Trinidad (34 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

—Si me adapto y tomo las cosas como son, Freddie, lograré que salga bien.

—Pienso que hemos llegado al final de un juego que hasta a mí me divertía bastante —dijo Weed—. Me sabe mal reconocerlo, pero resultaba divertido, de verdad. Ojalá pudiera declararme entusiasmado por tu decisión.

—Freddie, yo quiero ganarme el pasaje realmente. La conmoción que he sufrido nace de ahí, de haberme dado cuenta de esta realidad.

—Cuando las aguas hayan entrado por su cauce —comentó el padre, con un movimiento afirmativo—, comprenderás, pienso yo, que has tomado una decisión sensata. Roger es un hombre de los que corren pocos.

—¿Quieres que te diga una cosa? Me asusta un poco. Mientras parece estar comportándose de una manera banal, ve perfectamente todo lo que hay en mi interior y deja que me entregue a mis ridículos jueguecitos.

—Sé qué quieres decir —asintió el padre—. El brigadier fue el primero que vio en él esta cualidad. Roger siempre camina más adelante, siempre lleva ventaja y espera que le alcances. Posee unos toques sutiles de dominio, delicadeza en las negociaciones, unos dedos expertos en tomar el pulso a los tiempos y una mirada de águila para el futuro. Es un pensador; su redomada mente es como una trampa. Nunca le sorprendes embistiendo a diestro y siniestro como los toros Weed. Obsérvale bien, será una de las personas clave a la hora de señalar los destinos del Ulster.

Padre e hija dejaron esta realidad calara más adentro de sus espíritus durante el té.

—Y ahora que estoy a punto de cruzar el Rubicón —dijo Caroline—, hasta es posible que me deje entusiasmar por la perspectiva.

—¡Magnífico! —exclamó sir Frederick—. Así es como tiene que ser. Bueno, pues, démosle un empujoncito al negocio, ¿no te parece?

El viaje a Hubble Manor lo prepararon, ostensiblemente, como para concluir con cierta solemnidad las negociaciones habidas entre lord Roger y el brigadier Maxwell Swan. El muelle de despalmado de Barcos y Trenes, y los Talleres de Fundición y Maquinaria eran modestas empresas orientadas a la reparación y readaptación de barcos en servicio entre Londonderry y el noroeste de Irlanda, aparte de algún visitante ocasional dañado por una tormenta. La parte del recinto dedicada a la fabricación monopolizaba la metalurgia del hierro para tres condados. Sir Frederick se brindó generosamente a comprar las acciones de todo el mundo, excepto las de Roger, con objeto de tener los mismos derechos en la empresa. Una de las condiciones para esta transacción era la de que Weed modernizaría la compañía, pues al igual que la mayoría de industrias de Londonderry, había quedado bastante anticuada.

Esta compra de la mitad de un muelle de despalmado tenía más de simbólica que de práctica. Era un gesto que venía a expresar de modo inconfundible que sir Frederick y los demás industriales de Belfast reconocían el derecho de Londonderry a conservar sus mercados. Más aún, equivalía a una declaración tácita de que el Oeste quedaría inscrito dentro de Belfast, exclusivamente en los futuros programas para el Ulster. Lo cual representaba una victoria aplastante de Roger Hubble y señalaba el advenimiento de una atmósfera favorable a futuras asociaciones entre los dos extremos de la provincia.

Apenas firmado este compromiso, ambos empezaron a olisquear la posibilidad de establecer una moderna casa de máquinas y un taller de reparaciones en Londonderry. Lo cual insinuaba la posibilidad de una futura fusión de ferrocarriles para dar nacimiento a la línea trans-Ulster.

Aunque todo se llevó con gran sutileza, no cabían falsas interpretaciones sobre los significados ocultos puestos de relieve por la presencia de Caroline Weed. Presencia que Roger aceptó como algo que se da por descontado, aunque fingiendo conceder poca importancia a los manejos y propósitos que roncaban bajo la superficie. Era la primera vez que a los Weed, padre e hija, los manejaban de aquel modo. No por haber conseguido la ventaja en el juego se pagaba de sí mismo, ni hacía el fanfarrón.

Hubble Manor y Londonderry se le antojaron a Caroline simplemente tolerables. El castillo contenía la misma mohosa colección de reliquias antiguas que ella recordaba de años atrás. Se necesitarían años enteros y sería preciso someter las arcas a un severo ataque para que a sus ojos aquello quedara un poco habitable. Además, se hiciera lo que se hiciese, Londonderry nunca dejaría de estar en provincias. Si el Ulster era un desierto en lo cultural, Londonderry era el horno del suelo del desierto. Aquella situación tenía sus visos y ribetes de desafío. Recomponer Hubble Manor podía convertirse en manantial de satisfacciones, y la idea de intentar civilizar Londonderry tenía sus aspectos interesantes. Caroline fue aceptando poco a poco las circunstancias, y olvidando su intención de volverles la espalda. Pero la muralla increíble, sorprendente, con que tropezaba Caroline era la falta absoluta de correspondencia por parte de Roger. Él joven Hubble seguía portándose como un anfitrión encantador, pero completamente encerrado en sí mismo. Caroline comprendió claramente que tendría que ser ella quien pasara al ataque.

Un día, mediada la tarde, se introdujo en el Long Hall, parte del primitivo castillo que había sobrevivido satisfactoriamente intacta a través de incendios y saqueos. Era esta dependencia una especie de caverna gargantuesca, con una boca enorme, de magnífico estilo gótico, llena de óleos de dimensiones enormes que representaban a toda la estirpe del condado.

—¡Ah! ¿Estás ahí? —gritó Roger desde el otro extremo—. ¿Cómo diablos encontraste la entrada?

—La puerta trasera estaba abierta; fuera llovía, y Freddie me enseñó ya de pequeña que me librase siempre de la lluvia.

Roger hizo como que olisqueaba la humedad y las tinieblas.

—Me temo que habría que alegrar esto un poco. No creo que lo hayamos utilizado desde que mi padre abandonó la vieja finca.

—Una tropa que intimida —dijo Caroline, indicando con un movimiento de cabeza la hilera de pinturas que cubría los cuarenta y cinco metros de longitud que habían dado nombre al vestíbulo.

—Una galería de bribones —dijo Roger—, de canallas. —El joven dio unos pasos y se plantó delante de Calvert Hubble, primer conde de Foyle, patriarca de la dinastía. Él y Caroline levantaron los ojos hacia la pintura clásica de un guerrero, esforzado jinete que se lanza a la carga el primero de todos—. Lord Calvert no tenía nada en pequeñas dosis —comentó Roger—. Cuando la flota isabelina atracó en Kinsale para ultimar la conquista de los enojosos celtas y los renegados normandos, Calvert se escapó solo, efectuó una larga correría costa arriba y penetró en Lough Foyle, reclamando como suyo hasta el menor pedacito de suelo que hubiera pisado. —Roger levantó la punta del pie, llenando el aire de gestos que a Caroline habían llegado casi a gustarle—. A Calvert le concedieron una baronía en pago de sus servicios, pago que apenas bastaba para abrirle más el apetito. Su generosa fantasía contribuyó a convencer al rey de que había que cultivar las tierras del Ulster. Comprando tierras a un penique el acre, fundó un condado, después vendió grandes parcelas con su poblado, incluso a quinientas libras parcela. Con mil libras se compraba una baronía entera. Una buena granja del terreno de los O'Neill la habían tasado en cinco libras. Como era casi imposible rehusarla a este precio, vinieron acá millares de escoceses leales.

»Ese avaricioso sujeto poseía escrituras sobre terrenos a ambos costados de Lough Foyle; detentaba los derechos de pesca sobre la bahía y hacía pagar un impuesto a todos los barcos que entraban o salían de Londonderry. Avanzando siempre hacia el este, Calvert creó el título de vizconde de Coleraine, que yo llevo con cierta aprensión. El título quedó reservado para los futuros herederos varones con objeto de reclamar los asentamientos de los alrededores de Coleraine y de la desembocadura del río Bann como pertenecientes al condado. ¡Ah! Quiso la fortuna que fuera a topar con los Chichester, que estaban zampando tierras y más tierras desde el este hacia el oeste, igual que hacía él partiendo del oeste y avanzando hacia el este. Se dice que el día que otorgaron los derechos de pesca sobre el Bann y la bahía de Neagh a los Chichester, lord Calvert sacaba espumarajos por la boca como un hombre lobo.

Caroline soltó una carcajada tan franca y sonora que por un instante parecía que era su padre el que se reía.

—Sin arredrarse por el tropiezo —prosiguió Roger—, Calvert continuó presionando. Para asegurarse la defensa del condado, urdió otra ingeniosa patraña, convenciendo al rey de que arrendase la ciudad de Derry, toda entera, a los gremios de Londres. Para dirigir esta empresa, se creó la Honorable Sociedad Irlandesa, y la ciudad fue rebautizada con el nombre de Londonderry, que los indígenas todavía no admiten. Como superintendente de la primera colonia inglesa, lord Calvert dirigía o manipulaba todos los asuntos comerciales, agrícolas, militares, políticos y financieros, hasta que a los cuarenta y cuatro años, murió prematuramente por culpa de la bebida y el libertinaje.

—Tengo la impresión —dijo Caroline— de que te gustaría horrorizarme, si pudieras.

—¿Horrorizarte? ¡No, buen Dios! —contestó Roger, alejándose con paso rápido—. Lo cierto es que he sido muy generoso con Calvert. Ven por acá —pidió, tratando de no percibir la proximidad de aquella mujer—. Aquí tienes a mi candidato personal para el «Hubble de los Hubbles», el número tres: Sidney. Viendo ese porte suyo, vivo y noble, nadie creería que era un bicharraco asmático, aunque también un general sorprendente. Fue el brazo derecho de Cromwell en el Ulster occidental y en tal función dirigió tres de las carnicerías más notables de la historia de Irlanda. Como en la Tesorería británica no había dinero para pagar las locuras de Cromwell, se deportaba a los católicos, según sabes, al oeste del río Shannon, y así reunió tres millones de acres, cien mil de los cuales se apropió lord Sidney. Con muy buen criterio, donó grandes extensiones de dichas tierras a los soldados de Cromwell, en concepto de recompensas, formando así un ejército particular dentro del condado. El cuerpo de alabarderos creado por aquellos chavales se ha conquistado una fama amedrentadora… y no sin motivo.

El resto de la fila eran hombres de talla más o menos reducida. La serie se prolongaba hasta la entrada principal del Long Hall, que había permanecido cerrada durante años.

—Mi abuelo, lord Morris, el conde del hambre —señaló Roger—, y mi padre, lord Arthur, el único Hubble que ha vestido el traje de marino. —A Roger se le había agotado súbitamente el chorro de nerviosa locuacidad y no sabía qué hacer de sí mismo.

Caroline se acercó a una cancela de hierro forjado, muy maltratada por cierto, que cubría casi toda la anchura del vestíbulo de entrada.

—Esto es magnífico —dijo—. Habría que restaurarlo.

—Nunca me había fijado mucho —contestó Roger.

La joven tocó el hierro, levantó la vista hacia su elevada cima, y luego se volvió, pausadamente, hacia el joven Hubble.

—Quizá debería encargarme yo —le dijo.

—Ah, comprendo —contestó Roger, incómodo.

—Roger, una vez me dijiste que no tenías ni la más ligera idea de qué debías hacer para enamorarme. Ahora yo me encuentro en la misma situación respecto a ti. Eres un enigma, una evasiva. Ahora que tienes a los Weed plegándose a tus deseos como corderitos mansos, ¿qué te propones?

Roger Hubble se sonrojó, evitó la mirada de Caroline y se escabulló hacia un polvoriento sillón labrado, de alto respaldo, que casi parecía un trono.

—La verdad —dijo— es que he meditado muy a fondo este asunto.

—¿Y qué has decidido?

—Tú eres una muchacha increíblemente mimada, astuta y dominadora, y no quiero pasarme el resto de la vida en un combate de esgrima contigo. No quiero mirarte a los ojos preguntándome qué taimadas cosillas bullen por tu cerebro. Para citar al bueno de sir Frederick, yo puedo vivir tan ricamente sin toda esa connivencia femenina. Tampoco quiero sentirme agitado por un ataque furioso de celos cada vez que te pongas a jadear mirando los músculos sudorosos de un trabajador medio desnudo. No me convertiré en un acróbata de tocador de señora siempre en activo por miedo a una banda de tenorios y libertinos anónimos.

Aquí la antigua Caroline volvió por sus fueros, arqueando el lomo enérgicamente.

—¡Y por si debes saberlo, yo no quiero tu condenado título, ni quiero pasarme el resto de la vida haciendo que esta desdichada monstruosidad se vuelva habitable, ni hay en toda tu persona ninguna gran maravilla de Dios!

—Tienes muchísima razón, Caroline —contestó mansamente Roger—. No hay nada excesivamente atractivo; ése es el caso.

—¡Y mira que Londonderry…!

—También en esto tienes muchísima razón. Tú no has nacido para vivir exiliada en las colonias. Habrás advertido, sin duda, que aquí no hay retratos de las mujeres de la familia Hubble. Fueron elegidas por su recato y su capacidad de procrear. En cuanto a mí, pienso que también me llevaría mucho mejor con una persona más bien sencilla, sumisa y bovina.

—¡Cochino canalla! —exclamó ella en un alarido, tirando de la portezuela de la reja para escapar de allí.

—Me temo que tendremos que salir por el otro extremo —advirtió el dueño de la casa.

Caroline giró en redondo y pasó en tromba junto a él, escupiéndole de nuevo el calificativo:

—¡Canalla!

Era un vestíbulo muy largo, lo suficiente para que la humildad, una virtud desconocida por los Weed, se filtrara adentro de su pecho. Caroline fue acortando el paso hasta detenerse a mitad del trayecto, y se quedó inmóvil, temblando de ansiedad hasta que Roger casi la tocaba.

—Es muy bonito eso que dices, Caroline; pero yo soy un tipo corriente y vulgar. Jamás toleraría las aventuritas fuera de casa de mi mujer. Llamando a las cosas por su nombre, soy algo así como un zapato viejo.

—¡Por el diablo lo serás! —exclamó ella—. Roger, sé que eres el amo.

Él se encogió de hombros.

—Sólo porque me muestro un poco imperativo con una persona para quien esto es una novedad; pero no me apetece hacer el papel de Bautista con Katherina. «La fierecilla domada» no fue nunca mi tema shakespeariano preferido.

Las manos de la mujer se levantaron para cogerse a los brazos del hombre, al que se arrimó con delicadeza exquisita.

—Probemos una vez si nos avenimos y veremos qué tal va —suplicó ella—. Por favor, hombre, que estás encendiendo en mí los fuegos del infierno.

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