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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (47 page)

La boda del señor Ingram y la señorita Enid Lockhart no cogió de sorpresa a nadie. A Conor y a mí nos invitaron a la fiesta. No asistimos por razones obvias, pero observamos la ceremonia desde fuera del templo. Luego hubo una recepción en Hubble Manor, pues el señor Ingram se había convertido en un señalado favorito de lady Caroline. Nosotros nos fijábamos en todos los que cruzaban las grandes puertas de entrada. Debo confesar que lady Caroline era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Cuando la pareja volvió de viaje de novios por Escocia, Conor y yo fuimos a ver a nuestro maestro. Conor había forjado una colección de soportes para libros, la más hermosa que uno podía imaginarse, y se los dio como regalo de bodas en nombre de ambos, suyo y mió. Creo que el señor Ingram se emocionó de veras. No nos preguntó por qué no habíamos asistido a la boda; ya lo sabía. Había muchas cosas entre nosotros que nunca expresábamos en palabras concretas, porque quedaban entendidas tácitamente.

—También a mí me gustaría daros algo —nos dijo—. La señorita Enid… o sea, la señora Ingram, tiene un sobrante de Biblias familiares, con lo cual a mí me gustaría regalaros la mía.

Conor y yo nos quedamos mirándola fijamente, cuando la puso sobre la mesa, porque aquello era el contrabando más peligroso que pudiera imaginar gente como nosotros.

—Los labradores de Escocia son gente muy pobre y trabajadora —explicó el maestro—. Nunca lo han pasado tan mal como vosotros; pero su vida tampoco ha sido una merienda campestre. —Luego pasó la mano por los soportes para libros, sonrió y se acercó a la ventana, cogiéndose las manos detrás de la espalda como le había visto hacer muchísimas veces en clase—. Nadie sabía leer muy bien, excepto en el libro santo. Todas las noches antes de acostarnos teníamos un rato de placer especial. Nos reuníamos en torno a mi padre, junto a la lumbre, cuatro hijos y cuatro hijas, y él nos leía la Biblia. Su padre había seguido esta misma tradición tan fielmente que él, y casi todos los otros, hubieran podido recitarla de memoria. La Biblia es el manantial de nuestro idioma. —Apartándose de la ventana, añadió—: He llegado a enterarme de que no es un idioma tan rico como el vuestro, aunque tampoco es muy pobre… ved, hasta hablo ya un poco como vosotros. Si mis deseos se cumplieran, vosotros podríais leer la Biblia en vuestro propio idioma. Ya veis, muchachos, nunca, en ninguna otra parte, se han empleado las palabras ni expresado los pensamientos de una manera más hermosa.

Conor asintió con la cabeza, indicando que le comprendía. Cuando abrió la cubierta, yo me incliné ante él. Era una Biblia vieja, muy vieja, y cada hijo que la había heredado había escrito su nombre en ella. Empezaba con Adair Ingram, más de doscientos años atrás, hasta llegar a Andrew.

—Nos sentimos muy honrados —dije— pero creo que no la merecemos.

—Quiero que la tengáis Conor y tú, especialmente porque creo que las hadas os han dotado de un don singular para las palabras. A pesar del padre Lynch, ¿tendríais la bondad de aceptarla, sólo por el espíritu de aprender?

Conor y yo estuvimos a punto de morir de dolor cuando Andrew Ingram y su encantadora esposa abandonaron Ballyutogue. Por designación de lady Caroline, le nombraron director del mayor colegio de Derry.

Desde el día que regresamos de la cabaña del monte, Conor y Tomas se habían sumido en un período de silencio. A Conor le permitieron volver a la herrería de Lambe, y estudiaba tan febrilmente como antes, pero padre e hijo continuaban practicando un sucio juego. Tomas seguía fingiendo que Conor se quedaría en Ballyutogue y se encargaría de la finca, y Conor nunca se manifestaba claramente ni decía nada en sentido contrario.

Por fin, la noticia de la defunción de Daddo Friel rompió el silencio. Daddo había recorrido ya todo el camino que tenía señalado en este mundo, pero aun así nos causó una pena terrible. Junto con Ingram, había sido el gran maestro de nuestras vidas. Subimos, pues, a su pueblo de Crockadaw para tomar parte en lo que sería el último gran velatorio de Inishowen.

Kevin O'Garvey vino de Derry y pronunció un elogio fúnebre capaz de poner al viejo feniano de pie en la sepultura. La noche se llenó de anécdotas de Daddo. El círculo de amigos suyos lloraba ruidosamente delante de los vasos de
poteen
.

La segunda madrugada, Kevin se derrumbó y se puso a parlotear de la angustia que le inspiraba la lucha política que había desgarrado al partido irlandés. A Charles Stewart Parnell lo habían apartado de la jefatura y Kevin, que se contaba entre sus incondicionales, derramó en nuestros oídos todo lo que rebosaba de su corazón.

Desde mucho tiempo, los enemigos de Parnell formaban una camada de chacales siempre al acecho, esperando el momento de saltar a la garganta del gran hombre. Y lo habían arrojado a esa galería de mártires irlandeses que era la prisión de Kilmainham, años atrás, cuando la Liga Campesina fue declarada ilegal. Los británicos acabaron dándose un puntapié a sus propios labios, y volvieron a declararla legal.

Más tarde, Parnell fue acusado de complicidad en el asesinato político del primer secretario británico en Dublín. Sólo en la sala del juzgado, sometido a interrogatorio, acabó su acusador, Richard Piggot, por derrumbarse y confesar que la carta acusatoria era una falsificación. Luego, Piggot huyó a España y se suicidó.

Pero apenas había capeado Parnell una tormenta política cuando ya los británicos se lanzaban de nuevo en su persecución. Por fin lograron destruirle sacando a la luz un asunto antiguo. En los primeros tiempos de su carrera, había tenido como asociado de confianza al capitán W. H. O'Shea, que vivía separado de su esposa desde hacía mucho tiempo. Esta pasó a ser la amante de Parnell y con el transcurso de los años le dio tres hijos, uno de los cuales murió. Un decenio entero de convivencia entre Parnell con Kitty O'Shea hubo de transcurrir para que el marido de ésta considerase oportuno solicitar judicialmente el divorcio y acusar a Parnell de haber premeditado y realizado a sangre fría una venganza. Después de una sentencia de divorcio que no halló oposición por ninguna parte, Parnell se casó con su bienamada; pero las puertas de la ira habían quedado abiertas.

Al principio, el partido irlandés y el pueblo se reunieron a su alrededor y le defendieron; pero al poco tiempo todos los pulpitos católicos del país vomitaban condenas contra los adúlteros. Nuestro propio padre Lynch no era de los que se quedaban en zaga. Cuando los obispos intervinieron furiosos y el escándalo arreció, Gladstone, el deslumbrante caballero liberal, exigió, como precio para presentar otro proyecto de Ley de Autonomía, que Parnell abandonara la jefatura del partido irlandés.

Los miembros de este partido que tenían escaños en el Parlamento se reunieron en un salón de Westminster. En la batalla que se libró allí, Kevin O'Garvey militó en el grupo de los veintiséis que continuaron leales a Parnell. Entre los jefes de la oposición que le echó fuera se contaba el mismísimo Desmond Roche, el que en otro tiempo nos había arengado en el Celtic Hall de Derry.

Parnell regresó a Irlanda con Kevin O'Garvey y realizó un intento baladí por reconquistar el dominio. La cuarta noche del velatorio de Daddo Friel, Kevin nos confió que Parnell estaba agotado a consecuencia de catorce años de batalla incesante. La salud de su amigo le tenía muy preocupado.

—Está medio tullido de reuma y agriado por la derrota. Yo le supliqué que descansara, pero no quiso atenderme.

Daba espanto escuchar tales palabras. Para Conor y para mí, Parnell era como un dios. Tomas alimentaba el fuego de la amargura de Kevin repitiendo una y mil veces que la libertad era un espejismo, y el único final lógico, el árbol de los ahorcados. Por supuesto, yo sabía que estas palabras iban destinadas a los oídos de Conor.

A Kevin lo llamaron y tuvo que ausentarse del cementerio en el mismo instante en que Daddo bajaba a la fosa. Un mensajero de la oficina general de Correos le traía un telegrama, que entonces solía ser heraldo de alguna defunción. Tan pronto como pudimos marcharnos, corrimos ansiosos en busca de Kevin y le encontramos en las afueras del pueblo, con la cara manchada de lágrimas, sollozando convulsivamente, incapaz de hablar. Conor le arrebató el telegrama de las manos y vi cómo del rostro de mi amigo desaparecían las ganas de vivir.

—Parnell ha muerto.

Más tarde descubriríamos que se había tendido en su lecho de muerte durante una corta visita a Inglaterra. Kitty estaba a su lado. El cadáver lo retornaron a Dublín, donde a los dirigentes irlandeses los ultrajan en vida, pero los exaltan una vez muertos. Las manifestaciones de dolor, sincero y fingido, cuando le pusieron a descansar al lado de Daniel O'Connell, no tuvieron jamás parigual. Todo esto ocurría en el año 1894. Parnell nos abandonó a la edad de cuarenta y cinco años.

El magnífico partido irlandés que había forjado y que se convirtió en una amenaza para los británicos, ahora se fragmentaba y doblegaba bajo las exigencias británicas. Fallecido Parnell, gran parte de las aspiraciones irlandesas fenecieron también. La llama que parecía apagarse en Conor y en mí mismo, se apagaba en todo el pueblo irlandés. La gran embestida hacia la libertad cesaba de repente, en medio de la confusión. Volvíamos a ser labradores ignorantes, plantados fuera, a la intemperie, helándonos de frío con las narices apretadas contra los cristales de la ventana… esperando… esperando… esperando…

10

—Vine tan pronto como pude —decía Roger—. ¿Cómo está?

—Tiene cáncer, Roger —respondió sosegadamente Clara, que había puesto en juego todos sus talentos teatrales para el último ritual—. A cortos intervalos le vienen unos dolores terribles. Sea como fuere, debes saber que el desenlace es fatal.

—¿Por qué no me avisaron antes, por amor de Dios?

—Arthur es muy experto en fingir que lo real no es real. Aunque ahora ya importa poco.

Su padre tenía un aspecto terrible. Roger aparentó que le tranquilizaba verle mucho mejor de lo que había esperado. Lord Arthur estaba semiincorporado, con unas almohadas, chupando un cigarrillo y sosteniendo una copita de coñac con la otra mano. Roger se quejó de estos excesos, pero su padre le contestó que en realidad no importaba y que prefería bajar a la sepultura conservando un gusto agradable en la boca.

—Clara me ha arreglado el cabello, sólo en honor a ti. Al menos no has tenido que pagar las facturas del barbero, encima de todo lo demás.

—No me parece muy divertido eso, padre.

—Tendrás que perdonar este nuevo sentido del humor que he descubierto en mí. A ratos se me pone perfectamente diabólico.

—Ahora escúchame, pronto volverás a estar perfectamente bien.

—Roger, esa porquería que tengo es espantosa, realmente espantosa. Prescindamos los dos de toda simulación; dejémonos de fingir que saldré vivo de ésta. Vamos, dime, ¿cómo están Caroline y los niños?

—Terriblemente preocupados. Caroline regresa de Inglaterra, ahora. Estará aquí en cuanto haya podido ir a buscar los niños. Sir Frederick enviará su vagón particular para que podamos llevarte a Manor.

—No, no iré. Sólo que esta vez lo digo en serio que no iré.

—Tengo que insistir, padre.

—Si Caroline puede alumbrar sus hijos sobre la mesa de la cocina del Manor, yo tengo derecho a morir en Daars. No temas, hijo, no tardaréis mucho en disponer de mi cadáver para todas las pompas y la solemnidad que os apetezcan. Pero, Roger, nada de fajas de Orange, por muchísima importancia que pudieran tener para los intereses de la familia. No quiero ser enterrado en la cripta de la familia con las notas del
Vieja flauta de Orange
en los oídos. Preferiría una cosa más majestuosa, la banda de la guarnición de Belfast, por ejemplo, interpretando un antiguo réquiem militar. Quizá Caroline pudiera reunir una orquesta de cámara. Esa chica tiene un gusto tan refinado que, mira, lo dejo en sus manos…

—¡Padre, ya está bien!

—Ya te dije lo de mi sentido del humor.

Roger rechinaba los dientes y contraía los músculos faciales, no viendo objeto en la discusión, pero desagradándole el torrente de burlas de sí mismo que hacía correr su padre.

—Roger, durante estos largos años, tú y yo hemos logrado soportarnos recíprocamente. Lo cual es una prueba de buena crianza. —Ahora fue el padre quien rechinó los dientes, y gimió, agitando el cigarrillo—. Echad fuera esta maldita porquería.

—¿Se puede hacer algo para aliviar el dolor?

—No, ya estoy totalmente drogado. Clara hasta me ha procurado una pipa de opio conseguida de una antigua compañera de escenario. Me ayuda un poco. Se rumorea que tú y Caroline también practicáis un poco esta diversión, cuando estáis en el continente. Una mujer formidable, esa Caroline. Los chinos son terriblemente civilizados. A los viejos enfermos, cuando tienen eso que tengo yo, los llevan a un rincón apartado, les dan una pipa y les dejan que se vayan poquito a poco. ¿Cómo están los chicos?

Agotados los temas preliminares, lord Arthur permaneció un rato con la atención extraviada. Luego abrió los ojos, como saliéndole de la cara, empujados por un miedo desgarrador, despertando del trance.

—Tendido aquí, día tras día, uno enhebra un montón de sermones morales. ¿Sabes qué haría si estuviera en tu lugar?

—¿Qué, padre?

—Lo vendería todo y me marcharía de Irlanda. Dios sabe cuántos Parnellitos habrá engendrados ya por los arroyos de Dublín. Por estas fechas, esa gentecita rara se ha recuperado del hambre, y puedes estar seguro que sus cochinas habitaciones traseras hierven de espíritu de rebelión…

Después de tomar el medicamento, Arthur se sintió cansado a empujones semicoherentes, mientras su hijo montaba guardia junto al lecho de muerte. Él y Clara tomaron el té, sin hablar. Luego ella, a instancias de Roger, salió para descansar un rato.

A mitad de la noche, Arthur emitió unos gemidos y recobró el conocimiento.

—Aquí estoy —dijo Roger.

—¿Roger?

—Sí.

—Has sido muy bueno viniendo. ¿Cómo están los chicos?

—Están bien, padre. Vienen para Daars.

—Bien. ¿Sabes, Roger?, estos días he meditado mucho. El siglo que se acerca entrará de la mano de una insurrección de esa gente. Deberíais marcharos del Ulster.

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