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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (91 page)

—Si hay que decir la verdad —continuó Weed—, yo fui quien organizó la última… humm… fiesta.

—¡Freddie! ¡Eres un ser despreciable! En cuanto a usted, señor Larkin, tendrá que responder a un par de preguntas.

—Pues no espere respuestas claras. Como ya sabe, somos una manada de psicópatas embusteros. Si me dispensa…

—No —ordenó ella—. No le dispenso —fue hacia él, levantó la mano y describió el arco. Conor se la cogió antes de recibir el cachete y le apretó la muñeca lo suficiente para indicarle que no siguiera por aquel camino.

—Si repite ese gesto —le dijo— voy a darle una zurra delante de su hijo y de su padre.

—¡Bravo, Larkin! —exclamó sir Frederick.

La dama que salió del puño de Conor era la misma encarnación de la sorpresa. La máscara de ira se le cayó del rostro y, de súbito, estalló en una carcajada incontenible.

—¡Ah, qué guapo está, Larkin! —dijo riendo. Sir Frederick se levantó como una flecha del sillón y se unió a la carcajada. Despacio, con gesto torpe, Jeremy cargaba el peso ora sobre este pie, ora sobre el otro, hasta que abrió la boca, luciendo los dientes, menos dos, y se puso a reír. Y Conor se rió también.

Entonces Caroline abrazó al hijo y se puso a llorar.

—No es nada, madre, no es nada —decía Jeremy—. Y te habría entusiasmado ver cómo molía al fulano aquel. Conor me había enseñado a pegar puñetazos en corto por detrás.

En este momento entró en escena Roger Hubble. Uno tras otro, todos dejaron de reír, mientras él permanecía plantado en la puerta, dominando su desagrado. En seguida los miró a todos, uno tras otro, impartiéndoles por turno su desprecio. Y con la misma frialdad glacial que había entrado, se volvió para marcharse.

—¡Padre! —gritó Jeremy, cruzando la habitación a la carrera y bloqueando la puerta—. Padre —susurró de nuevo—, padre.

Roger le cruzó la cara con un bofetón y se fue.

—¡Jeremy! —gritó la madre.

—No debía hacer eso —murmuró con aspereza sir Frederick.

El muchacho corrió hacia Conor Larkin; a éste acudía en busca de solaz. Conor lo abrazó y lo consoló:

—No tiene importancia, peque, no tiene importancia.

21

Blackpool estaba angustiosamente huérfano de vida. Dejaba a Conor y Shelley virtualmente solos por el largo paseo, únicamente en compañía de la arena y la mar, el grito agudo de las gaviotas y el choque sordo de las olas. Todas las incertidumbres que habían surgido durante la separación desaparecieron desde el mismo instante en que los dos enamorados se reunieron.

Lo que había empezado en Belfast cobró vuelo, un vuelo etéreo en aquella gran población cavilosa. Allí no estaban vivos ni muertos, sino en suspenso, fuera, en el infinito, en un espacio inmenso libre de tiempo. Ambos comprendieron al momento que aquel viaje podía durar eternamente, que podían explorarlo juntos sin retroceder jamás, pues lo que les esperaba más adelante siempre era el amor, gozar del amor, de un modo cada vez nuevo, cada vez completamente distinto. Quizá la actividad de los cuerpos se repitiera en buena parte; pero sus mentes no la interpretaban nunca igual.

Se hallaban delante de una cueva cuya boca cerraba una gran piedra que dejaba paso. Y entraban los dos, porque ésta era la única manera de penetrar en ella, por parejas. Las eternidades se les habían abierto y ambos sabían que se les había otorgado el don único, singular, de la regeneración constante y completa. Era un don, una cosa flotante y perdurable, que no terminaba nunca. Se asombraban al comprender que habían descubierto el nirvana.

Para Conor Larkin el amar a Shelley era como proceder a un inventario. Se había acercado hasta el mismo borde del abismo que prohibía esta clase de amor; pero había retrocedido en el último instante. Había huido de las Pompas Fúnebres de Callaghan. Primero debía encontrar a Shelley, tenía que verla una vez más antes de aquel compromiso final, saber si aquello era realmente cierto, o solamente una especie de ilusión poética.

Ya desde el comienzo, Shelley había entrado en escena, suscitando dudas acerca del curso que él, Conor, estaba imprimiendo a su propia vida. Shelley le hacía cavilar si lo que anheló siempre su corazón no era, quizá, el amor de una mujer. Acaso no lo hubiera comprendido nunca hasta que apareció ella. En el calor de aquella mujer había encontrado la paz por primera vez desde que llegó a la edad adulta, una paz sin límites. Para él, Shelley era la dispensadora de paz. Las dudas sobre sí mismo se habían convertido en una guerra. Conor sabía que no podía acabar de decidirse a entrar en aquella trastienda hasta que hubiera visto a Shelley.

Todas las noches, y también durante los días, penetraban en la cueva para remontar el vuelo y se encontraban al poco rato en un lugar poblado por decenas de trillones de galaxias, explorando un tejido de milagros. Cuando comprendían que habían alcanzado el nirvana final, encontraban otro más emocionante todavía… y así una vez, y otra, y otra.

A medida que las horas de Blackpool iban transcurriendo, Brendan Sean Barrett, Dan Sweeney el Largo, la Hermandad, los vagones ténder y las armas se desdibujaban.

El hotel estaba desierto, salvo por unos pocos rezagados. Una tormenta tardía se presentó súbitamente levantando un oleaje terrible y llenando el cielo de cálida iluminación. La pareja salió al porche a contemplar la tempestad, hechizados los dos por los relámpagos que iluminaban las enloquecidas cumbres blancas.

La decisión vino con igual rapidez, con igual claridad. Por detrás, Conor cogió los hombros de Shelley.

—Quiero llevarte lejos de aquí —dijo—. ¿Querrás venir?

—He tenido las maletas hechas toda la vida —respondió ella. Conor miraba atentamente a la mujer, cuya silueta se recortaba sobre el telón de fondo de la tormenta—. Sé que has meditado esta proposición durante las doce semanas últimas. Quizá sea simple y clara, Conor, pero ¿estás seguro? ¿Estás absolutamente seguro?

—Contigo puedo lograrlo, Shelley. Contigo puedo lograrlo.

Aquella noche durmieron poco, porque todavía les quedaba algo más salvaje que descubrir. Cuando se pusieron a descansar llegó el momento de retener profundamente, de tocar, de reiterar la decisión de marcharse. Por la mañana la tormenta se había disipado, y los dos amantes estaban tan agotados y calmados como el mar.

Ahora Conor parloteaba en voz baja, dichoso…

—Cuanto más lo pienso más me inclino por Australia. Allá podremos hacer lo que queramos, mientras yo conserve estas dos —decía, levantando las manos.

—Adonde quieras —runruneaba ella.

Él le cubrió la espalda de besos y la acarició de un modo que nunca dejaba de excitarla, aunque estuviera completamente agotada.

—¡Me siento tan a gusto! —decía Conor—. Antes de embarcar resolveremos el asuntito ese del casamiento, y desembarcaremos en Australia como marido y mujer.

Shelley lloraba de felicidad. Conor estiro el brazo hacia la mesita de noche y cogió un pañuelo para secarle las lágrimas y sonarle la nariz. Cuando él se recostó contra la cabecera de la cama, ella culebreó hasta arrimarse a él todo lo que pudo y se quedó observando cómo su amado meditaba afanosamente.

—Nos iremos en uno de los primeros barcos que zarpan, desde aquí, de Inglaterra. Yo bajaré corriendo a Londres y me encargaré de sacar pasajes y arreglar los documentos. Tú volverás a Belfast, recogerás nuestras cosas y saldarás mi cuenta.

—¿No irás conmigo?

—No quiero volver a Irlanda —susurró Conor—. No quiero volver allá —repitió—. No tengo mucho que hacer allí…

Ella le puso el índice sobre los labios para imponerle silencio.

—No digas nada más, Conor, excepto lo mucho que me quieres.

—¿Amarte yo a ti? ¿Estás tonta? Tienes los pechos demasiado pequeños, cuando cantas desafinas, andas con los pies planos, no eres capaz de beber un trago, y, lo peor de todo, rezas de pie.

Se pasaron el día deambulando por el paseo, repitiéndose mil juramentos, sin apartarse un instante el uno del otro. A la hora de comer se acariciaban con la mirada en un preludio de la nueva aventura de la noche.

Conor encendió la lumbre, y mientras Shelley se acurrucaba en el largo sofá y se calentaba repasaron sus planes. Luego él se sentó a la mesa escritorio y redactó unas cartas para Robin, Seamus O'Neill y Jeremy.

Una llamada a la puerta le interrumpió. Era el señor Thornton, el dueño del establecimiento.

—Lamento estorbarles —dijo el posadero—, pero abajo hay un hombre que quiere verle.

—¿A mí?

—Ha preguntado por Conor Larkin.

Conor levantó los hombros pensando que sería un elemento del equipo local que le conocería como jugador de rugby, y así lo dijo para apaciguar la inquisitiva mirada de Shelley.

—Ha de ser eso; nadie más sabe que estamos aquí —se puso la chaqueta y dio un beso a la amada—. Tardaré unos minutos nada más, amor mío —prometió.

El señor Thornton le señaló la larga terraza de más allá del vestíbulo que daba al mar.

—Le espera allá fuera, señor Larkin.

Conor salió, se dispuso a resistir el frío y miró a su alrededor. Unos brillantes tres cuartos de luna plateaban una mar singularmente en calma. En el extremo del porche había un hombrecito absorto en las maquinaciones de las olas. Conor se le acercó por detrás.

—¿Usted quería verme?

El hombre se volvió. ¡Conor se quedó mudo de asombro! Al principio creyó que era… no, no podía ser. Se acercó más, pensando que la luna formaba espejismos en el rostro del hombre. Era muy viejo, pero la semejanza… Conor movió la cabeza confundido… ¿Sería posible?

—¿Kevin O'Garvey? —preguntó con voz ronca.

—Sí, soy yo —respondió Kevin. ¡Imposible confundir aquella voz!

—¡Debo ser víctima de una especie de locura!

—No, soy yo, en efecto. Sé que mi presencia ha de causarte una impresión tremenda. Lamento no haber podido avisarte por adelantado.

—Espere un minuto —objetó Conor—, no puedo creerlo.

—He cambiado, lo sé; pero mírame bien, procura dominarte y te explicaré qué pasó.

Conor permanecía rígido, inmóvil; la mente se le nublaba al tratar de reconstruir rápidamente la secuencia de acontecimientos referentes a la desaparición de Kevin. Empresa difícil, porque por aquella época se dejó dominar por una profunda depresión.

—¡Jesús, tengo la cabeza atontada!

—Ya sé que te sientes desconcertado. ¿Podemos sentarnos y hablar?

Conor movió la cabeza asintiendo y se sentó, o se dejó caer, en una mecedora, mientras Kevin acercaba otra frente a él.

—¿Por dónde empiezo? Bien, veamos. Por motivos que sabrás dentro de unos minutos, desde mi desaparición no he establecido contacto con nadie, en Derry, excepto con el padre Pat, a quien hice jurar que guardaría el secreto. El padre Pat me escribió, después de haber sido trasladado del Bogside, explicándome que había tenido que informarte de sus sospechas acerca de que yo había establecido algún pacto con los Hubble para que no se investigara la situación de la fábrica de camisas.

Conor movió la cabeza afirmativamente, todavía tratando de despejar la niebla que envolvía su cerebro.

—Supongo que esa noticia causaría un efecto terrible en ti.

Conor volvió a mover la cabeza.

—Debes tratar de comprender el que produjo en mí la noticia del incendio. Yo era tan culpable de aquel centenar de muertos como si hubiese pegado fuego al edificio con mis propias manos. El horror de aquella tragedia estuvo a punto de aplastarme. Por lo demás, toda mi vida había sido un fracaso. Ah, sí, tomé en consideración la posibilidad de volver a Derry y enfrentarme con los hechos; pero no pude; no tengo valor suficiente, Conor. Además, estaba como conmocionado, con una conmoción profunda, depresiva… ¿Me comprendes?

—También lo estuve yo —respondió Conor—. El dolor de lo sucedido acabó por echarme de Derry. No puedo ni siquiera tratar de imaginarme el efecto que había de causar en usted.

—Yo huí —respondió Kevin.

Conor abandonó la mecedora de un salto, dejándola que se balanceara vacía.

—No doy crédito a lo que estoy escuchando. Todo es una fantasía demente. Si no estoy soñando ¿cómo podía saber usted que yo estaba aquí? Nadie sabe que estoy en Blackpool, y menos que nadie el espectro de Kevin O'Garvey.

—Brendan Sean Barrett me lo dijo.

—No conozco a ese hombre. Él no podía saberlo.

—Por amor de Dios, Conor, los de la Hermandad no son idiotas. Apenas desembarcaste en Inglaterra, fuiste identificado. Militantes de la Hermandad te han vigilado en todas las ciudades del recorrido. Callaghan estaba en la estación del ferrocarril cuando bajaste del tren en Bradford. Todavía parece que dudas de mí… Bueno, pues ¿fuiste o no fuiste a las Pompas Fúnebres Callaghan de Wild Boar Road hace dos semanas y te marchaste, o no, del establecimiento sin haber establecido contacto?

Conor le miraba con ojos un tanto extraviados. Si se trataba de un fantasma, era un fantasma bien informado, ciertamente. Otra vez estudió la demacrada faz, que había llegado casi hasta la inanición por la pena; pero, indudablemente, era Kevin O'Garvey el hombre que tenía delante.

—Entonces, es cierto —dijo Conor.

—Sí, es cierto —le contestaron.

—¿Cómo sabía usted que yo estaba en Blackpool?

—Parece que olvidas que pertenezco a la Hermandad desde los días de los fenianos. Siempre estuve en contacto, incluso durante el tiempo que fue una organización durmiente. Apenas me eligieron para el Parlamento, ayudé a reanudar su funcionamiento en Londres.

—Continúe —murmuró Conor.

—Brendan Sean Barrett recibió una carta de Dan Sweeney en seguida que llegaste tú en esta gira. Nos aconsejaba que te vigilásemos de cerca —Kevin señaló el edificio del hotel con un movimiento del pulgar—. Una mujer, creo. Cuando saliste de Swansea comprobamos tus billetes del ferrocarril y tus reservas de hotel.

—Comprendo —dijo Conor, totalmente deshinchado—. De modo que la Hermandad recela de mí.

—Tú mismo le dijiste a Sweeney que pensabas en serio en esa mujer. Él no hacía otra cosa que tomar minuciosas precauciones.

—Y tenía razón —admitió Conor—. De modo que usted ha pasado todos estos años escondido en Inglaterra.

—No es exactamente así. Después del incendio de Whiterspoon & McNab, los muchachos me encontraron un país seguro. Un lugar donde un abogado puede ejercer y ganarse la vida sin que nadie le someta a interrogatorios.

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