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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (80 page)

Cuando no estaba de viaje con el tren particular de sir Frederick, se plantaba en los talleres, en la sección de construcción de locomotoras concretamente, como un padre que espera el nacimiento del hijo, vigilando la marcha del modelo que estaban preparando. Como sería el responsable final y máximo del funcionamiento de la máquina, vigilaba su alumbrado, supervisando hasta el último detalle.

Cuando no se iba a los talleres de locomotoras, se hallaba en el estadio de los Boilermakers, porque indudablemente si no hubiese sido el mejor maquinista de Irlanda, habría sido su mejor jugador de rugby. Hombre fuerte y arisco, con un nervio sin límites, los jugadores le aceptaban como uno más de ellos y era la única persona que tenía acceso a su salón. Su puesto y el estar en íntimo contacto con el equipo le daban categoría de héroe en todos los bares que se dignara honrar con su presencia.

Conor y Duffy O'Hurley no tuvieron la menor dificultad en hacerse amigos al poco tiempo de tratarse. La fragua de Larkin se hallaba a poca distancia de la sección de locomotoras y atraía la curiosidad de Duffy. Larkin era un hombre de categoría, como él mismo, era un artesano, lo mismo que él era un artista en la conducción de locomotoras; ambos eran católicos romanos (y a ratos uno se sentía solo en el recinto) y ambos eran miembros del Boilermakers, por así decirlo.

Conor adivinó inmediatamente en O'Hurley a un aliado potencial y retornó las visitas, con lo cual le mostraron el funcionamiento interior de la locomotora «Red Hand». A Duffy le gustaba muchísimo explicárselo todo, todo en absoluto, hasta los menores detalles. Conor puso buen cuidado en mantener la amistad a un nivel libre de compromisos y no quiso sondear cuáles fuesen las simpatías, las costumbres o el pasado de aquel hombre.

Lo que empezó a captar su interés no fue la locomotora en sí, sino el ténder del agua y el carbón y los movimientos que hiciera el tren durante el año.

Determinado día, después del entrenamiento, Duffy se encontraba en su puesto habitual, junto al bar del salón de los jugadores, bullendo de excitación porque dentro de una semana probaría la locomotora nueva.

—¿Y qué es de la locomotora una vez realizada la gira? —inquirió Conor.

—Continúa al servicio particular de sir Frederick durante un año, hasta que sale el modelo siguiente.

—¿Viaja mucho?

—Oh, no demasiado para un hombre sin esposa. Generalmente hasta Derry y regreso. Un par de salidas hacia el pabellón de verano que tienen en Kinsale, ir a Dublín y volver, y a Inglaterra unas cuatro veces al año. Pero siempre, lo mejor de lo mejor.

—Sí, claro, eso está muy bien. ¿Y qué hacéis con la máquina vieja después de haber puesto la nueva en servicio?

—¿Podrías creer que hay una lista de más de una milla de longitud de gente que quiere comprarla? Todo gallo de corral de maharajá y todo dueño de minas de oro en África del Sur quiere esa locomotora particular, aunque ya la haya utilizado otro. Tenemos en la lista de pretendientes a cuatro generales sudamericanos. ¿Acaso piensas comprarla, Conor?

—Acaso —respondió en voz baja el herrero.

La puerta trasera de acceso al Ulster acababa de abrirse una rendijita.

9

Markets, un pequeño enclave católico, se hallaba junto al río Lagan como una cuña entre los talleres del gas y un conglomerado de almacenes y factorías. Consistía en una extensión de viviendas del siglo XVIII en verdadero estado de ruina, no ya de mero abandono. Unos mucilaginosos guijarros ostentaban un recubrimiento de suciedad que nadie cuidaba de lavar. Conor pisaba con tanto cuidado que no habría aplastado un huevo aunque lo hubiera tenido bajo los pies. Así llegó a la entrada de un patio en fondo de saco. El rótulo de la calle estaba ilegible desde hacía mucho tiempo. Cuatro chiquillas que saltaban a la cuerda le cerraron el paso.

Van y vienen las polvorientas campanillas azules,

Van y vienen las polvorientas campanillas azules,

Van y vienen las polvorientas campanillas azules,

Yo seré vuestro dueño.

Seguidme hasta Londonderry

Seguidme hasta Cork y Kerry

Con paso alado seguid

Pues yo seré vuestro dueño.

Tiper-iper-rip en el hombro izquierdo,

Tiper-iper-rip en el hombro izquierdo,

Tiper-iper-rip en el hombro izquierdo,

Seré vuestro dueño.

—Buenos días, preciosas —dijo Conor cuando la cuerda dejó de rodar—. Estoy buscando el callejón de Cyril.

—Es éste de aquí, señor.

—¿Sabríais acaso dónde vive Mick McGrath?

Las niñas se quedaron repentinamente calladas, reflejo condicionado de la costumbre de huir constantemente de los cobradores de recibos. Conor sonrió.

—No os alarméis, no soy un recaudador. Soy un antiguo amigo suyo de Derry.

Las niñas se miraron, a punto de echar a correr, pero de pronto, la menor de todas cogió a Conor de la mano, lo acompañó hasta el extremo del patio, y señaló con el dedo. Después huyó.

Al pasear la mirada a su alrededor, Conor reprimió un suspiro. El inmenso depósito de reserva de los talleres del gas colgaba inmediatamente encima del patio, cerrando totalmente el paso a los rayos del sol. El ruido de unos movimientos precipitados respondió a su llamada. Volvió a llamar con más fuerza. Por el rabillo del ojo advirtió que le estaban espiando por un agujero de una corrida cortina de persiana. Entonces pegó con toda la fuerza.

—Abrid, ¡soy un amigo!

Dentro, un llanto de niño traicionó la simulación de no haber nadie. Conor repitió los golpes, y la puerta se abrió un poquitín. Mick McGrath parpadeaba ante aquel asalto de luz del día. Se había degradado tanto que no parecía el mismo.

—¿Quién es? —preguntó con voz ronca.

—Conor Larkin, de Derry.

La puerta osó abrirse unos milímetros más, dejando al descubierto la ruina de Mick McGrath. Una memoria renuente dio a la cara la expresión de recordar algo.

—¡Vaya, Dios me bendiga! —exclamó Mick—. ¿De modo que eres tú?

Conor empujó la puerta para abrirla de par en par y recibió el impacto de un desagradable olor a moho y un hedor compuesto de toda clase de emanaciones humanas.

—Eh, lamento no haber contestado antes —decía Mick—. Los cobradores la han tomado conmigo desde hace algún tiempo. No tienen corazón; sólo les importa cobrar los malditos alquileres.

Conor penetró en la habitación. En el desconchado tono gris reinante distinguió a una anciana meciéndose y musitando algo para sí misma. Evidentemente, no estaba en sus cabales.

Una mujer flaca, con unos ojos duros como piedras, estaba sentada de través sobre un catre, apoyada la espalda contra la pared.

—Mi esposa Elva; hace unos días que se encuentra mal.

El bebé se puso a llorar a gritos. La mujer lo cogió con movimientos de autómata y le puso un flaccido pecho en los labios. Poco después tosía y volvía a toser repetidamente a causa de la succión del niño, hasta que se dio por vencida y, apartando al bebé del pecho, escupió y llevó la mano hacia la botella de
poteen
. El rorro se puso a llorar de nuevo.

—Te… tengo la cabeza destrozada esta mañana… esa condenada herida se me abre —dijo Mick.

Conor retrocedió hacia la puerta.

—Arréglate y recóbrate —dijo—. Te espero en la taberna de la esquina de la calle Little May.

Mientras cerraba la puerta tras de sí, las cuatro niñas que antes cantaban
Polvorientas campanillas azules
estaban allí, inmóviles, boquiabiertas. Conor percibía por todo alrededor del patio el fulgor de unos ojos escondidos.

—Hala, a lo vuestro —les dijo, alejándose prestamente.

Conor estaba entregado por entero a la tarea de despachar copitas de
paddy
puro, empujándolas con vasos de cerveza Guinness cuando por fin llegó Mick y se acomodó a su vera. Conor le pasó la botella sin levantar la vista. Mick se echó una pareja al coleto sin pensarlo dos veces, temblándole las manos hasta derramar parte del licor de tanta ansiedad por beberlo.

—¿Cómo me has encontrado?

—¡Qué sé yo! Preguntas, y vuelves a preguntar.

—¿Cómo no te has cuidado de tus cochinos asuntos y no me has dejado en paz?

—Dispensa —respondió Conor, bajando del taburete—. Aquí queda la botella, a tu disposición.

Mick le cogió por el brazo.

—No te vayas.

Permanecieron sentados, sin decir palabra hasta haber vaciado la mitad de la botella. En este punto, Mick dijo:

—Pasé al equipo de los juveniles, muy cierto. Iba por buen camino, Conor, iba por muy buen camino. Me estaban observando con toda atención, te lo aseguro, para pasarme al club grande. Nunca tuve mejores perspectivas. Ganaba más de una libra en la herrería de la empresa; el dinero me cantaba en los bolsillos y estaba en marcha hacia el primer equipo. Ah, basura, ¿de qué me sirve?

El peso de la mano de Conor le hacía sentir un calorcillo en el hombro, y el recuerdo esplendoroso de los tiempos en que ambos jugaban en el Bogsiders llenaba su mente. Mick apartó los ojos del espejo de detrás del mostrador para no verse a sí mismo.

—Me hospedaba en casa de Elva y su anciana madre, ya viuda. Es la abuela que has visto allá. Ocurrió en el cuarto partido, o quizá en el quinto. No lo recuerdo. Sólo… sólo recuerdo que Doxie O'Brien vigilaba todos mis pasos, porque se disponían a pasarme al otro equipo.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Conor.

—Me rompí la rodilla. El chasquido se oyó por todo el estadio. Yo sentía un dolor tan terrible que lloraba y gritaba como un niño, camino del hospital. Me cortaron y volvieron a cortar de lo lindo. Tendido allá, noche y día, empecé a llenarme la cabeza de estupideces. Sabía que no volvería a jugar ya nunca más, y luego se me ocurrió la idea de que iban a cortarme la pierna. Perdí la cabeza a causa del terrible dolor, ¿comprendes? Total, que me fugué.

—Cuando Dios repartió cerebros, tú estarías escondido detrás de la puerta, sin duda —refunfuñó Conor.

—La culpa la tuvo el dolor. Elva y su anciana madre se portaron maravillosamente conmigo. Eran pobres de solemnidad, pero cuidaban de tenerme bien abastecido de licor, para que pudiera resistir. Al cabo de un tiempo, el dolor disminuyó mucho… no ha desaparecido nunca del todo, ya sabes, pero… está muy encerrado ahí dentro. ¿Y tú, Conor?

—Yo anduve por el mundo.

—Sí, corrió el rumor de que te habías ido de Derry.

—Sí.

—¿Continúas practicando el rugby?

—Sí, estoy en Belfast por algún tiempo. Me entreno con los Boilermakers.

—Entonces, ¿conoces a Doxie O'Brien?

—Lo conozco.

—Tratándose de un católico como nosotros, fui a verle para que volvieran a emplearme en la herrería. ¡Me jugó una buena treta el tal Doxie! Sí, no hay pegas, puedes trabajar allá mientras pertenezcas al club. ¡Pero que la Virgen te saque las castañas del fuego si no perteneces! Ni haber quedado inútil defendiendo a su maldito equipo me sirvió de nada. Ya sabes qué puede significar trabajar en una fragua llena de metal ardiente, si no te quieren allí —Mick se subió una manga para enseñarle la lívida cicatriz de una quemadura—. También tengo una en la espalda. Desde un andamio me arrojaron encima un remache al rojo vivo.

—Por amor de Dios, Mick, en Belfast hay centenares de fraguas.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Mick, que temblaba tanto que Conor hubo de llenarle la copa.

—Lo sé. Me despidieron de la mitad de ellas. No supe librarme de esta porquería. Cuando la madre de Elva tuvo el primer ataque, me sentí en el deber de velar por ellas.

—¿Qué le pasa a tu mujer? —preguntó Conor.

—Ha trabajado de rastrilladora en las hilanderías de lino desde los doce años. Deberías ver esas malditas hilanderías de aquí. Algunas son grandes como la mitad del Bogside. Las ventanas se llenan de vapor del motor, que no deja entrar la luz; las mujeres trabajan descalzas sobre los húmedos suelos doce horas seguidas. Lo primero que las hiere es el ruido, que les reblandece el cerebro y, además, les hace perder el oído, poco a poco. Luego la humedad se les mete en las articulaciones y se las deforma. Y al cabo de un tiempo se les reblandecen los pulmones a causa del polvo de lino. Dos hermanas suyas habían sido ya rastrilladoras, y las dos quedaron inútiles antes de cumplir los treinta. Las rastrilladoras se emborrachan para seguir trabajando.

Conor pidió otra botella y golpeó el mostrador con el puño con desacompasado ritmo.

—¿Serías capaz de recuperarte, Mick? Yo te ayudaría.

El ofrecimiento de Conor no hizo vibrar a Mick. Había perdido la facultad de entusiasmarse.

—Si te quemase por tonto —replicó— me quedarían cenizas de listo. Ya nos has visto. No duraremos el tiempo que necesitarías para dejarte una barba digna de tal nombre. —En este punto Mick soltó una carcajada que parecía suplicar a Conor que no siguiera abrigando esperanzas sin fundamento—. Dime, Conor Larkin, ¿qué tal se te da el rugby?

—Bastante bien para unas cuantas temporadas.

—En el segundo equipo, ¿no es verdad?

—Cuando llegue la hora de emprender la gira por los Midlands, jugaré ya en el primero.

La faz de Mick adquirió una expresión luminosa, por primera vez.

—¡La gira! —exclamó, como si acabara de ver a la Santísima Virgen—. ¡Oh, me han dicho que es una cosa magnífica! Ponte la camiseta del equipo, ¿eh?, y sir Frederick te pone en una madriguera de primera clase y hay un filete de ternera en la mesa todas las noches, y todo el
paddy
y la Guinness que puedas echarte al coleto, y me han dicho que él mismo en persona va a verte, y viajas en vagón particular y el mismísimo sir Frederick siempre juega veinte libra para que el equipo se reparta el premio, suponiendo que ganen. ¡Y, por
Jaysus
, la misma gira en sí! Eso es lo que me pesa. Lo habría dado todo por la gira de una temporada.

—Sí —murmuró Conor, bajándose del taburete.

Mick levantó la mano, rechazando el dinero que tan desesperadamente necesitaban.

—No vengas más a verme, Conor —pidió—, no vengas a verme. Tengo trabajo; reparto carbón para un pariente de Elva. No paga mucho; pero, por otra parte, tampoco necesitamos mucho.

—Hasta la vista, Mick —se despidió Conor.

—Hasta la vista, Conor.

10

La excursión dominical por la bahía de Belfast llegaba a su hermoso fin en la discreta elegancia de la Old Inn de Crawfordsburn, una taberna de una generación de antigüedad, con un techo bajo de vigas y ladrillo. Mientras Conor encargaba el menú, ambos tomaban el aperitivo en la terraza junto a un jardín que estallaba en plena floración de rosas del Ulster.

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