Trinidad (72 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

El forastero retrocedió un paso, asustado al ver correr las lágrimas por las mejillas de Conor. Este levantó las poderosas manos, cogió a Sammy Meehan por debajo de los brazos y lo sentó en el mostrador como si levantase una pluma.

—¡Me siento inclinado a obsequiar a nuestro amigo yanqui con una cancioncita insurreccional! —gritó.

Y en el silencio de la taberna, su voz se elevó, fuera de tono y cascada:

—Oh, dime pues. Sean O'Farrell, la reunión ¿dónde ha de ser?

—Como siempre, junto al río; tú y yo lo sabemos bien.

Como santo y seña silbad, y silbad todos a una,

Con la pica sobre el hombro, CUANDO SALGA YA LA LUNA.

Conor se echó otra copa al coleto.

—¿Habré de cantar solo? —gritó arrojando la copa contra la pared.

El silencio se prolongaba, torpe, miedoso, mientras Nick sacaba una copa nueva y volvía a llenarla. El padre Pat hizo una seña al flautista y al acordeonista, posó la mano en el hombro de Conor y añadió su menguada voz a la de éste.

Por las grietas de las tapias, mil ojos buscaban luz,

Latían los corazones, rebosantes de virtud.

Las consignas circulaban, como murmullos de bruja,

Y mil aceros brillaban, CUANDO SALÍA LA LUNA

Una tras otra, las voces se iban sumando al coro, vencidas, arrogantes; desamparadas, retadoras.

Por la vieja y pobre Irlanda, murieron los desdichados,

¡Qué gran orgullo y qué pena, el recuerdo de aquel año!

Pero quedan corazones, viriles para la lucha,

Que seguirán sus pisadas ¡CUANDO SALGA YA LA LUNA!

Quinta Parte

POLVORIENTAS CAMPANILLAS AZULES

1

Cuando nací, medía yo pocas pulgadas y nunca crecí mucho, y en el Queen's College nunca destaqué como vencedor ni como vencido. Por Belfast había diseminados numerosos O'Neill, los suficientes para proporcionarme cama y sustento y conservarme en marcha. El Queen's College acogía el número simbólico habitual de católicos, y encontré en él los santuarios liberales que uno podía esperar en un recinto universitario. Como espejo de la inquietud social y frecuentemente su arúspice, llegué a comprender que un día el Queen's sería manantial de aspiraciones republicanas.

Creo que el lema de la familia Hubble definía perfectamente la atmósfera política dominante a finales del siglo XIX. Dicho lema estaba incrustado en un vidrio policromado sobre el escudo de la biblioteca de Hubble Manor y, traducido del latín, decía:
UNA CARGA MÁS PARA GLORIA DE LA CORONA
. Victoria, la vieja dama, cuyo nombre había quedado estampado ya en la época como el cenit de la aventura imperial, seguía presionando desde el palacio de Buckingham. Los conservadores lograron volver al poder a tiempo apenas para celebrar las bodas de diamante de la reina con el Trono.

A los irlandeses aquel jubileo nos repugnaba. Con ocasión de los festejos se ensalzaban e incensaban todas las banalidades del imperio, como para recordarnos que éramos un pueblo sometido, los primeros a quienes habían colonizado y reducido a la condición de siervos. En el transcurso de aquellas solemnes fiestas muchos irlandeses enviaron pequeños anuncios de que el viejo encono no se había mitigado y de que nuestra larga hibernación republicana estaba tocando a su fin.

Acaudillado por la GAA y la Liga Gaélica, el espíritu nacionalista aumentaba y el renacimiento celta se incrementaba a todo galope. El doctor Douglas Hyde, fundador de la Liga, lo mismo que Emmet, Wolfe Tone y Parnell, descendía de protestantes, lo cual no le impedía ser celtófilo y republicano.

En Londres, los festejos con motivo de las bodas de diamante de la reina Victoria quedaron empañados por el boicot que les hizo el partido irlandés, y en Irlanda, por un estallido de motines y por aquel tipo de retórica que afirmaba, sin lugar a dudas, que se estaba escribiendo ya otro capítulo de la «cuestión irlandesa».

Hacía treinta y cinco años que la anciana reina lloraba la pérdida de su esposo, que seguía durmiendo bajo una fotografía del cadáver colocado ya en el ataúd, y todas las mañanas ordenaba a las sirvientas que sacasen las ropas del difunto. Toda recuperación republicana que hubiésemos logrado después del hambre y del abortado levantamiento feniano se desvaneció con la muerte de Parnell, pero mientras ahora el imperio se preparaba para «
UNA CARGA MÁS PARA GLORIA DE LA CORONA
», nosotros resucitábamos de entre los muertos y estábamos pensando en «
UNA CARGA MÁS PARA IRLANDA
».

A la vuelta del siglo, después de conseguir mi licenciatura, la gente no se atropellaba por venir a ofrecerme empleos. Pasé a formar parte del pequeño puñado de católicos instruidos a los que los anglosajones no aceptaban del todo. Además, a mí muchos de los míos me miraban enarcando las cejas, a causa de haberme educado en un colegio protestante. Mi alma y mi cuerpo desplegaban sus mejores dotes respecto a mi empleo de periodista de un diario insignificante y evidentemente pobre del Belfast católico y para alguna que otra lección particular que me salía. Escribía un poco: algo de poesía, algunas obras teatrales, unos ensayos. Ni británicos ni irlandeses trepidaban bajo la fuerza de mi pluma, pero yo satisfacía mis apetencias célticas.

La vanagloria trompeteada durante el jubileo había saturado de euforia y arrogancia a los hombres de espíritu imperial. Gran Bretaña sufría un hambre insaciable de adquisiciones, y el opio de la conquista no le dejaba percibir los vapores de descontento y subversión que se acumulaban sobre los pueblos que tenía sometidos.

La efervescencia del jubileo rebosó en forma de otra arremetida imperial, una arremetida destinada a convertirse en una crisis épica, en un cambio de rumbo de la historia. A caballo de la antigua codicia, una retumbante y costosísima aventura abrió las primeras grietas en los ilimitados dominios de la Gran Bretaña. Cecil Rhodes, epítome del hambre imperial, no se contentaba con disponer de la cornucopia de diamantes, oro y otras riquezas que venían a riadas de la colonia de El Cabo y otras pertenencias sudafricanas. Anhelaba el Transvaal y puso en marcha una descarada y grosera exhibición de poder para anexionar al Estado vecino en una gran «unión» británica.

La mayoría de colonos del Transvaal eran bóers, dura estirpe de gentes de origen holandés. Obligados a presentar batalla, sorprendieron a los británicos con tácticas guerrilleras, de movimientos rápidos y emboscadas. Por culpa de su modo de maniobrar, pesado y arcaico, añadido a las inesperadas furia y astucia de los bóers, las fuerzas británicas sufrieron una serie de derrotas humillantes.

El Ministerio de la Guerra tuvo que abrir los ojos y reconocer la inquietante verdad de que en su marcha hacia el Imperio los británicos habían pasado decenios v decenios sin procurarse un ejército moderno y bien armado. Y reaccionó mandando a la lucha más de medio millón de hombres sacados de las unidades que tenía repartidas por todo el Imperio. Irlanda participó con los Royal Irish Fusiliers, los Ulster Rifles, los Inniskillings y el regimiento local de los Hubble, los Coleraine Rifles. Una vez más nos veíamos cogidos en el antiguo hado de demostrar nuestra capacidad combativa vistiendo uniformes no irlandeses, en campos de batalla alejados de nuestras tierras y en una guerra que habían organizado otras gentes.

Pero en cualquier parte que luchasen los británicos, solía aparecer una fuerza simbólica irlandesa para luchar en el bando contrario. La guerra bóer no había de ser una excepción. Unos cuantos soldados de fortuna —en su mayoría irlandeses americanos—, unos pocos supervivientes fenianos y unos cuantos republicanos nuevos buscando dirección formaron una brigada irlandesa que combatiera al lado de los bóers. Aunque su número no sobrepasó el de unos pocos centenares, su presencia tuvo un valor enorme en el teatro de la propaganda. En Baltimore, Boston, Filadelfia y Nueva York hubo un despertar de la consciencia irlandesa como no lo había habido desde la época del hambre. En Dublín, en el corazón de la ciudad, abrió las puertas un comité del Transvaal bajo la dirección de los nuevos republicanos y alimentado por las llamas, siempre crecientes, del renacimiento celta.

Anoten a un servidor de ustedes.

Yo dirigía, con pluma febril, una pequeña pero ruidosa ramificación belfastiana del comité del Transvaal. A mediados de 1901 se puso en contacto conmigo un sindicato de periódicos irlandeses-americanos con la proposición de que me fuese al África del Sur como corresponsal suyo.

Por la fecha en que llegué al Transvaal, la mayor parte de las batallas importantes se habían librado ya. Simplemente, la superioridad numérica británica había aplastado la tenacidad y el valor de los bóers. Estos seguían resistiendo, dando pequeños golpes esporádicos, pero sin conexión unos con otros y sin la contundencia de tos primeros tiempos.

Sin embargo, algo ocurría cuando llegué, algo asombroso y repugnante, un algo que convertía la anexión impuesta por los británicos en una victoria pírrica. Los británicos rodearon a cien mil bóers, o quizá más, hombres, mujeres y niños, y los encerraron en lo que llamaban «campos de concentración». A unos treinta mil soldados bóers los tenían en campos de prisioneros de guerra. A toda esa gente le fueron confiscadas las propiedades, y sus casas y cosechas fueron arrasadas por el fuego.

Mientras el Parlamento británico imponía otra escandalosa «Ley de Unión» (como había hecho un siglo atrás con los irlandeses), miles de bóers perecían detrás del alambre espinoso. El tributo a la muerte ascendió a treinta mil personas en los campos de concentración; y de estas treinta mil, más de veinte mil eran niños.

Mediante sobornos, conseguí entrar y salir del más famoso de tales campos, el de Bloemfontein, y escribí una serie de veinte crónicas sobre las condiciones de vida de los prisioneros. Mis relatos habían de alcanzar mucho más allá del pequeño grupo de periódicos asociados para los cuales escribía, pues los reproducían no sólo en Irlanda, sino en toda la Europa continental y en la misma Inglaterra. Otros periodistas y la dama cuáquera Emily Hobhouse colaboraban conmigo desenmascarando el horror inglés.

Mientras los generales rebullían, el público inglés, que durante los festejos de las bodas de diamante fue presa de una histérica pasión de conquista, recapacitó súbitamente ante aquéllas revelaciones. Medio siglo antes, el hambre irlandesa a causa de la roya de las patatas no había logrado conmoverle. Ahora, en cambio, la conducta de su nación con los bóers le indignaba.

Creo que en el Transvaal se plantó la semilla de que nacería un árbol cuyos frutos sembrarían el descontento hacia toda la estructura imperial inglesa, y hacia todas las estructuras imperiales futuras, un elemento magníficamente humano desafiaba a los antiguos ritos de conquista y esclavización practicados por el hombre. Algo sucedería en el siglo veinte que derribaría el orden establecido durante siglos.

Yo sabía en cierto modo que Irlanda y los irlandeses serían los primeros en plantear ese reto.

Mi padre, Fergus O'Neill, murió durante mi estancia en Transvaal. Yo le había visto por última vez en el velatorio de Tomas Larkin, y la tragedia que descubrí en su alma me dijo que pronto seguiría a su entrañable amigo. Juntos habían trabajado los campos y juntos habían soportado las penas y las alegrías de medio siglo. No podía ser de otro modo, Fergus había seguido a Tomas toda la vida; también ahora lo seguiría al cementerio de San Columbario.

Quedaban las ancianas, Finola y mi madre Mairead, con los más débiles de nuestros linajes, Brigid y Colm.

Con mis artículos sobre el campo de concentración de Bloemfontein no he ganado ningún campeonato de popularidad entre los británicos, ni mucho menos; pero en ciertos aspectos son gente honorablemente justa. No había recurso legal alguno para procesar a un periodista legítimo por haber realizado su tarea. A mi regreso a Irlanda, mi nombre estaba bien grabado en ciertas listas de enemigos del Castillo de Dublín; pero era, al mismo tiempo, un pequeño héroe entre los simpatizantes del movimiento republicano, movimiento que se hallaba en fase de crecimiento.

Dublín trepidaba. Las palabras brotaban a millones de unas plumas irlandesas, todas henchidas de antiguas esperanzas. Se había fundado un teatro nacional. Los escritores lo estaban convirtiendo en una Atenas de nuestro tiempo. Yo encajé maravillosamente bien.

Las pesquisas que realicé en busca de Conor Larkin no me llevaron a ninguna parte. Mi amigo había desaparecido de Derry poco después del incendio de la fábrica de camisas y la desaparición de Kevin O'Garvey. Algunos le habían visto errar por Irlanda como un alma en pena. Luego se fue. Yo no sabía adonde, y tenía el corazón destrozado. Lo único que Irlanda no necesitaba era un dramaturgo más; pero yo sólo podía desahogar mi pena de una manera: cogiendo la pluma en serio y escribiendo sobre nuestra juventud en Ballyutogue. Escribí un drama sobre el verano que pasamos en la cabaña del monte, y cada línea que manaba de mi pluma era como un grito en la oscuridad llamando a Conor. Un día mis oraciones fueron escuchadas. Recibí una carta de Liam, desde Nueva Zelanda. Él había recibido un cablegrama que Conor le mandó desde Shanghai. Había embarcado y se dirigía a Christchurch.

2

Las campanas de Belfast repicaban y la ciudad que cantaba Evangelios sobre el río Lagan entraba suavemente en movimiento para celebrar el día del Señor y todas esas santidades. En el Shankill, a lo largo de Sandy Row, en el Belfast Este y en las demás fortalezas de Calvino, Lutero y Knox, las tabernas estaban agriamente cerradas y las puertas de las casas del Señor agriamente abiertas.

De aquella gran armada de templos, de aquellos acorazados de la Reforma, emergían fúnebres cantatas como si fuesen el movimiento funeral de una sinfonía trágica. Unas manos endurecidas por el trabajo sostenían destrozados himnarios y las voces seguían su marcha propia, arriba, abajo y enfrente del coro que pugnaba por imponerse.

Venid, pecadores, pobres y necesitados,

Débiles, heridos, enfermos y afligidos.

Jesús os aguarda, dispuesto a salvaros,

Lleno de piedad, amor y poder infinitos.

Jesús es bueno, os ama, os tiende las manos,

Oh, no dudéis más, hermanos.

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