—¿Eh, qué? —inquirió Conor.
—Sí, Shelley nos lo dijo. Ya sabes, que se vendría allá después de la gira. Quiero que sepas que nos alegramos por ti. Eh, Conor, te estás portando como si hubiese muerto tu perro favorito.
—Perdona. Me alegra que los dos lo aprobéis. Sólo que… falta muchísimo tiempo todavía.
—Cuídate; pasará rápido.
Cuando la «Red Hand» estuvo a bordo, una locomotora de maniobras arrastró los vagones particulares de sir Frederick. Eran cuatro en total: uno para los amos, otro para el equipo, otro para el personal y el cuarto para los invitados. La ayudante personal de lady Caroline, una alemana con cara de tormenta, dirigía la línea de baúles hacia los diversos camarotes. Jeremy Hubble se introdujo entre Robin y Conor, la banda interpretó
Auld Lang Syne
y la embarcación se divorció de las amarras que la sujetaban a la costa.
—¿Señor Larkin?
Conor se volvió. Una criada le entregó un sobre con un billetito manuscrito.
Querido señor Larkin:
Me gustaría poder contar con la compañía de usted después de comer. Si hace un tiempo aceptable, me reuniré con usted sobre cubierta. De lo contrario, tenga la bondad de venir a nuestro camarote.
Caroline Hubble.
Roger Hubble contemplaba el recorrido anual de los Boilermakers con mirada nada gozosa por cierto, viendo únicamente en dicho viaje un recurso para sosegar a sir Frederick y a Caroline. En lo que a él mismo le concernía, tenía un calendario sobrecargado, multitud de asuntos reclamaban poderosamente todo su tiempo. Roger había ascendido en la vida del Ulster hasta convertirse en una de sus figuras más destacadas y ser la personalidad unionista más poderosa de todo el oeste. Atendía a las obligaciones involucradas en su Escaño de la Cámara de los Lores con la misma fidelidad y devoción con que se entregaba a los asuntos del combinado de empresas Hubble-Weed. Durante tres años sirvió al Castillo de Dublín como consejero especial para el desarrollo del Ulster; auténtica carga adicional, si bien le daba considerables voz y voto sobre el futuro de la provincia.
De no ser por las exigencias de Caroline, haciéndole dedicar algún tiempo a la diversión, Roger se habría convertido en una figura pública y corporativa consumada. Este año su esposa había insistido hasta la intimidación en que se tomase algún descanso, el suficiente al menos para gozar de la temporada londinense.
Roger se ocupaba del interminable trabajo burocrático que le daban las empresas en un pequeño escritorio del barco cuando Caroline vino del camarote vecino en traje de calle y le acarició el cabello. Un cabello que había encanecido bellamente, que le embelesaba. Luego se inclinó sobre la mesa desde detrás de su marido, asegurándose de que la nuca de éste entrase, en contacto con su seno y la nariz percibiese bien las emanaciones de su perfume. Como el mensaje tenía un significado inconfundible, Roger se quitó las gafas, un poquito molesto de que fueran a seducirle en aquel determinado momento. Cuando Caroline reclamaba atenciones, las obtenía. Roger dejó, pues, la pluma y correspondió a la insinuación.
Caroline llenó un vaso de jerez, y habiendo conquistado ya la plena atención de su marido, le frotó la nuca hasta que él se rindió, emitiendo un sonoro gruñido.
—Vas a disfrutar de nuestra estancia en Londres, y hasta presenciarás unos cuantos partidos de rugby.
—No será tan fácil. Durante los tres meses venideros, Freddie no me ayudará nada, nada en absoluto. ¿Sabes qué ha hecho ese hombre? ¿A qué extremos ha llegado? Ha contratado a un fotógrafo personal y a no sé qué periodista, exclusivamente para enviar notas a la prensa. Durante la gira es como un niño.
—Sufre, sufre —dijo ella—, que ya no le cambiarás.
—Por otra parte —continuó Roger—, casi creo que a ti el rugby, esa demencia, te gusta tanto como a él.
—Cuentan las leyendas que cuando Freddie descubrió que su hijo primogénito no era varón sino una hembra se fue a las Mourne Mountains y se pasó un mes entero en ellas, llorando. De modo que yo consideré un deber moral aficionarme al rugby.
Roger se libró del smoking y soltó varios aditamentos de la camisa; luego hundió la cara en la pila del agua, emitiendo unos prolongados «aahss» y se aseó ante el espejo.
—Yo veo que todos los años te largas.
—Estoy colada por aquel interior derecho feúcho y bajito; los pantalones cortos de seda esconden un culito absolutamente hermoso. Le tengo puesto el ojo encima desde muchas semanas.
—Eres terrible, Caroline.
Ella se sentó en la cama, con las piernas cruzadas.
—Lo realmente sexy, real y verdaderamente sexy, es verlos al final del partido, sudorosos y ensangrentados y desgreñados y oliendo a peste.
—Dios Santo, mujer, con los años todavía te vuelves peor.
—Oigo lo que dicen en susurros, Roger. Todavía me tienen por una pollita bien parecida, te lo aseguro.
Roger contestó acariciándole la pierna para arriba, y dándole un beso, que era mitad mordisco, en la espalda. Caroline había triunfado, porque entre ambos saltaban ya las centellitas. Mientras Roger volvía a ocuparse del atuendo y se abrochaba una camisa forrada, ella se mordía el labio, buscando la manera de introducir la cuestión.
—Cariño —aventuró.
Roger había recibido ya la señal de aviso y se sentó a su vera lleno de curiosidad.
—Se trata de Jeremy —dijo Caroline.
—¿Qué hay sobre nuestro hijo monstruo?
—Si Jeremy no acompaña al equipo, Freddie y él quedarán totalmente descorazonados. Jeremy lleva dos años soñando en esta gira.
El humor jocoso de Roger cambió notablemente.
—Roger, no seas mezquino —imploró ella. Luego abandonó, viendo la inmovilidad total de su marido, que no hacía otra cosa que mirar, sencillamente, con aquella mirada fija, furiosa y fea de Roger Hubble—. Bien, di algo, maldita sea.
—Estoy hasta aquí —replicó él, llevándose la mano al nivel de los ojos— de esta conspiración. Gracias a Dios, tenemos un hijo que ha decidido pasar por alto este aspecto de su instrucción.
Caroline reculó.
—Y estoy igualmente encantado, no, rebosante de gozo por completo, de que Jeremy Hubble acabe siendo un alto y peludo y maloliente jugador, en vez de un jefe de oficina. —Roger emitió unos ronquidos desdeñosos, y retornó ante el espejo—. Bastante difícil ha sido aceptar el hecho de que, gracias a su madre, vaya a esa monstruosidad de colegio de Dublín, en vez de matricularse en un instituto apropiado. Raya en la tragedia que tú y él conspiraseis para hacer caso omiso de sus estudios, de modo que hasta el hecho de entrar en el Trinity se haya convertido en una victoria monumental. Cuando empiece los estudios, si los empieza alguna vez, no tengo inconveniente en que juegue al rugby para ese pabellón provinciano de ahí fuera, pero que me cuelguen si se ha de pasar la mitad de su vida adulta derramando sangre por el East Belfast Boilermakers.
El ataque dejó muda a Caroline. La derrota de la mujer dejó mudo al marido, que le dio unas palmaditas en la mano y adoptó un tono completamente serio.
—Tenemos un problema con Jeremy. No voy a compararlo con Christopher. No, no haré tal. Ni apelaré a ti basándome en que espero que los muchachos entren en el negocio. Lo que me inquieta es la mentalidad de Jeremy, su actitud sentimental, su manera cerrada, de ostra, de ver el mundo como un campo de deporte. Le aguardan responsabilidades tremendas, y tiene que hacerles frente.
—Es un muchacho dulce, es delicioso y tiene el diablo metido en el cuerpo —adujo Caroline—. Por otra parte, yo sé de un hombre eternamente resentido de que su padre le echase encima todas las responsabilidades antes de estar preparado.
Roger soltó el cepillo para el cabello al oír estas palabras.
—No es lo mismo, ni mucho menos. Yo no soy Arthur, ni Jeremy es Roger. Mi padre lo hizo para poder entregarse de lleno a la buena vida. No creo que puedas decir lo mismo de mí.
—No quería sacar a discusión nada desagradable, pero el muchacho tiene diecinueve años y le queda toda una vida para servir a Dios, la Patria, el Ulster y las empresas. Déjale suelto. Si le reprimimos a estas alturas, nos exponemos a pagarlo caro después, con un hijo aturdido y acaso hostil. Unos pocos años más o menos no van a significar tanto.
Roger levantó los brazos al cielo.
—Sí, señora, completamente de acuerdo. Tenga la bondad de tomar nota de mi pedido de diez…, no, no, hagamos la docena completa, doce locomotoras «Red Hand Express». No había topado nunca con una vendedora de tu calibre.
—Roger, dile que puede hacer la gira.
—No, díselo tú. Es un regalo tuyo, y de Freddie. Quedará al cuidado de Freddie, totalmente.
La campana de la victoria tenía un sonido hueco. Caroline descruzó las piernas y saltó de la cama.
—¿Te acuerdas de un individuo llamado Conor Larkin?
—Sí, perfectamente.
—Ahora está en el club.
—Lo sé.
—Jeremy le adora. Larkin es un hombre bueno y sensible. Doce semanas bajo sus alas pueden ser lo mejor del mundo para el muchacho. Larkin puede abrirle a Jeremy todo un universo de cosas.
—¿Me estás diciendo que ese tal Larkin está más capacitado para hacerse cargo de nuestro hijo que tu propio padre?
—Estoy diciendo que cuando se presenta un problema como éste, la mejor influencia quizá la ejerza una fuerza exterior. En este momento de su vida, Jeremy se dejará gobernar por un hermano mayor.
He ahí, pues, el caso; así quedaba expuesta toda la conspiración, pensó Roger. Y se fue al camarote contiguo, que servía de saloncito. Caroline le dejó en paz para que sacara la conclusión de sus meditaciones.
La primera vez que vio en la mesa de Freddie los dibujos de las puertas que regalaba para el Ayuntamiento de Belfast, el regreso de Larkin le alarmó. Ese hombre y Kevin O'Garvey habían sido como uña y carne. O'Garvey se volvió atrás del pacto hecho, para obligarles a reconstruir la fragua de Larkin.
Desde el incendio de la fábrica de camisas, Roger no vivía tranquilo. Todo lo que tuviera siquiera una lejanísima relación con aquel desastre despertaba sus sospechas. Hubo un periodista que se pasó más de un año tratando de indagar, con el propósito de desautorizar el informe de la comisión. Las versiones que habían circulado luego sobre las condiciones del edificio les pusieron en un aprieto. Por fortuna, Frank Carney nunca contradijo el testimonio prestado de que había escuchado la confesión del incendiario. Carney había sido su mejor sostén.
Roger comunicó sus temores a Freddie por el retorno de Larkin, y sólo entonces se enteró de que Caroline y Jeremy habían intercedido en favor del herrero. Los agentes de Swan vigilaron estrechamente a Larkin durante dos meses, y no descubrieron nada que hiciera concebir sospechas. Libros, conciertos, tabernas y luego una mujer, la hermana del capitán del equipo. Larkin quedó libre de sospechas.
Bueno, muy bien, y ahora ¿qué? Roger sabía que si reaccionaba violentamente contra la petición de Caroline, el tiro podía salirle por la culata. La primera reacción de Caroline consistiría en deducir que su marido tenía celos, elemento que hasta ahora nunca se había interpuesto entre ellos. Por otra parte, una ofensiva contra Larkin les ponía en riesgo de revolver los recuerdos y pensamientos de éste con respecto al incendio y a O'Garvey. Convenía muchísimo mas aparentar que el herrero irlandés no despertaba en ellos ningún recelo.
¿Y lo demás?
¿Cuántas veces en su vida no anheló él mismo poder comunicarse íntimamente con la alimaña débil que tuvo por padre? ¿No fue esto en realidad lo que le hizo lanzarse, solo y sin ayuda de nadie, a la conquista del Ulster occidental? ¿Y Caroline…? Caroline, que era su mejor amigo, su hermano mayor, y su amante, además de ser su mujer. Caroline había librado una dura batalla contra el sistema inglés, que se sacude las responsabilidades mediante el frío, impersonal recurso de exiliar a los hijos internándolos en colegios, o alistándolos en el ejército, o al servicio del Gobierno. Así lo había hecho su padre con él. Christopher lo quería de este modo por propia voluntad. Y estaba muy bien que así fuera. Pero Jeremy se rebelaba.
Roger se detuvo en el umbral.
—Tienes mucho interés en conseguir lo que me pides, ¿verdad? —preguntó.
—Yo creo que es lo más conveniente, te lo juro.
—¿Sabe Larkin que desearíamos que velara por Jeremy, y lo acepta?
—No lo sabe.
—Quizá fuese mejor que le hablases tú, en vez de hacerlo yo —dijo Roger.
—Sí, es posible —convino ella.
La travesía, inmejorablemente tranquila aquella noche, dio lugar a una camaradería artificiosa. Los toscos muchachos del club se portaron lo mejor que sabían, como auténticos caballeros, en la mesa comunal. Los jugadores aficionados recién adquiridos y los titulares antiguos hicieron cuanto pudieron para mostrarse personas normales y corrientes. Pero con ese trastornar el orden social establecido, casi todo el mundo se sentía incómodo.
Sin embargo, había excepciones notables, que Roger iba observando atentamente esta noche. Su suegro se encontraba perfectamente a sus anchas. No era la primera vez que cenaba en compañía de rompe-cráneos. Su esposa, que había servido en desvanes con artistas amantes del vino, nunca perdió su gracia para lo vulgar. Su hijo Jeremy se hallaba en la gloria disfrutando de la amistad de aquellos hombres duros, musculosos… Y Conor Larkin, que parecía libre de todo sello de clase. Larkin se hallaría en su ambiente en todas partes, pensaba Roger. La alianza familiar por el poder había triunfado.
En cuanto a él, lord Roger, se sentía tan incómodo como si le hubieran sorprendido en pecado mortal, y lo mismo podría decirse de los jugadores, que se sentían igualmente turbados por la compañía del noble señor.
El embarazo nacido de aquella impuesta solidaridad se dulcificó un tanto cuando abrieron el bar. Roger se retiró prestamente a sus cuarteles. Al cabo de unos segundos, sir Frederick y sus caballeros jugadores estaban completamente absortos en una sesión de gran estrategia con Derek Crawford y Robin MacLeod. Jeremy corría por entre los jugadores, haciendo amistades. El capitán «de fuera del campo» del equipo, Duffy O'Hurley, organizó un festival de canto, mientras su fogonero, Calhoun Hanly, daba rítmicas palmadas a una mesa de un rincón. Doxie O'Brien tocaba el piano en la medida que se lo permitían los rotos nudillos, y detrás vino una estela de canciones neutrales, ni orangistas ni republicanas, en un alarde de hermandad limpia de sectarismos.