realidad que los británicos entenderán. Abandoné Derry para buscar el lugar, donde fuere, de Irlanda en el que la Hermandad Republicana siguiera existiendo.

»Un año entero rodé por los caminos, de Donegal a Cork, de Galway a Dublín, de Belfast a Kerry, de Wexford a Sligo. No había Hermandad Republicana por ninguna parte.

»Además de habernos despojado de nuestra virilidad, haber destruido nuestros sueños y dispersado nuestra simiente, el miedo al hambre perduraba como una nube negra y poderosa sobre la segunda generación. Vi al pueblo irlandés destrozado, despojado de voluntad de protesta, obediente, sumiso, semicómico. Me daban ganas de coger a aquella gente por el cuello y gritarles que fueran hombres, pero eran perros. Se entretenían jugando a los perros, gañendo un valor falso, un coraje que no poseían. Unos perros que se contemplaban arañando el suelo para recoger unos desperdicios y enviando a sus hijos a las ciudades a mendigar. No os instruyáis, no luchéis, no os enfurezcáis. Vivid entre visiones nebulosas.

»No, Seamus, no había Hermandad, no poseíamos la facultad de enfurecernos. Acabé por sentirme tan destrozado y frustrado que pasó lo que había dicho siempre que no pasaría jamás. Me echaron de Irlanda. Ah, pero no fueron los británicos, sino la apatía de nuestro propio pueblo.

Conor se había hundido hacia el borde de mi camastro, inclinados los hombros y la vista fija en el suelo, Por un instante levantó la cabeza y escudriñó la habitación con la mirada, como si todavía anduviera buscando aquel milagro. Yo bajé la llama del gas para dejar entrar la luz grisácea del día.

—Toda Irlanda era un inmenso Bogside. Como no podía seguir gritando desde unas cumbres desiertas a unos oídos sordos, tuve que marcharme. ¿Verdad que lo comprendes? Tuve que marcharme.

—Sí.

—Y encontré a los nuestros otra vez… allá en el extranjero… Eran los celadores de las cloacas del mundo, los combatientes de las guerras que interesaban a otros, los eternos vagabundos del universo, embutidos en pequeños Bogsides por toda la madre Tierra, la gente rara, una raza de hombres y mujeres malditos… ¡tan queridos, tan amables, tan preciosos, y sin embargo, tan cansados y destrozados!

»Vi un Bogside detrás de otro en la creación del colonizador. Bogsides negros del África, Bogsides rojos del Caribe, Bogsides amarillos en Asia, Bogsides morenos en la India. Nosotros éramos ellos, y ellos eran nosotros. ¿Cuánto tiempo habíamos de continuar todavía en el sanguinario puño de la arrogancia británica? Y yo corría de nuevo hacia el mar, con el cerebro ardiendo de fiebre.

»Permanecí una temporada en Australia. Es un país bastante decente. No obstante, dondequiera que encontrase un poco de comodidad y paz, empezaba a oler fuegos de turba y oír las canciones de la taberna de Dooley McCluskey, y acababa bañado de sudor en mitad de la noche. Yo me esforzaba, Seamus, me esforzaba, pero el mundo no era bastante grande para amortiguar la visión de Irlanda o extirpar de mi alma la maldición que pesa sobre mi pobre país. Me había convertido en traidor a mí mismo, y huía al mar otra vez.

»Cuando velaba en el barco, haciendo la última guardia, podía estar solo por fin. De pronto podía sentirme a mí mismo plantado allí, inmóvil vuelta la mirada hacia mi interior, y veía cómo el mundo de más allá del horizonte se volvía loco.

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