Una vez sentado este pensamiento como una verdad absoluta, empezó a gustarle la idea y empezó a saborear, más bien que a rechazar, la extraña gama de sensaciones que le invadían. La aurora le encontró agotado, pero dichoso. Había capitulado ante la muchacha de tal modo que estaba contando las horas que faltaban para poderla traer acá.
Conor siguió atisbando en los dibujos y papeles de la mesa. Long Dan estaría en Belfast dentro de poco tiempo, y él anhelaba poder darle una solución. De pronto se sorprendió con los ojos clavados en un diagrama del ténder que había mirado centenares de veces. ¡Ahí había algo distinto! En un instante sublime vio la solución del rompecabezas con una claridad meridiana. Siguió mirando, enrojecidos los ojos y abierta la boca en una muda exclamación de incredulidad. ¡Era tan sencillo! ¡Tan recondenadamente sencillo! O acaso se tratara de una deformación ocasionada por la niebla que le envolvía la mente. Corrió a la pila, la llenó de agua, se empapó bien la cabeza para despejarla y luego sacó todos los dibujos en los que apareciese el ténder. ¡Sí, era cierto!
—¡Dios mío, eso es! —gritó—. ¡Eso es! ¡Lo encontré! ¡Lo encontré! ¡Lo encontré!
Las rendijas detrás de las cuales moraban los ojos de Dan Sweeney el Largo quedaban horriblemente aumentadas por unas gafas de antigua cosecha. Largo Dan miraba de soslayo y desde muy cerca los dibujos y cálculos de Conor. La mayoría de los dibujos consistían en vistas y secciones transversales del ténder.
—Muy bien, explícame despacio qué es lo que estoy mirando —pidió.
—En realidad, es muy fácil —dijo Conor, inclinándose sobre el hombro de Dan y utilizando un lápiz como puntero—. El ténder lleva seis toneladas de carbón y tres mil galones de agua. La artesa del carbón se halla en la parte delantera y tiene el suelo inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados para que el carbón resbale por la fuerza de gravedad.
—El resto del ténder lo compone un depósito de agua en forma de "U" que ocupa los dos lados de la artesa del carbón y corre hasta el otro extremo del vagón. Es como una gruesa herradura que rodea la artesa del carbón por tres costados.
—Lo he advertido.
—El depósito del agua ha de servir de escondrijo. Se llena por una boca de entrada muy ancha situada en la parte superior trasera del ténder. Mi proyecto consiste en abrir dos portillos, cuidadosamente disimulados y suficientemente grandes para dar paso a dos cajas de metal herméticamente cerradas que descenderían dentro del depósito, una a cada costado.
—¿De manera que las cajas viajarían sumergidas en el agua?
—En efecto. Dentro de las cajas estarían las armas. Para cargar y descargar, nos bastaría con bajar el nivel del agua, abrir los portillos disimulados y meter a un hombre dentro para que abriese las cajas.
Tanta simplicidad hizo fruncir el ceño a Sweeney.
—Dos cajas de armas desplazarían gran cantidad de agua, ¿no es cierto?
—No importará, por varias razones —respondió Conor—. En los círculos ferroviarios, Duffy O'Hurley es conocido como un machacador, un hombre de humo denso. Gasta un cincuenta por ciento más de combustible que otro maquinista de espíritu conservador. Está cargando el fogón continuamente. Nadie cuenta los ladrillos de carbón que consume la locomotora particular de sir Frederick. Nuestra política ha de consistir en no dejarnos llevar por la codicia, de modo que hemos de construir unas cajas pequeñas para que no se note la disminución de la cantidad de agua.
—¿Cuántas armas?
—Yo hice los cálculos basándome en la que más abundaba en el Ejército británico durante la guerra bóer, el rifle Lee-Enfield.
—Es lo que más hay —dijo Dan.
—Dado su tamaño y su peso, podríamos poner cincuenta rifles en cada caja; o sea, transportaríamos cien rifles en cada viaje de ida y vuelta.
El silbido del té hizo que Largo Dan se quitara las gafas y se frotara los ojos, debilitados por la estancia en la cárcel. El viejo luchador preparó la infusión y la sirvió en dos vasos sin lavar.
—Lo bueno de este plan es que el tren hace cinco viajes de ida y vuelta a Inglaterra todos los años. Va y vuelve con un
ferry
propiedad de una línea de barcos de Weed y atraca en los mismos talleres de Ship & Iron Works. El servicio de aduanas nunca inspecciona ese tren. Los rifles pueden permanecer quietos en el recinto, o viajar por Irlanda hasta que el tren huelgue.
—¿Huelgue?
—Vaya de vacío, sólo con el maquinista y el fogonero. Hace también muchos viajes a Derry, Dublín y Cork. Potencialmente, puede entregar las armas en cualquier punto de esos recorridos. Una parada de pocos minutos, de noche y en un cruce de caminos rural, bastaría para un rápido transbordo de mercancía.
El viejo feniano se había adiestrado a no manifestar emoción ni reacción alguna; pero le resultó difícil ser fiel a esta costumbre, cuando observó los dibujos y el proyecto por segunda y por tercera vez. Mientras no tuvieran las armas en Irlanda, no se podía poner en auténtico movimiento ninguna otra cosa, no se podían formar unidades, no se les podía dar verdadera instrucción militar. Cuando se encargó de traerlas, quiso que le trazasen cierto número de planes distintos, a fin de que si fracasaba uno pudieran seguir utilizando los otros, sin que quedara comprometida la operación entera. Larkin había tenido una idea brillante, pero ¿cuánto tiempo serviría? Y si todo iba bien, entrarían un máximo de quinientos rifles al año. Pero hasta el momento no había otra alternativa aceptable.
—¿Qué necesitarás? —preguntó Sweeney.
—Dos cosas. Primera, ¿podrán trasladar las armas de donde estén ahora, en Inglaterra, a Liverpool? Es, invariablemente, la estación de llegada y de partida del tren.
Dan movió la cabeza indicando que podía hacerse.
—En segundo lugar, necesitaré una fragua, con preferencia en Liverpool, para preparar el ténder y construir las cajas.
—Tenemos un elemento bueno allá. Dame una lista de lo que necesites. ¿Cuánto tiempo se necesitará?
—Unas horas, nada más. Cortaré las trampas que dije de forma que sea imposible distinguirlas a simple vista.
—Bueno, para ojos como los míos no sería muy difícil —comentó Dan.
Y se dijo: «Este Larkin ha pensado en todo.»
Hubiera querido tener un gesto de agradecimiento; pero se limitó a darle una suave palmada en el hombro y echar a pasear por la habitación. Apreciaba a Larkin y esperaba con ansia sus visitas a Belfast. Le gustaba entrevistarse con él. Larkin siempre tenía alguna información positiva que dar. Hasta el momento había demostrado poseer cualidades para llegar a jefe supremo. Sin embargo, los años de autodisciplina repudiaban toda intimidad. Todos los hombres por quienes sintió afecto habían perecido. Era un error poner cariño en personas que podrían perderse. Dan Sweeney volvió a sopesar el plan.
—Todo depende, pues, del maquinista y el fogonero —dijo por fin—. ¿Qué me dices de ellos?
Conor levantó los hombros.
—No sé mucho. O'Hurley es el amo absoluto de la «Red Hand». Puede sacarla para recorridos de prueba, llevarla a los talleres para efectuar reparaciones y modificaciones; tiene carta blanca, por completo.
—¿No imaginas cuáles sean sus simpatías?
—O'Hurley huele a irlandés por los cuatro costados. Es soltero y responde a la idea que uno se haría del gremio de ferroviarios. Es alto, recio, amable. El fogonero, Hanly, parece imitarle. Está casado con la hermana de O'Hurley. Tieso como una tabla, cuando no maneja el carbón con la pala. Supongo que seguiría el ejemplo de O'Hurley. Ambos son de Tipperary, trabajan para Weed desde hace diez años, beben como esponjas, pero siempre se presentan serenos para el trabajo, que toman como una diversión. Estoy en perfectas relaciones con ellos.
—Mantén una amistad normal, nada más —ordenó Sweeney—. No sondees. Si recoges algún indicio sin buscarlo, tanto mejor. No te expongas al menor riesgo; no le hables de las armas. Si reaccionase mal, perderías el pellejo. Tenemos unos enlaces en el Castillo de Dublín y nos proporcionarán el historial de ambos. ¿Seguirás necesitando estos dibujos?
—No, lo tengo grabado todo en la mente.
—Quémalos.
—Bien.
—Tengo que discutir tu idea con unas cuantas personas. Tan pronto como hayamos recibido los datos referentes a O'Hurley y a Hanly volveré acá. Me pondré en contacto contigo por el conducto habitual. La próxima vez acaso me aloje en otra parte. A ésta le están saliendo ojos.
Conor recogió los papeles y se puso la gorra.
—Acuérdate especialmente de mí en tus oraciones, Dan. El sábado próximo por la noche juego mi primer partido con el Boilermakers. Pide a Dios que no me rompa una pierna y no tengáis que prescindir de mí.
—Todo te saldrá bien, Larkin.
Se estrecharon la mano brevemente. Antes de que llegara a la puerta, Sweeney ya volvía a estar detrás de la mesa, estudiando otro asunto. De pronto, levantó la cabeza.
—Conor.
—¿Qué?
—Has hecho un buen trabajo.
—Gracias, Dan, muchas gracias.
Faltaban todavía unas horas para que Shelley saliera del trabajo. Conor se trasladó a la calle Greshem a bordo del nuevo motivo de orgullo de Belfast, su primer tranvía eléctrico, y descendió para encontrarse con una escena un tanto carnavalesca. La calle estaba llena de hombres que vendían leche helada y aromatizada, las chispas saltaban de la rueda del afilador, el manubrio tocaba en honor de unos pocos oyentes y un par de vendedores ambulantes de bocadillos se recostaban más allá de las tiendas de los guarnicioneros, los zapateros y los sastres. Conor se abrió paso por entre la muchedumbre hasta la hilera de tiendas de animalitos domésticos, situada inmediatamente después del mercado de puestos al aire libre de Smithfield. Por aquellos días, las palomas mensajeras eran su deporte favorito, y el caso era que se acercaba el cumpleaños de Matthew McLeod.
—¿En qué puedo servirle, señor?
—Necesitaré un par de palomas mensajeras buenas de verdad.
El tendero tomó a Conor por un caballero acomodado, viéndolo vestido con un elegante gabán y pantalones de casimir. Por ello, le hizo seña agitando el dedo y lo condujo sigilosamente hacia el fondo de la tienda, donde, con gesto lento y amoroso, levantó la tapa de una jaula que albergaba un hermoso par de palomas blancas.
—Son volteadoras —explicó el tendero—. Jamás tuve una pareja más preciosa.
Después de duro regateo, pagó al vendedor, dispuso que entregaran los animalitos el día del cumpleaños de Matthew y regresó al barullo de la calle, pasando ligero por la callejuela de puestos de libros viejos. Un redoble de tambores en la esquina iba puntuando el aire.
—¡La bebida es la ruina, la doncella de Satán, la destructora de las familias cristianas! —gritaba un destemplado panegirista de la templanza sosteniendo en el aire una botella de alcohol con un gran pedazo de carne flotando en él—. ¿Queréis que vuestro hígado tome este aspecto?
Conor se dirigió hacia la calle Royal, hermosa y ancha vía que conducía al Ayuntamiento, recién terminado. Era un edificio que nunca dejaba de causarle una sensación de angustia. Se había dispuesto que la ofrenda de las puertas que estaba construyendo tuviese lugar inmediatamente antes de iniciar la gira. La biblioteca Linenhall, que en otro tiempo ocupó aquel encumbrado suelo, había sido trasladada al otro lado de la calle. Conor escondió la cara dentro de periódicos y revistas de todas partes del mundo, repasó el catálogo en cartulinas y se anotó en la lista de peticionarios de algunos de los títulos más recientes.
Como le quedaba tiempo libre, desanduvo sus pasos para entrar en el Grand Central Hotel, cruzó el vestíbulo y subió las escaleras de mármol al trote corto, para precipitarse hacia la peluquería. ¡Estupendo, un sillón vacío!
—Afeitado y masaje. Dispongo de veinte minutos solamente.
El barbero repasó con la mirada al parroquiano y luego volvió la vista hacia la pared, llena de filas de jarrillos personales para el afeitado, algunos de los cuales correspondían a viajantes de comercio.
—No tengo instrumentos míos aquí —dijo Conor mientras el aprendiz le quitaba la chaqueta, el cuello y los puños, para regresar luego con la primera toalla caliente.
Cuando Conor se hubo semitendido en el sillón, el barbero le fue dirigiendo las preguntas habituales. ¿De viaje? ¿De visita? ¿De negocios? ¿De dónde? ¿Adónde? Pasó la navaja por la correa, e inspeccionó la barba de Conor; volvió a pasarla y volvió a inspeccionar.
—¿Y cómo quiere el afeitado? —inquirió finalmente.
—En silencio —respondió Conor.
El día empezó como en escarpias, para Shelley MacLeod. Se había despertado en brazos de Conor, como se había despertado varias noches, recordando la fría resolución que había tomado, completamente decidida a llevarla hasta el final. Conor la llevaba a casa con el alba, y él seguía su camino, hasta Weed Ship & Iron Works. Shelley llegó al Madam Blanche's Salon de la calle Bedford en un estado que llamaba la atención.
En su caso, Blanche Hemming llenaba el doble oficio de amiga íntima y de patrona. Una mirada a Shelley, y le hizo cruzar el cuarto de costura para entrar en su despacho. Shelley repitió insistentemente que no estaba enferma.
—¿Has visto a David? ¿Os habéis peleado? —apremiaba Blanche.
—David no pelea, ya lo sabes. A veces querría con toda el alma que fuese capaz de hacerlo.
Blanche movió la cabeza en gesto de inteligencia.
—La verdad es que le has mandado sobrados mensajes estas semanas pasadas. Hubiera tenido que ponerse hecho una furia y sacar llamaradas por la boca.
—No es ése su estilo —dijo Shelley—. Pero yo voy a llegar hasta el fin, Blanche.
—¿Estás bien segura de ese Conor Larkin?
—No lo sé. ¿Quién podría saberlo? ¡Ha sido tan repentino! Ah, sí, es una cosa loca y salvaje, pero no sé si por un día o por un año. Lo que sé es que Shelley ha mirado a fondo a Shelley. No puedo jugar así con David —la muchacha se examinó en el espejo, angustiada—. Parezco una ruina.
—Quédate aquí y recóbrate.
—Dentro de diez minutos tengo que probar un vestido a lady Dryden.
—Se lo probaré yo —dijo Blanche.
Shelley se pasó cinco minutos largos con los ojos clavados en el teléfono antes de levantar el receptor y llamar a la central.
—Querría el cuatro, nueve, dos —dijo.