—Mamá ha dicho…
—La lengua de tu madre es como una yarda de vinagre. Sería capaz de armar una pelea en una casa vacía —y siguió adelante a buen paso. Luego se volvió y se dulcificó un poco—. Deja que te diga una cosa, Conor. No necesitarás toda esa instrucción. Tienes el pan amasado para toda la vida. Serás el que me sucederá en las tierras.
Tomas acababa de dar a su hijo lo más precioso que tenía: la finca. Desde el hambre, era ilegal dividir las fincas en otras menores. Fuese propiedad o fuese arrendada, la finca tenía que pasar intacta a un solo heredero. Con gran frecuencia los padres utilizaban esta herencia como un soborno, y en ocasiones se desataba una competición feroz entre los hijos. Por lo general el padre aguardaba hasta el último instante para tomar una decisión, habitualmente hasta que le llegaba la hora de la muerte, o cuando los hijos emigraban.
—He dicho que la finca será tuya —repitió Tomas.
Conor permaneció inmóvil y mudo. En aquel instante comprendí que entre padre e hijo estaba ocurriendo algo terrible.
—No importa —dijo Tomas, disimulando la ofensa recibida—, mañana despertarás sabiendo la importancia que tiene lo dicho y cantarás de gozo, chaval —levantó la mano para acariciar a su hijo como le había visto hacer yo un centenar de veces, aguardando luego que Conor correspondiese a la muestra de afecto. Pero no hubo ninguna correspondencia. Tomas quedó abatido, me parecía verle envejecer. Luego siguió camino abajo, para gritar en seguida, en un ataque de cólera—: ¡Y también has terminado ya con el padre Cluny! ¡No quiero que ningún otro maldito celibatario enseñe a mis hijos!
Y desapareció dentro de la taberna de Dooley McCluskey.
El primer día de la escuela nacional, éramos seis los niños católicos, pertenecientes a cuatro pueblos, y nos encontramos muy pronto. Cuando se celebraron en el patio las ceremonias de apertura, bajo la Union Jack, nos apretamos el uno contra el otro, temblando. Nos acogió en su seno una sala nueva, deslumbrante, todavía oliendo a pintura y barniz y llena de niños protestantes muy almidonados y con unos preciosos vestidos y zapatos nuevos que crujían al menor movimiento. Nosotros nos fuimos al fondo de la sala y nos apiñamos los seis junto a un retrato descomunal de la reina Victoria que nos miraba con ojo furioso, y allí esperamos la aparición del maestro, tal como habríamos esperado el mismísimo día del Juicio Final.
Ante nosotros se plantó un hombre alto, delgado y aparentemente delicado, como un obispo que se dispusiera a pronunciar nuestra sentencia. Cuando golpeó la mesa con una regla, yo pensé que el corazón iba a saltarme fuera del pecho y a brincar por el pasillo.
—Me llamo Andrew Ingram —dijo—. Soy escocés, de Edimburgo. Dentro de unos días también sabré cómo os llamáis vosotros. Ejercí cinco años en una escuela nacional de Gales, y pedí el traslado cuando supe que había plazas aquí. Desde las vacaciones que pasé allí, de niño, nunca olvidé la belleza de Donegal; además de que, como escocés que soy, me gusta pescar.
Bueno, se los digo a ustedes, se veía claramente que no era labrador, y a mí se me antojó muy demasiado blando para descendientes de la época de Cromwell, lo mismo si eran protestantes del Ulster que
croppies
irlandeses. ¡No faltaba más!, sólo hubieron de pasar unos minutos para que lo pusiera a prueba Sandy Hanna, nieto de Luke, el chico más fornido y bruto de la escuela. Sandy parecía más que indicado para recibir unos azotes de la vara de fresno del debilucho señor Ingram al hacer chirriar el yeso sobre el pizarrín de forma que pareciese una gaita cuando la afinan.
Entre risitas, el señor Ingram se interrumpió y localizó a Sandy Hanna.
—¡Eh, tú!
Sandy no hizo caso y siguió produciendo chirridos. El señor Ingram bajó de la tarima, emprendió por el pasillo y se plantó ante la mesa de Sandy. Nosotros no osábamos respirar, y mucho menos movernos.
—¿Cómo te llamas?
—Sandyhanna —respondió el otro, como si fuese una sola palabra. Más risas, como tácito aplauso para Sandy.
—Sandy, cuando hables a la clase o a mí, ten la bondad de ponerte en pie —Sandy se levantó; era tan alto como el maestro y mucho más corpulento, a causa del heno que había cargado—. Ponte la camisa dentro de los pantalones —le ordenó el maestro.
Sandy hizo un gesto ocioso al faldón de la camisa, y cruzó los brazos con aire de desafío. El señor Ingram sonrió, casi cariñosamente. Yo empezaba a sospechar que sus maneras suaves eran altamente engañosas y, por ende, sospechosas. Apartándose de Sandy, el maestro se dirigió a toda la clase.
—Agradezco que la relación entre nosotros me haya ofrecido tan pronto la ocasión de exponer unas cuantas sencillas reglas. Cuando las comprendamos todos, y muy especialmente tú, Sandy, nos llevaremos muy bien unos con otros, sin problemas de ninguna clase.
Ah, era un tío con sangre fría, y por estos momentos hasta Sandy Hanna lo iba entendiendo así. El señor Ingram se le acercó pausada y deliberadamente. Sandy se iba poniendo nervioso, pero había sentado sus reales y tenía que defender la posición. Mientras Ingram le tomaba las medidas con la mirada, Sandy se mecía inquieto, descansando ora en un pie ora en otro, y como queriendo tragarse la nuez de Adán.
—Yo no creo en el palo ni las humillaciones, porque me gustaría dar por supuesto que todos nos comportaremos como damas y caballeros.
Nos desconcertaba aquel señor Ingram; pero al mismo tiempo acaparaba toda nuestra atención. Poco a poco, Sandy había quedado acoquinado, como un hombre a quien el sacerdote condena delante de todo el pueblo.
—Sandy, ten la bondad de pedir excusas a tus compañeros de clase y asegúrame que te portarás bien. De lo contrario… vete a casa, y vuelve cuando estés dispuesto a portarte como un caballero.
En confianza les diré que a mi parecer lo que Sandy deseaba más en este mundo era pedir excusas; pero se había comprometido demasiado.
—No he hecho nada que me obligue a pedir excusas —dijo, sin demasiada convicción.
Ingram le volvió la espalda, regresó a su mesa y se sentó.
—Vete de la escuela —dijo con la misma voz suave que había utilizado todo el rato.
Sandy no se movió. Era el momento crucial. Los ojos de todos los chavales se clavaban, inflamados, en aquel par de personas. Ingram volvió hacia allá con la misma calma intencionada. Lo que vimos entonces fue más rápido que el palo de endrino del padre Lynch. El maestro cogió, como un relámpago, la mano de Sandy Hanna y en un movimiento digno de Finn MacCool le hizo dar media vuelta y, con una sola mano, le hizo las claves del brazo, de la muñeca y del pulgar. Sandy gritaba. ¡Ingram le disparó a través de la puerta como el potente cañón de Athlone!
Quedamos todos total, completa, absolutamente hipnotizados. Todo había terminado para Sandy Hanna, que, simplemente, estaba fuera en el patio, llorando, y luego entró en la clase, arrastrando los pies y suplicando que no le enviaran a casa, para luego balbucear la más desgarradora petición de clemencia que uno haya querido escuchar jamás.
Después de este incidente, nunca tuvimos grandes problemas de disciplina.
Cada uno de nosotros se puso en pie por turno, dando nuestros nombres y pueblos. Los ojos de Ingram se posaban en los seis temblorosos papistas del fondo, que nos habíamos identificado sin lugar a dudas al pronunciar los apellidos de O'Neill, O'Kane, O'Connor, O'Doherty, O'Bannon y O'Toole.
—Queda otra norma todavía, que cada uno de vosotros ha de entender claramente —dijo—. Aquí somos, todos, una sola familia —luego, dejando aparte las O' y los Mac del comienzo de los apellidos, nos anotó por orden alfabético.
No sé qué puedo decir sinceramente de mis sentimientos por el señor Ingram. En el corto espacio de vida que había recorrido entonces y en el trozo bastante mayor que he recorrido después, siempre ha parecido haber alguien que sentía la necesidad de hacernos morder el polvo; fueran los orangistas, o los administradores de fincas, o los prestamistas, o los alguaciles, o nuestros propios curas. Andrew Ingram fue la primera persona en mi vida, descontando a Charles Stewart Parnell, que me hizo sentir como un igual suyo y como un ser humano muy importante.
La mayoría de chicos protestantes habían recibido un nivel de instrucción bastante notable. Nosotros estábamos mucho más atrasados. No pueden contarse las horas extraordinarias que Ingram se pasó ayudándonos. Al cabo de poco tiempo, todas las chicas estaban enamoradas de él, y, como dije antes, los chicos jamás le causaron grandes problemas. Ingram se había ganado las espuelas enseñando a hijos de mineros, en Gales, que no eran pasta demasiado blanda precisamente.
Unos meses después de su llegada, los ministros protestantes del distrito y los grandes maestres de las Logias de Orange murmuraban de él y refunfuñaban. No les gustaban algunos de los libros que utilizaba; decían que estaban llenos de ideas malas. También les disgustaba que invirtiera tanto tiempo enseñando poesías y ciencias naturales y en cambio no enseñara bastante historia inglesa ni religión protestante.
Pronto se difundieron malintencionados rumores acerca de que se había marchado de Gales por haber puesto en apuros a una muchacha. Otras murmuraciones sostenían que le gustaban los chicos y que por esto era maestro. Se concitó una tormenta y se convocaron reuniones. Él salvaba todos los escollos con aquella silenciosa dignidad tan suya. Las dos veces que le hicieron presentarse ante la junta de la escuela puso en ridículo a los inquisidores por la amplitud de sus conocimientos, demostrando además estar tan familiarizado con la Biblia que dejaba mudos y petrificados a los predicadores.
Ingram era extraordinariamente popular entre los estudiantes, muchos de cuyos problemas personales había tomado sobre sí. Por sí solo, sin ayuda de nadie, había establecido un refugio neutral donde prevalecían la razón y la compasión en un paraje que sabía muy poco de una y de otra, y la posibilidad de perderle nos aterrorizaba.
Después el Señor envió un ángel nada menos que en la persona de lady Caroline Hubble, la cuál, con palabras encubiertas, le invitó a la mansión Manor para que diera lecciones a los hijos de los trabajadores extranjeros. Cuando todo el mundo supo que Ingram asistía a funciones teatrales y conciertos en el Long Hall y que él mismo había dado allí un recital de poesía, dejaron de mover guerra contra él… gracias a Dios.
Yo recordaba todo lo que me enseñaban en la escuela nacional porque tenía que aprenderlo para mí, y luego tenía que enseñárselo a Conor. Él me esperaba todos los días en el cruce de caminos y, mientras yo todavía guardaba las cosas frescas en la memoria, nos escondíamos en la antigua torre normanda y repasábamos el trabajo del día. Yo le explicaba todo lo sucedido en clase, de modo que él se sentía identificado con la escuela, y, por mis descripciones, llegó a conocer a todos los muchachos.
Al cabo de un tiempo, Conor vino a esperarme un poco más allá, en la herrería de Josiah Lambe. La herrería era una fuente de maravillas, con sus mágicos estanques de fuego destacando la silueta del musculoso señor Lambe cuando golpeaba el hierro, levantando chispas y haciendo realidad unas fórmulas rigurosamente secretas transmitidas a través del tiempo por los duendes.
En la vida del pueblo, el herrero sólo le cedía en importancia al sacerdote. Y en verdad, Lambe habría podido tener tanta incluso, de no obstar su condición de protestante. La parte alta había perdido su propio herrero por culpa de la emigración, durante el hambre. A la sazón, el padre de Josiah Lambe, que hacía el trabajo de los protestantes, se encargó asimismo del de los católicos. Sujetándose a un código no escrito, siempre contrataba a un católico como ayudante y a otro como aprendiz, y así seguía trabajando para ambas comunidades.
Veinte veces echó a Conor de la herrería, pero Conor volvió allá veintiuna, y quiso el azar que la veintiuna fuese el día que el aprendiz había aceptado el puesto de ayudante del herrero de Clonmany. Aquel día encontré a mi amigo moviendo el pedal del doble fuelle, y una semana después, Conor hacía clavos. Estaba tan entusiasmado que uno habría creído que los había alumbrado él, personalmente.
—Esos de esta artesa son de cabeza cuadrada —me decía—, y éstos son de gancho, y los de aquí, estoperoles.
Amigos míos, Conor sonreía dichoso. Yo le elogié entusiásticamente después de un minucioso examen de su obra. Por supuesto, había visto clavos como aquéllos mucho antes; pero no hechos por Conor.
A Tomas no le gustaba aquello, pero desde un punto de vista práctico, difícilmente podía oponerse. Como Liam ya estaba en condiciones de trabajar la jornada entera en el campo, y el dinero que ganaba Conor significaba demasiado para la familia y no era cosa de despreciarlo, Tomas consintió que su hijo trabajase de aprendiz con Lambe.
Cierto día, a finales de otoño, nos dieron fiesta en la escuela. No era un determinado santo, ni algo así como la Navidad o una fiesta inglesa, sino una fiesta particular de los protestantes del Ulster. Encontré a Conor en la herrería y me fui al pueblo con él, a ayudarle a repartir trabajos hechos. Entregando el último, Conor llevó el caballo a casa de Lambe, lo puso en el establo y luego subimos hacia la parte alta. Al llegar a las afueras del pueblo oímos un coro de voces potentes que salía de la iglesia protestante, entonando himnos.
—Los protestantes celebran una función de gracias por la cosecha —expliqué con aire enterado—. Por esto han cerrado la escuela.
—¿Por qué darán las gracias? —inquirió él.
—No creo saberlo bien.
—No lo entiendo. Ya sabes lo nerviosos que están nuestros padres y nuestras madres por culpa de la última cosecha, además de que vencen los arrendamientos y el invierno se nos echa encima.
—Ingram no nos lo ha explicado —respondí con un levantamiento de hombros.
—Escúchales cómo cantan, haz él favor. Si me lo preguntas, te diré que es raro. Vamos, echemos un vistazo.