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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (43 page)

Nosotros, los jóvenes, gozábamos de una fiesta quincenal de cantos y bailes rústicos en la torre normanda. La mitad de los muchachos del pueblo habrían podido cantar en cualquier coro de ángeles y la otra mitad poseía un talento similar para las flautas. El padre Lynch había impuesto severas medidas restrictivas sobre todas las concentraciones en las que estuvieran presentes ambos sexos, y solía rondar por ellas para asegurarse de que se cumpliera la voluntad de Dios. Pero por más que se esforzara, no lograba tener completamente alejado al demonio; no, en un cien por ciento, no.

Otras reuniones de carácter más viril tenían lugar en la taberna clandestina y en la legal. Allí las canciones y las leyendas chorreaban rebeldía, y los poetas entablaban un dulce combate.

El clima de Inishowen de una tormenta dentro de otra, y una tempestad como entreacto de otras dos, pesaba más sobre los hombres, que estaban más ociosos que las mujeres. Tomas Larkin estaba sobradamente ocupado procurando evitar el estallido de rencillas familiares, cada vez más enconadas a medida que los miembros iban perdiendo la paciencia.

Conor y yo éramos los únicos que parecíamos pasárnoslo bien. Yo era tan feliz en la clase de Ingram como Conor en la herrería de Lambe. Él tenía todo el tiempo ocupado en reparar aperos viejos y hacerlos nuevos, —además de cumplimentar los encargos de la cantera.

La primavera siempre daba la impresión de haber venido a rescatar a Ballyutogue justo en el último momento. Por el primero de marzo los hombres estaban ya afanosos y andaban por los campos, abiertos o cerrados, de nuestro parcelado término, hurgando aquí y allá para ver si el suelo estaba bastante firme y volviendo la vista en dirección a la bahía para indagar el tiempo, pidiendo a Dios al mismo tiempo que lo hiciera benigno. Si podíamos revolver la tierra el día de San Patricio y plantar el primer caballón de patatas el Viernes Santo, lo considerábamos buen augurio. Tomas Larkin era casi siempre quien tomaba las decisiones en cuanto a organizar el trabajo comunal y componer los grupos de trabajo. A su conjuro, empezaba el año laboral. «En nombre de Dios», solía decir, escupiendo al viento y arrojando un puñado de heno para alejar las tormentas; luego volvía los caballos hacia la parte que había resultado afortunada y abría el primer surco.

Tomas, mi padre, y mi hermano Colm, y más tarde Liam, solían coger unas azadas largas y delgadas y preparaban las tablas para las patatas. Yo les subía agua. Las tablas las cavaban a mano y consistían en una serie de surcos y caballones ideados de forma que se aprovechara al máximo el terreno de la ladera de la montaña, aunque asegurándose al mismo tiempo de que quedara suficientemente drenado para evitar la putrefacción, así como de que las lluvias arrastrasen bastante hierba seca y humus como fertilizantes. Ningún arado podía competir con la mano del hombre, y cada tabla manifestaba una individualidad y una técnica ligeramente distintas.

Preparada la tabla, yo plantaba con mi mamá, del mismo modo que Finola plantaba con Brigid. Era un trabajo de mujeres y niños. Yo era demasiado joven para la azada, pero ya empezaba a ser bastante mayor para que me ruborizase trabajar con las mujeres. El plantador, en sí, era un instrumento arcaico, un palo corto, afilado, que se clavaba en el suelo practicando un agujero en el que echábamos la semilla. Las mujeres solían plantar, y los chiquillos iban detrás con unas horquitas cerrando los agujeros.

Cuatro pedazos en el agujero,

Uno para el grajo,

Otro para el cuervo,

Uno que se pudra

Y otro que medre ufano.

Luego venían las siembras de maíz, una semana aquí, otra semana allá, y cuando el verano se nos echaba encima los chiquillos menores de la familia subían a las montañas y apacentaban el ganado.

Mairead y Finola no perdían de vista a ese místico animal, el cerdo, único en todo el mundo al que los duendes concedieron la facultad de ver el viento. El cerdo era el caballero que pagaba el arriendo, y su peso, bienestar y número de crías tenían una importancia enorme.

Hecha la siembra, los hombres subían a las turberas a arrancar turba durante los meses secos, que empezaban en mayo, cortándola, secándola y reservándose la necesaria para nuestro propio consumo. La llegada de esa época señalaba todos los años el advenimiento de la inquietud y la tensión. El mes siguiente era junio, el primero de los meses melancólicos, durante los cuales entraban en juego todas nuestras supersticiones y plegarias. Por esta época, el alimento y el forraje escasearían. Al entrar julio, toda la comunidad contenía el aliento. El 12 de julio, fiesta de los orangistas, se procedería a la primera siega del heno, a la que seguirían el centeno, luego el trigo, la cebada y la avena, por este orden.

En el bendito octubre, arrancábamos las patatas, y aunque el hambre había quedado treinta y cinco años atrás, nadie la olvidaba nunca. Si al cabo de una semana continuaban sanas, todos exhalábamos un suspiro de alivio.

Poco después, muchos hombres estarían conduciendo ovejas y vacas a Derry, y luego cruzarían el agua para buscar trabajo en los muelles de Liverpool, o como sirvientes en Inglaterra. Si todo había marchado bien, si no nos había azotado ningún desastre natural, si los miembros satélites de la familia se habían casado, o habían emigrado o marchado a la ciudad, si el alimento y el forraje habían durado para todos los meses melancólicos y no hubo que pedir préstamos onerosos, el labrador estaba en condiciones de esperar la llegada de otro año. El margen de supervivencia era tan estrecho que en verdad no se precisaba ningún gran desastre para barrernos; bastaba con la serie de pequeñas calamidades que nunca dejaban de presentarse (pérdida de unas cabezas de ganado, enfermedades, daños parciales en las cosechas u otro inesperado asalto contra nuestros magros recursos) y nos ponían, invariablemente, en la necesidad de hacer esfuerzos y equilibrios para nivelar el presupuesto. La única vez que uno de nosotros terminaba la campaña con todas las cuentas saldadas era cuando hacía su última visita al cementerio de San Columbario.

Cuando los Rankin se marcharon de la heredad y ésta pasó al cuidado directo del vizconde de Coleraine, tuvimos la sensación de habernos quitado de encima un gran peso. Nos equivocábamos por completo, naturalmente.

El lino había significado siempre una buena cosecha para nosotros. Lo cultivábamos comunalmente en varios campos abiertos de los más extensos. Después, Luke Hanna dio aviso de que los Hubble ya no comprarían más lino, porque iban a dedicar al cultivo del mismo la multitud de acres no arrendados, y los protestantes proporcionarían el que les faltase. Quería que nosotros convirtiésemos en pastos las tierras antes dedicadas al lino y que aumentásemos nuestros rebaños; pero, mientras, la pérdida de ingresos resultaría catastrófica. Por lo demás, el ganado vacuno corría muchísimos más riesgos que el lino.

El vizconde de Coleraine no llevaba bastante tiempo al frente de la hacienda para conocer los efectos de un boicot. Cuando los murmullos de descontento y cólera se extendieron por todo el condado, Kevin O'Garvey, actuando de portavoz de la Liga Campesina, logró convencer a Su Señoría de que había que encontrar medios de compensar las pérdidas que sufríamos. En honor de Su Señoría hay que decir que olió el conflicto inminente y acto seguido consiguió fondos del gobierno para construcción de carreteras, duplicó el número de hombres empleados en la cantera, y, finalmente, concedió a la parte alta el contrato para la preparación de los campos en que sembraría lino, así como para la recolección del mismo.

¡Oh,
Jaysus
,
Jaysus
!, era un trabajo sucio, aborrecible, desagradable. Había que arrancar los tallos del suelo a mano, actuando nosotros, los chiquillos, de espigadores, para recoger lo que la brigada de hombres había dejado atrás. Al final de la jornada, uno quedaba tan encorvado que tardaba más de una hora en ponerse bien erguido.

Después de atar los tallos en haces, los poníamos en balsas o estanques artificiales para que la parte leñosa interior se consumiera. Quince días pasaba el lino metido en el agua, y cuando el interior leñoso se consumía despedía tal hedor que habría mandado a una bruja al otro lado del mar de Irlanda. Luego nos tocaba a los muchachos el trabajo concreto que me convenció de que yo nunca querría ser labrador. Habíamos de meternos en aquellas balsas pútridas, corrompidas, malolientes, con un agua que se había vuelto extremadamente viscosa; además, habíamos de sacar las gavillas, sacudirlas bien y extenderlas a mano para que se secaran. Aquello era peor que rezar el rosario.

Los hombres apilaban el lino en hacinas para que terminara de secarse y construían chozas de dos pisos, esperando los carros de Luke Hanna que vendrían del molino a recogerlo para hilarlo, tejerlo, blanquearlo y dejarlo convertido en lienzos.

Me he limitado a mencionar la cosecha del lino a causa del olor, que recuerdo tan vividamente.

Había concentraciones religiosas y fiestas tradicionales durante las cuales teníamos ocasión de alejarnos de los ojos de taladro del padre Lynch y bailar arrimados a las respectivas parejas, y jugar y apostar y beber y cortejar y pelearnos. Había peregrinaciones a fuentes sagradas y lugares santos, pero a mí no me apetecían demasiado, aunque nuestras madres las tomaban muy en serio, y de vez en cuando nos obligaban a participar en ellas. Santa Brígida y san Columbano preponderaban en Donegal, aunque, como en todo el resto de Irlanda, san Patricio era el más importante y con gran diferencia. Daddo Friel decía que algunos ritos que practicábamos como católicos eran tan antiguos que en realidad los habían iniciado los sacerdotes druidas de los celtas, tales como la peregrinación a la montaña de Croagh Patrick, en la que los fieles escalaban descalzos uno de los picos más altos de Irlanda. Sólo tres personas de Ballyutogue habían hecho este largo viaje al condado de Mayo, y, como todo el mundo sabía, una de ellas, Finola Larkin, fue recompensada con el nacimiento de Conor.

Conor y yo nos sentíamos en las mismas nubes la mañana de las ferias mensuales, que solían celebrarse el día de algún santo. El día de la feria de Muff, de Moville, Bucrana o Culdaff, entrábamos en el recinto tan arrogantes como dos pisaverdes de Derry.

Allá había puestos de ropas escocesas de segunda mano, de utensilios de cocina y aperos de labranza, y muchachos buscando pelea y chicas, y a veces carreras de caballos, e ilegales peleas de gallos y compañías ambulantes de bardos y actores y cantores de baladas y narradores de historias y pilas de prendas de vestir y nasas y juguetes y jugadores ambulantes entregados a sus juegos de apuestas.

Conor y yo siempre teníamos que realizar alguna transacción importante en la feria, como por ejemplo comprar un par de zapatos de segunda mano. Llegado el día, nos llenábamos los bolsillos de amuletos a fin de que la feria nos trajera suerte y encontrásemos un calderero y le cruzáramos la mano con cobre y él nos dijera la buenaventura, completa, hasta con las profecías más adversas. Ellos nos decían qué teníamos que buscar y de qué cosas nos convenía permanecer alejados. Los caldereros que no decían la buenaventura se dedicaban a su oficio de tratantes de animales, mientras sus mujeres e hijos se metían por todas partes, mendigando.

Daddo Friel nos explicó, a Conor y a mí, que los caldereros no eran verdaderos gitanos sino irlandeses como nosotros mismos que se habían lanzado a los caminos generaciones atrás, después de que les hubieran derribado las viviendas, o luego de un levantamiento fracasado, o en la época del hambre. Una vez al año acampaban sus carretas en el cruce de caminos, cerca del árbol de los ahorcados. Nosotros les dábamos albergue de balde, y, en correspondencia, ellos casi no nos hurtaban nada. En Ballyutogue considerábamos que traía buena suerte ser amables con ellos. Se encargabande los trabajos de hojalata y planchistería, reparaban los alambiques del
poteen
y se marchaban a otra parte. Llevaban una vida dura. El doctor Ian Cruikshank había instaurado también un día anual de los Caldereros en el que los visitaba gratis a todos y les regalaba medicinas.

El segundo día era conocido como día de la feria. Todas las rencillas y querellas familiares o de clan que se habían concitado el día de la reunión solían estallar entonces. En la medida que aumentaba el número de gente, también lo hacía el de alguaciles. Los hombres prudentes como Tomas Larkin eran solicitados de continuo para reconciliar adversarios. A veces su intervención no servía de nada, y las peleas más sonadas daban tema de conversación en la taberna el invierno siguiente.

El día de la feria se compraba y vendía a ritmo frenético. En primavera buscábamos un buen caballo, y las mujeres compraban ropas con el dinero que habían sacado de los huevos. A finales de primavera se vendía el ganado, junto con los primeros vellones de lana, para poder hacer frente a los dos primeros plazos del arriendo. Y las ferias del otoño eran más cruciales todavía. Tener una vaca u ovejas de mucho precio podía representar la diferencia entre un año más o uno muy bueno. Allí tenía lugar la última subasta de las terneras que no estaban bajo contrato con Su Señoría, y allí nos contratábamos nosotros mismos para conducir los animales a puerto, a fin de hacer frente al segundo pago anual de las rentas a finales de octubre.

Recuerdo las fogatas del día de Mayo y la verbena de la noche de San Juan, en la que todo el mundo aguzaba el oído para oír el canto del cuclillo, que predecía una buena cosecha de cereales, y el día de Todos los Santos, la fiesta más importante, porque habíamos recogido ya las patatas, pagado la renta y el campo entero bullía de brujas y duendes y fantasmas y jinetes decapitados.

Y luego venía otra vez el invierno.

De todas las cosas que recuerdo de Ballyutogue nada me caldea tanto el corazón como una solemnidad anual que debía su existencia al período del hambre. En aquellos problemáticos meses de principios de verano, cuando esperábamos la primera cosecha, era muy posible padecer hambre. Después de aquella época en que la escasez hizo estragos, se llevaron a cabo unas negociaciones, coronadas por el éxito, con la familia Hubble, que nos cedió unos derechos de aprovechamiento de despojos de pesca en la bahía.

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