Trinidad (81 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

El pequeño
maître d'hôtel
movía la cabeza en signo de aprobación, o consultaba preocupado respecto a cada plato, y luego se inclinaba en una reverencia.

—Gracias, señor; muy bien, señor. La mesa estará preparada dentro de unos momentos, señor.

Shelley MacLeod estaba subyugadora. Trabajaba para un establecimiento de
haute couture
y sabía sacar el mejor partido del hecho. Había emergido del pequeño vestuario de allá en la playa al más puro estilo Cenicienta, con sedas de tonos verdes que se conjugaban estupendamente con su cutis y dejaban el escote y las hendiduras en sus justas proporciones. La presencia de ambos, al entrar, impuso un silencio casi total en el establecimiento. Conor se sorprendió con la mirada fija en su pareja, tal como la había tenido todo el día, y en otras muchas ocasiones, además.

—Te aseguro que estás cultivando el demonio que llevo dentro y me estás depravando, Conor Larkin —dijo ella.

—Te aseguro que no se puede depravar un diamante —replicó él.

A diferencia de otros días, en el de hoy, Shelley se había sumido varias veces en largos e incómodos silencios. En estos momentos estaba francamente nerviosa y quería encender un cigarrillo; pero conservaba las manos en el regazo. Una revivificación de la lumbre de la terraza recortó su perfil sobre un fondo de llamas. Había sido otro día memorable. El delicioso instante en que ella abrió la puerta con gesto decidido, cesto de la merienda en mano y muda de ropas en la maleta que tenía al lado, sonrientes los rostros, suspirando de alivio cada uno de ambos al ver al otro, el alegre viaje en tren hasta la bahía de Helen, la travesía a vela por la picada bahía, el concierto de banda de Bangor y luego la gloriosa escena culminante y el lento y cansado viaje de regreso a Belfast. Días así los habían tenido en gozosa sucesión, y sin embargo, faltaba algo; faltaba terriblemente. Iban estableciendo entre ambos una relación íntima, agradabilísima, sembrada de conversaciones interminables. Dios sabía que ella no quería desviarle de su camino; pero si un costado oscuro había en él, Shelley iba a descubrirlo antes de que aquella relación siguiera adelante.

Conor percibía las inconfundibles radiaciones de la muchacha, y se recluyó en el silencio a su vez. Ambos bebían pequeños sorbitos, hasta que la joven dejó el vaso con gesto decidido.

—Conor —dijo bruscamente.

—¿Qué?

—Entre nosotros hay algo que no encaja bien. Cada día se nota más…

—¿Por ejemplo…?

—Por ejemplo, nos hemos abrazado y besado y revolcado por la hierba. Es evidente que estoy completamente loca por ti. Hemos salido juntos quince veces o más en un mes, y no comprendo ese sutil refregarnos el uno contra el otro, ni tus prolongadas y hambrientas miradas. ¿Cómo no has intentado poseerme, hombre de Dios?

—Lo he intentado, al menos de pensamiento. No sé exactamente qué ha sido lo que me ha retenido. Acaso no quiera ser otro rufián del Shankill.

—Sabes perfectamente bien que hay una gran diferencia —replicó ella.

—Déjame decirte una cosa: eres una mujer imponente. En primer lugar, eres el ser más hermoso que haya visto en mi vida.

—Vamos, Conor, no puedo creerlo… habiendo estado tú en tantos sitios distintos y con todas las cosas que has hecho y con tantas mujeres como habrás poseído…

Conor levantó el vaso hacia el camarero, que lo cogió para llenárselo otra vez.

—No te dejes engañar por mi buena figura —dijo riendo, como para rebajarse un poquitín. Somos una pandilla retrógrada, ya sabes. En mi pueblo hay hombres que no se casaron hasta después de cumplidos los cincuenta años. Algunos no se casaron nunca. Otros no se acostaron nunca con una mujer. Creo que sobre nosotros pesa una colección distinta de prioridades. Yo soy un irlandés raro, en efecto, porque antepongo las mujeres a la bebida. Por lo demás, son bastantes las viejas tradiciones que se me han borrado.

Shelley no tenía necesidad de preguntarle si había estado enamorado alguna vez; sabía que sí, y sabía que los hombres como él, por muy decididos que fuesen exteriormente, se quedaban aturdidos, paralizados en presencia del amor.

«¡Qué extraordinariamente guapo es!», se decía Shelley, mientras él penetraba en aquella parte escondida de la mente en busca de unas arrebañaduras que sacar fuera. Por fin, levantó la cabeza con aire un tanto triste, y explicó:

—Un día, siendo yo todavía un muchacho joven, vi una bella dama. Era condesa, y yo quería odiarla por ser quien era; pero no pude, no podía por más que lo intentara. Yo la veía de vez en cuando, siempre mirando desde el otro lado del seto. Un día nos hicimos amigos. Ella encarnaba la idea secreta que yo tenía de las perfecciones de una mujer. De modo que fuese adonde fuere y fijase la mirada en los ojos de quien la fijare, tenía que establecer la comparación, y nunca admití que nadie pudiera ni parecerse de lejos a mi condesa. Ahora, Shelley, la condesa no puede aspirar ni a parecerse de lejos a ti, y no sé qué hacer con esta pasión que me abrasa, ni sé si podré resistirla siquiera.

—Yo no soy de porcelana, Conor —susurró la muchacha—. Debajo de esta seda hay ni más ni menos que una muchacha de Belfast.

Mientras se estudiaban recíprocamente, Conor Larkin advirtió que, por primera vez en su vida, retrocedía ante una mujer. Agrietadas sus defensas, se hallaba desamparado.

—Te juro por Dios que creo que tengo miedo, Shelley. Si te cojo entre mis brazos, será distinto a todo lo pasado. Me temo que no podremos detenernos en la superficie. Me temo que querré penetrar dentro de ti y devorarte. Y hace tanto tiempo que evito este impulso que no sé si…

—Por lo que a mí se refiere —replicó llanamente Shelley—, no combates con nadie más que contigo mismo.

—Oye, chica —adujo él, súbitamente defensivo—, hay cosas de mí que tú no sabes.

—Tampoco tú sabes otras cosas mías —replicó ella.

Y de pronto puso sus naipes sobre la mesa. En su actitud no había miedo, ni orgullo, ni ganas de incitar. Sus verdes ojos casi despedían llamas cuando se acercó y posó la mano sobre la de Conor—. Me has dicho que navegaste por todo el mundo buscando algo. ¿Buscabas algo vivo, que respirase, o era sólo un juego que se desarrollaba en el interior de tu mente?

Conor movió la cabeza.

—Ya te he dicho que nuestra lista de prioridades no sigue el orden general —contestó con voz alterada—. ¿Creerás que con tanto buscar por el mundo nunca busqué una mujer?

—Búscame a mí, Conor.

—Eso quiero.

—Permíteme que te lo diga clara y sencillamente. He pasado demasiados ratos malos en mi vida. No me había encontrado jamás cara a cara con un hombre como tú, y no pienso dejar que se me escape por hacerme la recatada. Quiero poseer y retener, sólo para ver si en este mundo hay algo distinto, y si de este algo nos toca un pedacito a nosotros.

Conor se llevó la mano de Shelley a los labios y rozó con ellos la yema de los dedos. Ambos se levantaron cuando el
maître
retornó y les hizo una indicación con un leve gesto de la cabeza. Conor deslizó el dolmán sobre los hombros de Shelley y ambos siguieron al
maître
hacia el pabellón de caza, artesonado y dotado de bancos.

El regreso en tren a Belfast fue un auténtico tormento, porque había nacido en ellos un deseo carnal sobre el que Conor ya no tenía poder alguno. Le habían sacado rudamente de su torre de marfil, de aquella elevada y ensalzada posición en la que se consideraba por encima de los juegos que practicaban los débiles y los melosos. Él había sido demasiado fuerte para tales tonterías. Cuando un hombre ha tenido este concepto de sí mismo y se le demuestra rudamente que se equivoca, la impresión que recibe resulta tanto más devastadora.

Conor rodeaba a Shelley con el brazo, y ella se recostaba contra él, soñolienta y mimosa, mientras pasaba dulcemente los dedos por su camisa. Otras muchas mujeres lo habían intentado, pero Conor siempre había sabido ser dueño de sí mismo.

El contacto de la piel de la muchacha le embriagaba y la pasión que leía en sus ojos le inundaba de sensaciones. Cerró los suyos y apoyó la cabeza contra la ventanilla, dejando que las sacudidas del tren se convirtieran en una serie de golpecitos en ella. Exteriormente, parecían inmóviles, agotados por un cansancio dulce; pero a la respiración, cada vez más profunda, de Shelley respondía la alterada respiración de Conor, hasta que el subir y bajar del pecho de ambos adquirió el ritmo propio de los enamorados. Entonces se abrazaron más estrechamente. Conor acariciaba el suave cabello de la muchacha, le pasaba muy suavemente las yemas de los dedos por la garganta, sentía las ondulaciones de sus propias yemas al rozar sus pestañas.

El tren disminuyó la marcha. Conor y Shelley se separaron y se arreglaron las ropas. Conor miró por la ventanilla y recibió el impacto frío de una confusión adversa al pasar lentamente junto a los Talleres de Weed Ship & Iron Works.

—¡Belfast! ¡Belfast! ¡Estación de Queen's Quay! ¡Final de trayecto!

Los cansados excursionistas bajaban de los vagones. El coche de alquiler subía por una Shankill Road dormida en el silencio. Él y ella sentían una extraña agitación en el pecho. El coche se internó por las estrechas callejuelas de casas pegadas unas a otras, en cuyos umbrales se veían todavía algunas parejas rezagadas. Todo lo demás había desaparecido.

Shelley empujó la puerta con mano temblorosa, cogió la del amado y le hizo entrar en el vestíbulo. Conor y Shelley se unieron en un abrazo que fue como una explosión. ¡Llegó el momento! Rápido, furioso, total.

__Conor —logró decir ella—, llévame a alguna parte.

Él estaba ya casi junto a la puerta, llevándola de la mano, cuando una aborrecible realidad se abrió paso a través de la euforia que los embargaba. Era ya muy tarde y sólo habrían podido ir a la habitación de Conor, sembrada de diagramas, planos y papeles del astillero y los talleres de locomotoras.

Conor se dominó y estrechó a Shelley entre sus brazos.

—¡Dios mío! Estuve a punto de olvidarlo. Hay un compañero mío de Dublín alojado en mi habitación. Tendremos que esperar hasta mañana.

—Mañana —repitió ella, jadeando—. ¿Será mañana, de verdad? —Sí, mañana.

Desde que conoció a Shelley, poco a poco, como por piezas, se había ido forjando en el alma de Conor una realidad nueva, que ahora se manifestaba de repente en toda su plenitud. El momento de separarse había sido como un desgarrón en el alma. El recorrido desde Tobergill Road hasta Ardoyne, un calvario. Conor subía a su habitación, atacando los escalones muy despacio. Antes, la soledad nunca le molestó. Todo lo que necesitaba era, al principio, un libro; más tarde, un libro y una botella. La mejor compañía se la proporcionaban sus propios pensamientos. Esta noche la soledad se había convertido en un enemigo. Conor fijó la mirada en la cama. Estaba desierta. Conor ansiaba la compañía de Shelley.

Su castillo se había desplomado instantáneamente, completamente, sin quedar piedra sobre piedra.

Conor había permitido que Shelley se apoderase de sus pensamientos días y días, que le distrajera del trabajo. Ahora ocupaba aquellos escondidos dominios. Conor se quitó la chaqueta, se subió las mangas y quiso abrir el grifo de aquel depósito de fuerza de voluntad y disciplina en otro tiempo inagotable. Extendió, pues, los planos y mapas sobre la mesa e hizo todo lo que pudo por concentrar la atención en ellos.

¿Cómo debía ser el cuerpo de Shelley?

Conor apartó los papeles con mano colérica y se puso a deambular por allí, terminando en la cocinita y quitando el tapón de una botella de
paddy
.

¿Qué sensación daría tocarle los pechos? ¿Cómo reaccionaría si se los besase?

Conor se echó sobre la cama. Al cabo de un momento se revolvía desazonado. La mente le volaba hacia otras camas de otras habitaciones. Se sentía levemente unido por una especie de parentesco con otras mujeres que había tenido tendidas junto a sí y que le habían amado sin que él correspondiese de veras a su amor. ¡Cuántas veces había fingido falsa compasión por las lágrimas que derramaban, deseando al mismo tiempo levantarse ya de la cama e irse a casa! ¿Cuándo empezó lo de ahora? Casi desde el primer día. Si al despertar por la mañana sabía que la vería, era aquél un día de gozoso arrebato.

—¡Tonterías!

Conor saltó de la cama y volvió a la mesa escritorio y con renovada decisión. En su mente apareció de nuevo aquella visión brumosa de la condesa Caroline. Una visión que siempre quedaba confusa, borrosa, porque, en pura verdad, era la princesa del cuento de hadas, la ilusión de lo que él ansió. Conor se había fijado deliberadamente como ideal lo inalcanzable. «Si alguna vez encuentro una mujer así, iré por ella.» He ahí el juego. He ahí el engaño. Como sabía que no la encontraría nunca, estaba a salvo. Pero ahora Shelley MacLeod había arrasado la antigua fortificación y le había convertido en un hombre como los demás, con las mismas malditas debilidades que deploraba en los otros.

Mañana estará desnuda en esa cama. Yo la exploraré, la conoceré, acariciaré con los dedos y los labios todo su cuerpo. La cubriré.

Y por si no bastara estar descontento de sí mismo, la estupidez de este caso empeoraba todavía su situación. Él formaba parte de la Hermandad, pertenecía a la Hermandad. Y Shelley y la Hermandad eran como el agua y el aceite, que jamás se mezclan.

Shelley tendida allí… mirándole… con aquellos ojos…

A veces había pensado en cohabitar con mujeres, por supuesto. Había hecho largas travesías sin escala en ningún puerto. Un idilio era cosa bonita, si lo había en perspectiva; pero, si no lo había, se contentaba con menos. Nunca tuvo una aventura que no pudiera dominar, o de la que no pudiera alejarse sin dedicarle ni un recuerdo siquiera. Jamás había pensado en ninguna mujer concreta, ni había sentido la menor añoranza por ninguna. Y ahora se le ocurría que podía causar un daño terrible a Shelley. Cosa curiosa, nunca se le había ocurrido que lo pudiera causar a las otras. Con despreocupación brutal las había retado a combatir contra aquel ideal, aquel fantasma inasequible que llevaba en el pensamiento.

Shelley, Shelley, ¡qué hermosura! Era demasiado preciosa para hacerle daño…

Conor se sentía turbado por la súbita revelación de sus propias debilidades humanas, destrozado por el conflicto con la Hermandad, enervado al comprender que quizá necesitase la energía de otra persona. Cuando se decía de mentirijillas que aquello podría ocurrirle a él un día, jamás dio verdadera cabida a semejante posibilidad. Pero ahora sus pensamientos giraban de nuevo alrededor de Shelley y del deseo que le inspiraba. A medida que transcurrían las horas de la noche, una cosa se iba perfilando como bien segura: nada le apartaría de la cita que tenía con ella para el día siguiente.

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