Trinidad (85 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

—¡Eh, tú!

—¿Qué?

—Me has abandonado.

—Estaba pensando en la gira y en la partida del equipo.

Shelley se levantó súbitamente y anduvo hasta el borde del precipicio, donde la colina descendía bruscamente hacia la ciudad y su manto de niebla y humo; luego dio media vuelta, notando que Conor se le acercaba por detrás. La expresión y la voz de la joven se endurecieron de una manera que no correspondía a la Shelley de todos los días.

—¿Sabes qué sucedió aquí, en Cave Hill? —preguntó.

—Dicen que era el cubil del antiguo rey celta McArt…

—No, no es eso. Lo que sucedió pudo ocurrir en este mismísimo sitio. Antes de partir para América, en 1795, Theobald Wolfe Tone estuvo aquí, rodeado de sus «irlandeses unidos» y les prometió que regresaría para libertar Irlanda.

Conor se puso nervioso.

—¿Por qué lo dices?

—Tú no tienes la exclusiva sobre la historia de Irlanda, muchacho.

—¿Por qué lo has dicho, Shelley?

—No soy tonta, y tú tampoco lo eres. ¿Crees que no sé hacia donde se dirigen tus pensamientos? ¿Crees que no tengo idea del trabajo que estás haciendo? Lo que no quiero es que se interponga entre nosotros, del mismo modo que tampoco permitiría que se interpusiera mi familia.

—No se interpondrá —respondió Conor. La abrazó y la estrechó contra su pecho—. No se interpondrá —iniciaron el descenso—. Hemos llegado, tú y yo, al punto en que nada puede interponerse —afirmó él.

—Llegamos ya la primera noche que nos conocimos. Hemos necesitado todo este tiempo para decidirnos a alcanzarlo. Tú me has dado poesía y música, y me has dado un Conor. Yo estoy dispuesta, muchacho, y pienso dártelo todo.

Conor se paró y su poderosa mano acarició la cabeza, el cabello, de Shelley, cuya inflamada y resuelta mirada se le clavaba hasta el fondo del alma. Hasta aquel instante, Conor jamás había tenido que corresponder a una mirada parecida.

—Cuando termine la gira —dijo— tenemos una semana de vacaciones. Buscaremos una casa en Inglaterra o Escocia. Una casa primitiva, solitaria, como un nido, con la luz de una lumbre por las noches.

—Allí estaré —respondió Shelley.

Conor la cogió por debajo de los brazos y la levantó en vilo hasta que los ojos de la muchacha quedaron al nivel de los suyos. Luego la aprisionó entre sus brazos y la besó.

—Te amo, zagala —le dijo—. Te amo.

14

Tal como anticipó Sweeney, el lugar de reunión era otro. Había cambiado, pero la verdad es que resultaba casi idéntico al cuarto de Shandon Lane, y al de Dublín. Aquí, en el corazón del barrio católico de Ballymurphy, sería mucho más difícil localizar al jefe revolucionario.

—Todavía no hemos reunido demasiados datos y no podemos decidir nada acerca de O'Hurley y Hanly —explicaba Dan, deambulando desgarbado por el cuarto—. En su ciudad natal así como entre Tipperary y Limerick hubo siempre mucha actividad feniana, pero no encontramos nada que nos diga si ellos tuvieron simpatías por los republicanos. Se les recuerda, simplemente, como un equipo de ferroviarios sin seso, hasta que sir Frederick se los llevó al norte. ¿Y tú, has reunido alguna información?

—Nada, en realidad —respondió Conor.

—Hablando en términos generales, los católicos bien situados, como lo están ellos, suelen mantenerse apartados de toda actividad republicana. La mayoría son perfectamente fieles a la Corona.

Conor hizo un gesto indicando que también lo entendía así. Tal como acababa de decir Sweeney, los que tienen la barriga llena no se sublevan y se lanzan a la calle, y cuanto más llena menos riesgo de que sientan semejante inclinación.

Sweeney se permitió un cigarrillo. Raras veces dejaba de pedir excusas por esta debilidad, pero argüía que ser revolucionario y no fumar es casi imposible.

—Tenemos una teoría como base de trabajo —prosiguió Sweeney—. O'Hurley estira más el brazo que la manga. Gasta muchísimo y siempre está en descubierto en el banco, rasgo típicamente irlandés. A un hombre así quizá se le podría comprar.

—¿No es un poco arriesgado? —preguntó Conor.

—Lo es y no lo es —contestó Sweeney, levantando los hombros—. En este negocio, todo es arriesgado. Lo que importa es que tu plan nos gusta a todos. A veces conviene que un hombre esté en deuda contigo. En cuanto tienes una espada sobre su cabeza, es capaz de descubrir en su pecho una pasión patriótica que él mismo ignoraba.

—¿Y quién le pone el cascabel al gato? —preguntó Conor.

—Tú quédate al margen. Durante la gira, alguien tanteará a O'Hurley. ¿Cuándo jugáis en Bradford?

Conor cerró los ojos para trazarse una imagen mental del calendario de los partidos.

—¿En Bradford? Casi al final. Será uno de los dos o tres partidos últimos.

—Bien. Cuando lleguéis a Bradford sabrás si O'Hurley se ha enrolado o no.

—¿Y por qué en Bradford? —preguntó Conor.

—¿Te dice algo el nombre de Brendan Barrett?

—¿Brendan Sean Barrett?

Brendan Sean Barrett era otro de aquella colección de héroes y poetas fenianos menores bien conocida por todo muchacho que se hubiera criado en un hogar republicano. Barrett, lo mismo que Largo Dan, conocía de primera mano las cárceles británicas. Había sido maestro de escuela y luego fue escritor, idealista y conferenciante del movimiento en rescoldo, permaneciendo durante años en América, en el Clan (igualmente dormido) de los Gaels. Lo que le hacía más acreedor a la fama era el haber sido el primer republicano que hizo la huelga del hambre en la cárcel. «Desafío callado» llamaban entonces a este nuevo tipo de arma consistente en martirizarse uno mismo. Barrett consiguió lo que pretendía, después de veinticuatro días de ayuno. Los poetas escribieron romances cantando la hazaña.

—Brendan es el enlace que tenemos en Inglaterra —dijo Sweeney—. Es el conducto a través del cual recibimos los fondos del Clan de América y es el que guarda las armas escondidas.

Conor se limitó a mover la cabeza en señal de inteligencia, al mejor estilo Sweeney, procurando que no se notara el brinco que le había dado el corazón.

—Te pondrás en contacto con él en Bradford, y te dirá si O'Hurley está con nosotros o no. Si la cosa marcha, Brendan te dará posteriormente instrucciones sobre dónde y cómo preparar el ténder. Irás al establecimiento de pompas fúnebres de Callaghan, de Wild Boar Road, Wapping District, Bradford. Callaghan preparará una reunión. Dan mucho dinero por la cabeza de Brendan, cuida, pues, de ser discretísimo al establecer contacto con él. Utiliza tu buen criterio. Si notas que te han seguido los pasos, espera a que la gira haya terminado; luego volverás a Bradford.

—Sí, queda todo entendido.

—Un detalle más. Brendan te dará un paquete de dinero; una buena suma, tres mil libras. No lo pierdas.

—Procuraré no perderlas. ¿Algo más?

—Sí. Al final de la gira tenéis una semana de vacaciones. Quiero que la emplees para ponerte en contacto con otras personas de Londres y de Manchester.

Conor se quedó paralizado y palideció, incapaz esta vez, de disimular su reacción.

—Escucha, Dan. Entre explorar los talleres, trabajar los barrios por la noche, el rugby y mi trabajo normal, he estado en activo unas veinte horas diarias. Después de diecinueve partidos en veinte semanas de gira, estaré rendido. Hice planes para unas vacaciones.

—Cámbialos —replicó Sweeney.

Conor retuvo el aliento y apretó los dientes un instante.

—Creo que no los cambiaré —respondió.

Las miradas de los dos hombres se trabaron una con otra por encima de la desvencijada mesa.

—¿Una mujer?

—Es posible.

—Anula esas vacaciones —ordenó Sweeney, blandamente.

—No.

La silla de Largo Dan retrocedió con un crujido. Su ocupante se puso en pie, hundió las manos en los bolsillos y volvió la espalda a Conor, permaneciendo así muchísimo rato. Sólo mostró su rostro nuevamente cuando tuvo la mente bien despejada.

—El plan queda abandonado. Dejas de pertenecer a la Hermandad. Vete.

—¡No quiero dejar de pertenecer! —gritó Conor, alarmado por la repentina vehemencia de sus propias palabras.

—He dicho que dejas de pertenecer, y estás de suerte saliéndote ahora. El juego todavía no está muy adelantado, y, además, no te tengo por un confidente; de modo que cierra bien la boca acerca de lo que sabes. Si nos hallásemos en una fase más avanzada, ya sabes lo que te ocurriría, ¿verdad que sí?

—Tengo una idea —respondió Conor, ásperamente.

Sweeney volvió a sentarse, exhaló un aliento maloliente y golpeó la mesa con el monstruoso puño, al mismo tiempo que indicaba la puerta con un movimiento de cabeza.

—¿No puedes cambiar de idea Dan? Veré a la muchacha y cancelaré el compromiso.

—De acuerdo por esta vez. Tu alma puede pertenecer a la virgen, pero tu cuerpo pertenece a la Hermandad. ¿Sí o no?

—Sí —respondió Conor, estremecido.

—¿Quién es ella? —preguntó el jefe.

Conor se doblegaba ante la primera paliza auténtica que recibía en la vida.

—La hermana de un compañero de equipo.

—¿Católica?

—No.

—Será mejor que la dejes.

—Veamos, Dan, escucha. Yo he dicho que renunciaría a las vacaciones; pero no hay ninguna norma que prohíba tener una mujer.

—Con respecto a tu vida, el libro de normas soy yo, Larkin. He conocido a un sinfín de muchachos listos que se creían capaces de compaginar ambas cosas, pero eran unos tontos malditos, todos ellos, del primero al último. Si quieres de verdad a esa chica que dices, convendría que pensaras en qué vida vas a darle. Un infierno, eso es lo que le darías, un infierno. Un infierno en cada instante de su existencia. Siempre pensando: «¿Volverá de ésta mi hombre, o ya tiene los sesos desparramados por la mitad de la calle?»

Conor rodaba por la habitación. Para detenerse fue a recostarse contra la pared, empujándola con fuerza.

—Tengo treinta y tres años —dijo ásperamente—. He esperado hasta ahora, Dan. Estoy enamorado, hombre de Dios. Si tú no sabes lo que es amor, no puedes condenarme por ello, ni puedes eliminarme porque yo lo sepa. ¡Tú no tienes corazón!

Sweeney reprimió bruscamente la marejada que se había levantado en su alma y se puso pálido como la ceniza.

—En eso tienes razón. A los dieciséis años me encerraron.

—Lo siento —se excusó Conor—, no debí pronunciar esas palabras…, lo siento…

—¡A mí no me compadece nadie! —gritó el viejo—. Por si quieres saberlo, Larkin, yo me enamoré también una vez. Pero hace tantísimo tiempo que ya no recuerdo qué figura tenía; y su nombre se ha convertido en una palabra sin sentido… Aileen… Aileen… O'Hara. —Los hombros de Largo Dan se desplomaban—. ¡No creas que no te conozco, muchacho! —gimió—. ¿No sabes que Dan Sweeney fue designado después de Daniel O'Connell y no piensas que también escribió poemas en la cabaña de monte de su padre? ¿No piensas que también lloré sobre la fosa de Parnell y también huí al mar? ¡Y volví a Irlanda a rastras, odiándome a mí mismo por no saber resistirme a regresar!

Conor se cubrió la faz con las manos. Cuando levantó la vista, vio ante sí el rostro del anciano y se estremeció al contemplarse a sí mismo, horriblemente envejecido, en un espejo del tiempo.

—Coge a tu chica y vete de vacaciones —dijo Dan.

—Será mejor que no me dejes ir, Dan. Soy capaz de no volver.

Sweeney refunfuñó con la sabiduría de los ancianos.

—Volverás —dijo—. Los asnos callados como nosotros vuelven siempre. De modo que vete y recréate con esa luna de miel. Cuando te llegue la hora del sufrimiento quizá el recuerdo de esa muchacha ilumine tu celda de la cárcel con una luz más alegre que la que iluminaba la mía.

Conor levantó la mano un momento. Luego la bajó sin decir nada y se encaminó, abatido, hacia la puerta.

—En el futuro —dijo Sweeney, volviendo a ser Sweeney—, no desobedezcas ninguna orden. Somos un ejército pequeñito y desgraciado, pero no te equivoques acerca de nuestra disciplina. Yo no vacilaría en agujerearte la rodillera con una bala, como tampoco vacilarás tú cuando tengas que hacérselo a otro. Ruego a Dios por el éxito de tu misión… y por ti personalmente también. Ahora, ¡largo de aquí!

15

El séquito, compuesto por el conde y la condesa de Foyle, el vizconde de Coleraine, sir Frederick Weed, sus auxiliares directos, unos cuantos criados y varios ayudantes bajaba de una hilera de carruajes en el muelle número tres de Weed Ship & Iron Works, donde aguardaba el tren a vapor para Liverpool.

En el muelle, Derek Crawford, Doxie O'Brien y los jugadores del Boilermakers estaban más o menos en posición de firmes ante varios centenares de obreros reunidos que aprovechaban el descanso para el almuerzo y una banda combinada de cuatro logias de Orange.

Enfrente del equipo y de sus propietarios se extendía una fila de jerarcas municipales y de otra clase, todos orondos y rebosantes, dispuestos a impartir adioses.

Sir Frederick prometió victorias aplastantes. El capitán del equipo, Robin MacLeod, aseguró que salvarían el honor del Ulster. Los dignatarios repartían abrazos. La banda amenizó el acto, y los incondicionales prorrumpían en «Hurras» mientras el equipo subía al tren.

En la cubierta del
ferry
reinaba una atmósfera de excitación y de palmaditas a la espalda, porque quedaba un asomo de esperanza de salvar aquella desastrosa temporada. La súbita y destacada presencia de Conor Larkin, más la adquisición de dos «caballeros jugadores» inyectaban nuevas esperanzas. Los caballeros jugadores eran aficionados sobresalientes que habían prestado meritorios servicios en equipos de colegios y en el nacional. Sir Frederick les había engatusado haciéndoles entrar en el deporte profesional por unos cuantos peniques brillantes y por «el bien del Ulster».

Robin y Conor se apoyaron en la baranda, observando el espectáculo del muelle, que alcanzó su punto culminante con la llegada de la «Red Hand Express», adornada como para transportar a la realeza. Las multitudes vitorearon. Duffy O'Hurley y Calhoun devolvían los honores con aplomo shakesperiano, y Conor subió a bordo de la máquina. Sus ojos no se apartaban ni un momento del ténder.

¿Quién sondearía a Duffy? ¿Dónde y cuándo tendría lugar la entrevista? ¿Cómo reaccionaría Duffy? Lo sabría cuando llegasen a Bradford… Cálmate, faltan tres meses. Cálmate…

—Anoche Shelley nos lo comunicó a Lucy y a mí.

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