—Sede del Gobierno, Departamento del Ulster.
—Póngame con el señor David Kimberley, por favor.
—Kimberley al habla.
—David, soy Shelley.
David paseó una rápida mirada por su oficina, según solía hacer siempre que ella le telefoneaba, como para ver si la puerta estaba cerrada y no había espías que escuchasen. Luego bajó la voz hasta poco más que un susurro.
—Bien, ¿qué hay?
—Esta tarde, antes de que salgas para Dublín, querría verte.
—Será bastante difícil —respondió él.
—Me temo que se trata de una cosa importante —insistió Shelley.
David comprendió que debía ser algo muy urgente, porque Shelley casi nunca se mostraba exigente. Cogió, pues, su agenda y pasó los ojos por ella, fijándose en las entrevistas señaladas para media tarde.
—¿Te parece bien a las cuatro?
—Sí, estupendo.
Eran las nueve de la mañana. Siete horas. Shelley se hizo fuerte para soportar el angustioso paso del tiempo.
En el otro extremo de la línea, David Kimberley había palidecido. Shelley había rechazado cierto número de entrevistas, durante las pasadas semanas. Era casi evidente que había visto a otro. No era la primera vez que ocurría. Siempre había temido que llegara el día en que Shelley le hablaría como acababa de hacerlo hoy. El acento solemne de la voz de la muchacha le había puesto la mente al galope, haciendo girar la piedra del molino de las conjeturas.
Después de sus primeros encuentros con Conor Larkin, Shelley advirtió que su existencia se había trastornado por completo. Conor pertenecía a una especie completamente nueva; no pertenecía al Shankill, ni era un hacendado rural. La verdad es que no encajaba en ninguna categoría salvo en la suya propia. Al principio se sentía confundida cuando la invitaba a un recital de poesía, le atemorizaba la triste perspectiva de soportar dos horas de versos. Pero fue entonces precisamente cuando recibió los primeros rayos de luz que emanaba aquel hombre. Antes de entrar en la sala, pasaban juntos los poemas, y él le explicaba los sentidos recónditos, los matices, los pasajes aparentemente oscuros, los tormentos que sufría el poeta. Entonces, cuando las palabras descendían del atril, aparecía súbitamente un contenido allí donde antes no había nada. Lo demás que Conor le hizo degustar (teatro, conciertos, conferencias) hizo florecer su mente.
Venía luego aquella última parte de las veladas en la que la más desenvuelta relación que hubiera tenido jamás con un hombre los llevaba como sumergidos hasta más allá de la medianoche y hacía que no notaran el paso del tiempo. Shelley sentía un vivo deseo de asimilar los pensamientos de Conor, aunque al mismo tiempo, y con mayor intensidad todavía, la invadía una especie de infantilismo, que se manifestaba en oleadas de pura alegría. La embelesaba verle feliz a él, pues comprendía que la risa no había venido fácilmente, y descubría maneras de hacerle reír. Al mismo tiempo que parecían abrirse el uno al otro rápidamente, la presencia de otra persona o la perspectiva de conocer alguna adquirían nuevo significado. Ambos estiraban los brazos del alma esforzándose desesperadamente por alcanzarse el uno al otro por encima de un inmenso y oscuro espacio vacío.
Y entonces vino aquel domingo, y la noche siguiente, y las noches que sucedieron a la primera. Shelley creía que la unión carnal con él la elevaría a una altura que jamás había escalado antes. No sabía que un hombre pudiera ser tan dulce, cuidadoso y tierno, y, sin embargo, tan imperativo. Conor era el hombre más arrebatado del mundo, aunque siempre con un dominio exquisito, y sabía excitarla con palabras y miradas tanto como con caricias. Era capaz de excitarla hasta sin más que mirar al espacio. Aquello fue, desde el comienzo, un viaje a la luna; un viaje sin regreso.
Shelley MacLeod pertenecía al reducido número de mujeres que se habían librado de la condena que pesaba desde el principio sobre la clase obrera de Belfast, cuyas muchachas sólo podían escoger entre un limitado número de fábricas, si no tenían la buena fortuna de casarse con un hombre que tuviera un empleo fijo. Había unas cuantas maestras de escuela, dependientas, enfermeras, limosneras y cosas por el estilo, pero lo cierto es que los puestos de trabajo no abundaban.
Ella había sido distinta ya de niña. Fue una chiquilla extraña, retraída, retratada con unos ojos grandes y tristes, y se pasaba las horas del día corriendo, imaginariamente, tras la ilusión de que era una dama distinguida que había volado sobre el Shankill.
Al hacerse mayor, se entrenó laboriosamente a hablar sin rastro siquiera del confuso acento de Belfast, a andar bien erguida y sujetarse a un protocolo de buenos modales. La ilusión era para ella el foso de fortaleza contra la frontera de la pobreza siempre suspendida sobre sus cabezas y contra la fealdad impuesta por una madre tiránica que oscurecía todas las vidas que tocaba. El odio, reproduciéndose como bilis venenosa sembrada por predicadores fanáticos, había empapado todas las fibras del ser de su madre, se había extendido por su hogar como una plaga y había afligido al esposo y a los hijos. Mientras iba creciendo, Shelley se apegaba a su hermano Robín como al único amigo íntimo que tenía, y compadecía a su padre, que era impotente para contender con una mujer cada día más loca. Pertenecer a la clase pobre de Belfast había destruido a su madre ya desde los primeros años de la vida.
Cuando Robin se fue al mar, Shelley no pudo resistirlo y huyó a Inglaterra; mintió diciendo tener más de quince años, y logró emplearse como doncella en una casa solariega de Essex. Tal empleo le concedía poca libertad personal, de modo que una vez más hubo de cultivar la ilusión observando el lujo de la vida que la rodeaba y soñando desesperadamente en aquellas galas y abundancias dentro de su habitación, chiquita como un armario. Shelley se sintió más impulsada todavía a recluirse en sí misma cuando descubrió su condición de objeto útil al que se tendría en poca estima por su humilde categoría social. Un par de experiencias extremadamente desagradables (una con un mayordomo jefe y otra con un hijo del dueño) habrían arruinado una voluntad menos firme. El atrincheramiento en sí misma subsiguiente nacía, en parte, de la determinación de romper francamente con el sistema de clases entronizado.
Cuando murió su madre, Morgan fue a pedirle que volviera a Belfast. El hombre se sentía encenagado en la culpa por la vida que le hizo pasar. Shelley regresó a casa. Después de un adecuado período de luto, Morgan empezó a cortejar a Nell MacGuire, solterona, cuarentona y firme puntal de la iglesia que frecuentaba Morgan. Nell estaba envidiablemente colocada como institutriz de los tres hijos de los barones de Ballyfall, lord y lady Temple-Whyte.
Al aceptar las proposiciones matrimoniales de Morgan, Nell encareció a lady Temple-Whyte que probara si Shelley podía sustituirla, y a pesar de que la muchacha no había cumplido aún los veinte años triunfó plenamente, gracias al tiempo y al esfuerzo invertidos en perfeccionarse. Pronto intimó bastante con la dama, y cuando lord Temple-Whyte falleció de un ataque cardíaco, pasó a ser la compañera y confidente de la viuda. A los niños los educó con mano firme y amorosa.
Para volver a casarse, lady Temple-Whyte tenía que regresar a Inglaterra. Aun siendo amiga íntima de la baronesa y los niños, Shelley no admitía la idea de llegar a vieja en el puesto de institutriz. Había ayudado a su benefactora a vencer un período difícil, al mismo tiempo que daba un paso más por el camino de bastarse a sí misma. Había llegado el momento de seguir adelante. Y a pesar de las súplicas de la baronesa, se quedó en Belfast.
Los establecimientos de alta costura de Belfast se podían contar con los dedos de una sola mano… y todavía sobraban dos dedos. Las señoras que podían permitírselo, solían renovar su guardarropa durante la temporada en Londres o en ocasión de un viaje a París. En Belfast había unos pocos establecimientos de lujo para la nobleza campesina y los nuevos ricos de la costa dorada. En el transcurso de los años, lady Temple-Whyte había dejado unos cuantos miles de libras en el salón de Blanche Hemming. Y ésta le devolvía ahora el favor empleando a Shelley.
Shelley MacLeod se adaptó con gran facilidad. Poseía gracia natural, con un vestigio de fanfarronería distinguida y trataba a la clientela con gran delicadeza, sin caer en el servilismo. Nadie habría creído que procedía del Shankill. El rasgo más destacado de su personalidad era la independencia.
A medida que entre Blanche Hemming y ella nacía una sincera amistad, aquélla le enseñaba el discreto arte de hechizar a los caballeros más inclinados a abrir el portamonedas. Los más vulnerables y los que derrochaban más el dinero eran los que se entregaban al deporte de tener querida. Según la moral belfastiana, el oficio de querida era un empleo decente para una mujer. En la casa de alta costura, Shelley disfrutaba de un viaje anual, de compras, a Londres, su bendita independencia; un grupito de amigas entre las que se dedicaban al negocio de la moda y una vida social fuera del Shankill.
Pero pronto volvió a descubrir lo que ya había aprendido como doncella de gente de alcurnia en Inglaterra. Los acomodados andaban a la caza de hembras con no menos vigor y con mucha más astucia que los muchachos del Shankill. Shelley había ahuyentado a los pretendientes que hubieran podido salirle en el barrio, lo cual traía consecuencias buenas, pero también malas. Así no tendría que pasarse las noches de los sábados luchando por librarse de agarrones no deseados, ni la molestaría nadie en ese mundo al servicio de los hombres. No obstante, había por ahí muchachos excelentes, y otros muchos que resultaban atractivos a causa de su misma terrenalidad, aunque ella jamás había sostenido relaciones formales con ellos, porque no podía aceptar la vida en Shankill como meta, a pesar de que su vida del Shankill contenía abundancia de alegría pura, una alegría en la que medraban su padre y su hermano. Para ellos el vecindario era la mismísima personificación de la alegría de vivir.
El mundo de los distinguidos rechazaba a Shelley, excepto como objeto útil. Ni siquiera la intimidad que había tenido con lady Temple-Whyte había ido acompañada nunca de vestigio alguno de igualdad.
En el establecimiento de Madam Blanche se dio cuenta de que era una dama en el limbo, situada entre los extremos opuestos del espectro cultural y social. Para los caballeros parroquianos del salón, ella, Shelley, era una dama a la que se podía proponer determinadas cosas, pero a la que no se había de tomar nunca en serio.
El juego estaba siempre en marcha; continuamente le brindaban largos fines de semana en un pabellón de caza o en una casona solariega (mientras la señora estuviera fuera, de parranda por el continente), o la posibilidad de ocupar uno de aquellos niditos de la ciudad o la costa. En el mejor de los casos, un crucero o unas vacaciones. La mayoría de chicas de su cuna y su situación social consideraban un honor supremo que alguien las eligiera para amantes. Shelley se resistía. Al menos los hombres del Shankill eran sinceros en su lascivia. Además, entre los distinguidos había una colección interminable de pelmas.
Unas cuantas veces y por exceso de soledad, intentó tener una aventura. Siempre fue con individuos atractivos y bastante decentes; pero nunca quiso practicar el deporte de las amantes. Shelley conservaba su independencia, en absoluto; no aceptaba pagos, no presentaba peticiones, no hacía escenas. Se acostaba con un hombre porque le venía en gana, y se aconsejaba a sí misma que aprovechase bien lo mejor que cada uno de aquellos breves encuentros pudiera ofrecerle.
Pero no resultaba. Detrás de cada aventura venía siempre el alba fría, la frustración, un zambullirse más profundamente todavía dentro de sí misma, un quedar más sola. En ocasiones habría querido poseer el cinismo frívolo de Blanche Hemming; pero no sabía fingir.
Su puesto estaba señalado como por una ley matemática, y después de unas breves llamaradas fue recluyéndose más y más en el único lugar donde había conocido el cariño: la casa de su padre, y tenía, además, a su hermano al alcance de la mano.
Un día entraron en el salón los Kimberley. David era un hombre de otra especie, extraordinariamente dulce y abrumador amenté necesitado de compasión. Y ella aceptó la aventura porque estaba cansada del juego y también necesitaba, a su vez, el calor de un afecto. Quebró la tácita ley de no trabar una relación seria con un hombre casado, y David y ella levantaron un santuario donde hallar refugio contra el ajetreo cotidiano y el infierno maldito de la soledad.
Shelley comprendió desde el primer momento que se había colocado en una situación imposible. David era el retoño de una familia de banqueros, debidamente casado y profundamente incrustado en su casta. El matrimonio había vivido sin amor desde el primer día; él y su esposa habían sido dos personas extrañas viviendo bajo el mismo techo, aunque durante diez largos años guardaron las apariencias ante el público.
David seguía la tradición familiar de una temporada de servicios al gobierno en el Castillo de Dublín, como administrador de los asuntos del Ulster, pasando la mitad de su tiempo en Belfast. Su esposa se quedaba casi siempre en Dublín, si es que no estaba en Londres.
Morgan MacLeod jamás habría aceptado el concepto de moral que tenía Shelley. A pesar de lo cual chocaban poco y sin virulencia, porque el padre se daba cuenta de que su hija era tan independiente, siendo mujer, como pudiera serlo él, siendo hombre. Morgan echaba a un lado su propio concepto del bien y del mal; pero sufría pensando que, en el mejor de los casos, su hija sólo viviría la mitad de la vida. Shelley necesitaba el refugio de la casa de su padre, particularmente aquel día que la aventura llegaba a su fin inevitable.
Por otra parte, el matrimonio de Morgan con Nell MacGuire se había convertido en fuerza cimentadora de cómo había de comportarse una familia. Aquella santa mujer recompensaba a los hijos de buena parte de lo que habían sufrido en su infancia. Las dos casas, codo a codo, en Tobergill Road, eran el monumento visible de la gran hazaña de su vida.
Dos casas en las que, actualmente, al rezar sólo se pedía que Shelley se apartase de David Kimberley. En cambio, la misma Shelley consideraba preferible vivir aquellas horas con David que rendirse en cualquier punto del trillado sendero por el que se iba en busca de seguridad y de su compañero el aburrimiento. Shelley quería tener hijos de David, y fue para ella una tragedia descubrir que no podía tenerlos, que era estéril.