El piso de Stranmillis Gardens guardaba casi cinco años de recuerdos; allí cada uno de ambos había gozado de lo mejor que el otro podía proporcionarle, dadas las circunstancias. Allí habían encontrado veladas cálidas, noches de ternura, alivio de los sufrimientos exteriores. Sin embargo, ahora todo aquello parecía sombrío y estéril.
Sentado, los brazos caídos sobre el regazo y la cabeza inclinada, como un sentenciado, David Kimberley estaba más pálido, más desamparado, más hermoso que nunca. De sus labios había brotado un largo, semimurmurado soliloquio de remordimiento, un chaparrón de culpa, un canto épico de confusión, de condenas contra sí mismo y de autocompasión. Decía, llorando, que la había tratado pésimamente mal, que había malgastado la juventud de aquella muchacha; la había tenido trabajando de dependienta, y él había sido tan cobarde que no había sabido plantar cara a su familia y a su esposa.
Shelley le escuchaba como le había escuchado siempre, con paciencia infinita. Luego se sentó a sus pies, apoyó la cabeza en su regazo y le besó las manos. Cuando David hubo vaciado todo lo que tenía dentro y se hubo quedado sin palabras, se levantó y adoptó la postura decidida y resuelta tan propia de su carácter.
—No ha sido como tú dices, ni mucho menos. Nadie me obligó, y no tengo el menor remordimiento. Siempre que estuve contigo, fue porque así lo quería y deseaba.
—¿Comprendes? Ahí está el mal —se lamentó David—. Has sido demasiado honrada. Nunca exigiste nada. Yo quizá hubiera sido más capaz de enfrentarme con mi familia, si tú te hubieses mostrado exigente.
—David, David. Ambos necesitábamos un puerto seguro. Y lo hemos tenido. Ahora yo quiero zarpar fuera de ese puerto.
Una profunda desesperación se cebaba en él mientras buscaba algo adonde agarrarse.
—¿Me amas?
—Todo lo que he conocido y sentido como mujer ha sido contigo, aquí, en esta habitación. Pero hemos tenido nuestra oportunidad y se ha pasado ya. Lo que necesitaba ya no lo necesito. Debes decirme que hago bien marchándome; que quieres que me vaya.
—¿Me has amado alguna vez?
—David, no me lo preguntes.
—Pues, te lo pregunto. ¿Qué he sido para ti, en verdad, aparte de una especie de amortiguador?
—Lo único que hemos compartido —contestó Shelley— ha sido una habitación, una cama y unos cortos ratos. No hemos recibido nunca juntos la luz del sol, el viento, ni las gotas de lluvia. Cuando estuvimos juntos, fue siempre una cosa tan pasajera que nunca tuvimos tiempo de ser nosotros mismos. El amor no puede madurar en una sola habitación. Ha de nacer de compartirlo todo: alegrías, anhelos, caídas… todo. Ese es el único camino que lleva al amor.
El hombre temblaba de pies a cabeza, asustado por el enfoque frío y racional que ella adoptaba.
—¿Qué ha ocurrido?
—Una noche —contestó Shelley con una leve sonrisa— me sorprendí riendo. Me reía, y me reía, hasta que se me saltaron las lágrimas y sentí dolor en el costado. Nunca me había ocurrido una cosa parecida. La mañana siguiente me desperté con una sensación extraña. Fui al salón, hablé con Blanche, le expliqué al detalle aquellas sensaciones peculiares que me invadían y le pregunté qué me pasaba. Ella me contestó: «Dios mío, Shelley, sencillamente, que eres feliz; no hay otra cosa.»
Por fin, David Kimberley tenía plena conciencia de su derrota. ¡Era cierto. Señor! En realidad, él nunca la había hecho feliz. Le había dado placer de vez en cuando; pero lo que realmente habían compartido había sido huir del mutuo desencanto. En su comercio habían encontrado cierta desesperación carnal, pero nunca felicidad.
—Es raro —decía Shelley— sentirte feliz por primera vez en tu vida y no saber siquiera qué es…
—Ese…, ese sujeto… ¿Estás enamorada de él?
—Quiero estarlo. Puede que estemos enamorados, o que no lo estemos. Lo que sé es que debo intentarlo. No puedo dejar pasar por mi lado, indiferente, esta ocasión.
—Esperaré. Haz la prueba. Yo esperaré —dijo el hombre.
—No, David. Tengo que poner fin a una cosa, antes de empezar otra. Lo contrario sería indigno de todos nosotros —replicó la muchacha con firmeza.
—¿Está enterado de mí?
—Sí.
—Comprendo. ¿Te ha poseído? —chasqueó insegura su voz.
Shelley no respondió.
—Pregunto si te ha poseído.
—No tiene sentido que te atormentes así.
—¡Quiero saberlo!
—Está bien, hemos dormido juntos.
David le dio un bofetón. Shelley aceptó el cachete, sin reaccionar de otro modo que compadeciéndole. Él se puso a sollozar, cayó de rodillas y le abrazó las piernas.
—No quise hacerlo. Lo siento. Por favor, perdóname.
—Sé que ha de ser horrible para ti —dijo ella.
Cien oleadas de desesperación murieron en el vacío. Ni estallidos, ni súplicas, ni promesas servirían de nada. Había llegado el momento. Hasta quizá fuese un alivio, porque así terminaría el pecado. Ella había sido extremadamente honrada en todo, le había dado muchísimo. David se suplicó a sí mismo portarse como un hombre, se puso en pie, sacudió los brazos y luego se volvió hacia ella.
—Deseo que tu dicha perdure y aumente. Dios sabe que la mereces —dijo con voz ronca.
—Y yo deseo que tú también encuentres algo de felicidad.
David movió la cabeza.
—Me temo que no poseo tu coraje para romper ni para saltar de una vez. Bien, sea como fuere, entre otras cosas hermosas que te debo, siempre me has ahorrado las escenas desagradables. Lamento de veras no haber sabido ahorrarte una. Gracias por todo. Lo digo de veras. Ven a verme como a un amigo si alguna vez me necesitas.
Shelley le rozó la mejilla con los labios.
—Lamento esta pena que te causo, y lloraré por ti.
Conor examinó el trabajo del barbero, al espejo, pagó, dirigió unos elogios al servidor y luego subió al vestíbulo del hotel.
Shelley entraba, cortado el aliento, y miró a su alrededor con un asomo de desesperación al no ver en seguida a Conor. Pero a los pocos segundos se divisaron desde los extremos opuestos de la vasta estancia y se reunieron… felices.
Conor y Shelley contaban los pasos al unísono mientras subían cañada arriba hacia un reverberante bosquecillo de avellanos a unos trescientos metros sobre la bahía. Siguieron por el flanco de Cave Hill, acortando el paso para recobrar el aliento, después de la ascensión, y buscaron un lugar recoleto, apartado de los frecuentados por los demás paseantes venidos de Belfast y sus movidos y vocingleros hijos. Abajo se veía confusamente la ciudad; aunque era domingo, el humo y la calígine de toda la semana seguían cerniéndose sobre la población.
Conor estaba pensativo. Tenía el ojo derecho como un desordenado arco iris de feos colores y casi completamente cerrado a consecuencia del partido del día anterior. Había sacado todas sus energías y todo su saber para demostrar que no se habían equivocado al incluirle en el equipo, y gracias a su esfuerzo precisamente los Boilermakers habían cosechado la primera victoria de la temporada.
Shelley pasaba el índice sobre los aporreados párpados, tratando de sanarlos con un pase mágico. Para la familia MacLeod, el partido del domingo había sido siempre un gran acontecimiento. Sin embargo, Shelley sólo iba de vez en cuando, por atención a su hermano; por lo demás, consideraba el rugby un deporte duro y sucio. Y jamás la había afectado de veras, hasta que vio a Conor derrumbarse sobre el suelo y quedar terriblemente quieto.
Entonces abandonó su asiento, se escondió detrás de las tribunas y se puso a llorar, dominada por una oleada de miedo que la había invadido inopinadamente y que no pudo resistir. Hasta aquel momento, la gira por los Midlands significaba poco para ella, excepto por la simpatía que tenía a Matthew y Lucy. En cambio, ahora se iluminaba en su mente la plena conciencia de que Conor estaría fuera doce semanas seguidas, terribles.
Shelley estaba tendida, adorable, sobre la hierba; su rojo cabello flotaba por entre hojas de un verde intenso y el cutis adquiría, bajo los rayos del sol, una blancura casi translúcida. Conor se incorporó sobre un codo y la besó en la mejilla, y en la frente, y en la punta de la nariz y en los ojos.
—¿No le he dicho nunca lo contento que estoy de haberla conocida, dama mía?
—Oh, no, nunca —respondió ella.
—Pues, deje que se lo cuente. Toda la vida anduve a través de multitud de multitudes. He visto los rostros de las mujeres en el templo y he oído salmodiar al distraído sacerdote. He visto a los hombres bajando de los campos y caer de rodillas como fulminados por el Angelus. He visto las duras ciudades. Y todo este tiempo hundía yo la mirada en ojos estériles para penetrar en estériles corazones. Luego, un día miré, y fue distinto, a todas las otras veces, y me dije que hubiera tenido que ser el loco más loco del mundo si, viendo que me había sucedido algo extraordinario, no obraba en consecuencia.
Los ojos de Shelley se humedecieron de lágrimas.
—¡Vaya, qué suerte —murmuró—, he hallado un poeta! En verdad que sois gente con un don especial para las palabras.
—Sí, somos gente sagaz, lista, porque todo lo que hemos tenido son palabras, y nada más. Pero mis palabras no son sino tus propios pensamientos que vuelven hacia ti. Tú me haces decir cosas que ya no me importa esconder, y no temo escuchar mi propia voz pronunciándolas.
Shelley rodó alejándose de él, se sentó, se sacudió la hierba del cabello y el vestido, luego apoyó la mejilla en las rodillas de Conor y se puso a canturrear en voz baja.
—
Polvorientas campanillas azules
—dijo Conor.
—Sí. Me las cantaba a mí misma, cuando era niña, saltando a la comba, o sin hacer otra cosa. Era muy soñadora —dijo ella.
—¿Qué piensa de nosotros tu familia? ¿Piensan que has saltado fuera de la sartén para caer en las brasas?
—No lo creo. Ven lo feliz que soy. Y yo pienso que mientras ellos sepan que lo soy, todo lo demás se irá resolviendo por sí mismo. En el fondo de todo, detrás de su fachada de santurronería, esconden un gran tesoro de amor. Por otra parte, Conor, lo que ellos pensaran o dejaran de pensar importaría muy poco.
—Tú lo dices así, pero no es cierto. Los MacLeod estáis dispuestos a combatir unos por otros de un modo que tú misma no adviertes. La vida de cada uno de vosotros arraiga profundamente en las vidas de los demás.
Una ola de calor se extendió por la muchacha al aparecer el sol desde detrás de una nube. Shelley volvió a tenderse en la hierba y se estiró, manifestando su contento con unos gemidos mimosos.
—Dime cosas verdes, Conor. Me pongo loca cuando me murmuras obscenidades al oído.
Conor se puso a reír, se rascó la cabeza y la miró. —Bueno, déjame decirte sin rodeos que para ser protestante trabajas bastante bien en la cama.
—Adelante, muchacho. Me han dicho que las chicas católicas tienen vidrio triturado entre las piernas.
—No te engaño sobre este punto, zagala. Por esos prados hay un montón de yeguas católicas salvajes y en celo que no han oído ni una palabra de lo que les decía el cura. Además, no era con ellas con quienes quería compararte. Más bien pensaba en algunas chicas que conocí durante mis tiempos de marinero.
—¿Por ejemplo? —insistió ella vivamente.
—Pues, por ejemplo, las de Bali.
—¿Y qué condenada gran cualidad les encontrabas?
—Pues, en primer lugar, su hospitalidad. Y su actitud. Y el vestido; o la falta de vestido. Y el cutis moreno. Tienen un cutis con un tacto de satén que no se encuentra en ninguna otra parte, fuera de aquellas islas. Además, las han criado para el servicio del hombre, que es como debe ser. Desde la infancia, han cultivado una sensualidad, una delicadeza, un estilo, una manera de acariciar que la mujer occidental ignora por completo. Ah, te aseguro que sólo pensarlo me arrebata. ¡Aquello es fantástico! Verdaderamente fantástico. Y sin timideces, ya sabes. Cuando se está con dos o más, especialmente si son hermanas…
Shelley saltó sobre Conor, le tumbó de espaldas y le hizo cosquillas en todos los puntos vulnerables.
—Vamos, vamos, déjame —suplicaba él—, eres demasiado fuerte para mí.
Shelley suspiró y agitó el cabello. —¿Sabes qué es lo mejor de todo?
—No sabría imaginarlo.
—Cuando empezamos. Aquellas ocasiones en que te acercas y me haces rodar y me pones boca abajo y recorres todo mi cuerpo con aquellos jueguecitos sutiles. Tienes un tacto tan delicado que me enloquece, y sabes pasar de la suavidad a la firmeza y a la suavidad de nuevo y encontrar hasta los menores puntos y rinconcitos a la perfección.
—Yo no hago más que seguir los mensajes que tú me envías. Eres tú quien me dice qué tengo que hacer.
—¿De veras? —preguntó ella, muy en serio.
—No lo dudes; es un hecho cierto.
—¿No es un milagro? Oh, mírame, hombre, me estoy volviendo una salvaje. Cuando voy por la calle, me digo: «Soy una mujer desenfrenada», y cuando los muchachos me miran, pienso: «Chico, si supieras lo desenfrenada que soy, perderías la cabeza.» ¿Sabes? (y me sonrojo al decirlo), me paso el día entero pensando en lo que haré contigo por la noche. ¡Me entusiasma hacer lo que hacemos!
—Eres totalmente repulsiva.
—Ya lo sé. ¿Y no es maravilloso que lo sea? ¿Crees que llegará el momento en que ya no será mejor cada vez?
—Al menos durante unos días, no.
—Amigo mío, antes de conocerte a ti, el juego ése me parecía una sosería. En cambio, ahora he pensado a menudo que soy la mejor amante del mundo. ¿Cómo pude sobrevivir antes? ¿Sabes de qué cosa se puede decir que es una lástima?
—No tengo la menor idea.
—Que nunca sabrás qué significa ser amada por ti. Es una pena, una verdadera pena. Tú nunca sabrás qué siento yo cuando derramas esa potencia tuya dentro de mí.
Los dos amantes juntaron las mejillas.
—He mentido —susurró él—. Eres mejor que todas las muchachas de Bali.
—¡Oh, amigo mío! ¿Dónde aprendiste a gozar del amor?
Conor la miraba a los ojos.
—Una cosa es gozar del amor con alguien, y otra cosa es gozar del amor con Shelley. Son dos cosas completamente distintas. He aprendido de ti.
Se cogieron de las manos… y de una manera repentina, Conor pareció ausente, lejano. Había vuelto la angustia. Volvía siempre. Estaba siempre presente, cuando hacían el amor, cuando jugaba al rugby, en la fragua… Estaba siempre al acecho. Más pronto o más tarde habría de contarle a Shelley el significado que se escondía detrás de los años pasados en el mar. Más pronto o más tarde tendría que salir a la luz su peregrinaje en busca de la Hermandad. De momento, necesitaba desesperadamente gozar hasta el máximo de su amor y su compañía y dejar en un rincón todo lo demás. Era demasiado el embeleso para detener de pronto aquel carrusel de dicha; pero el imperativo insoslayable seguía apuntando siempre hacia Dan Sweeney el Largo y hacia unos vagones ténder y aquellas armas.