Trinidad (95 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

—¡Porquerías! Todavía doy trabajo a medio Belfast. Si no saben dónde les untan el pan de mantequilla, pronto se enterarán.

—¿Cómo? No será tan fácil. ¿Le gustaría ir al templo del reverendo y discutir con él cuando está en el pulpito? Mire, Freddie, es el mismo cochino fenómeno que se produjo hace cuatro décadas en Inglaterra. Gladstone se presentó con aquellas reformas y realizó una campaña fuera de su demarcación. Se ganó la simpatía de las masas, y por primera vez en la historia inglesa, la gente repudió la sabiduría de la clase gobernante y la nobleza a cambio de una reforma populista y unos políticos populistas de estirpe más cercana a la suya.

Sir Frederick sabía que Roger tenía razón. Al Ulster se le había mantenido deliberadamente rezagado con respecto a Inglaterra. Mientras los liberales de Gladstone implantaban reformas, Irlanda y el Ulster estaban trabados en una lucha nacionalista. Un partido luchaba en favor de la autonomía; el otro luchaba contra ella. Irlanda continuaba quedando atrás en materia de reformas sociales, creándose así un vacío. Con la derrota de los conservadores, el Ulster pasaba aviso de que también rechazaba el gobierno secular de la nobleza y buscaba sus voces propias populistas.

—Ya no podemos seguir contando con que la gente nos siga automática y ciegamente —comentaba Roger.

La exactitud del cálculo dejaba helado a sir Frederick, dando un tono ceniciento a su cutis.

—MacIvor se ha creído que ya tiene la fuerza suficiente para entrar en escena y llenar el vacío. Convocará a esa vieja estirpe de ulsterianos e intentará erigirse en su jefe político.

—Le aplastaré las pelotas, aunque haya de ser lo último que haga en este mundo —amenazó Weed.

Roger Hubble, siempre pragmático, parecía escéptico.

—Nuestro problema está en que hemos erigido a MacIvor y a un montón de otros MacIvor de menor talla como portavoces nuestros ante las masas. La gente está habituada y predispuesta a escucharles. Hemos creado un monstruo, y no tenemos ninguna vía auténtica para comunicarnos con el Shankill si no es a través de ese monstruo.

La ceniza se caía del cigarro puro de Weed, quien se sacudía los pantalones sin mirar siquiera.

—Tú me dijiste muchísimas veces que sucedería lo que acaba de suceder.

—Siempre confié, de todos modos, que en algún punto del trayecto podríamos abandonar a MacIvor y los de su calaña. Sin embargo, hemos estado tan embebidos en esta lucha contra la autonomía que hemos tenido que conservarle. Personalmente, he trabajado con irlandeses en el Castillo de Dublín un tiempo más que sobrado para darme cuenta de que, se mire como se mire, son personas perfectamente decentes. A veces creo que podríamos llegar a un compromiso y trabajar aliados con ellos. Pero siempre surge entre una y otra parte ese ogro de Orange que hemos creado nosotros. Creo que los ingleses y los irlandeses siempre se las arreglan para sacar a la superficie lo peor que tenemos, y lo peor que hay entre unos y otros.

—De modo que ese pedacito de canalla piensa reemplazar a la clase dirigente de Irlanda. Bueno, gracias a Dios, la Corona no le ve así. En un enfrentamiento definitivo, pienso que hasta los liberales se pondrían de nuestra parte.

—Hoy sí se pondrían. Pero cuando el saldo del Ulster presente números encarnados, Inglaterra se desentenderá del negocio.

—¿Lo crees de veras, Roger? En el fondo de tu mente, ¿lo crees así?

—Estamos aquí, usted y yo, para reportar una ganancia. ¿Qué pasa cuando ya no rendimos beneficios?

—¿Cómo combatiremos a MacIvor?

—Por el momento, no haremos nada. Al cabo de un tiempo se dará cuenta de que no puede desenvolverse solo y vendrá a pactar con nosotros.

—¡Nunca pactaré con esa basura, nunca!

—Oh, quizá no resulte tan grave, Freddie. Puede darse un deslizamiento del poder, pero en realidad MacIvor sigue defendiendo nuestra causa. ¿Se imagina por un momento la ruina que se nos echaría encima si MacIvor fuese un Gladstone? ¿Si nos enfrentásemos de pronto con una voz que arengara a las masas reclamando reformas sociales y políticas? Podemos agradecerle que haya hecho su tarea manteniendo la mente de los buenos habitantes del Ulster fija en las cosas de la Reforma. Es un perro que no sabe más que una treta. Es el hombre que tendrá a las masas católicas y protestantes separadas y luchando entre sí. Nos hace ganar tiempo.

3

Domingo de Ordenación.

A Dary Larkin el gran día le llegó varios años antes de tiempo gracias a haber heredado en medida considerable el cerebro despierto característico de la familia. Durante los estudios había adelantado curso en varias ocasiones, y de este modo, a los veintitrés años se contaría entre los sacerdotes más jóvenes que hubieran salido ordenados del colegio de San Patricio, de Maynooth.

La mayoría de géneros, Irlanda los exportaba sólo en modestas cantidades, excepto emigrantes, cerveza Guinness, paños de Donegal, cristal de Waterford… y sacerdotes. Curas para atender a los exiliados irlandeses por todo el mundo y curas misioneros que irían a aquellas partes del mundo adonde sólo un cura irlandés sería capaz de ir. Dary Larkin eligió una orden misionera.

Apenas hubo elegido la orden, su último ascenso vino rápidamente. Se había inaugurado un nuevo curso en el University College de Dublín, regido por la Iglesia, sobre lenguas africanas; un curso destinado a un grupito selecto de sacerdotes. Cuando Dary fue aceptado para estas clases, su obispo consiguió que se le ordenara sacerdote por petición papal.

Una ordenación era un acontecimiento memorable en la vida de una familia irlandesa. A pesar de las inclinaciones personales de Conor y mías propias, habíamos conocido y tratado demasiados curas republicanos y de espíritu abierto a lo Wolfe Tone para que la excitación y la emoción del día no penetrasen también en nuestras venas.

La noche anterior al gran día me reuní con Conor en la estación de Dublín y pude posar los ojos en él después de muchos meses. En su persona se había operado un cambio penoso: había perdido todo vestigio de juventud. De regreso a Belfast no había visto a su amada, y yo descubría fácilmente la pena que le causaba esta ausencia. Aunque Conor creía haberse resignado a la separación, yo estaba convencido de que jamás se sobrepondría al recuerdo de Shelley. Seguir viviendo en Belfast, a sólo unos pasos de donde vivía, debía representar para él un tormento cotidiano. Pero como Conor era Conor, también estaba convencido de que ni me la nombraría siquiera.

Estoy seguro de que Conor quería marcharse ya de la ciudad, pero podríamos decir que era víctima de su propio éxito. Gracias a sus hazañas en el rugby seguía siendo un favorito de sir Frederick y continuaba en relación con Jeremy Hubble, como una especie de hermano mayor.

Aunque tuviera asignada una determinada fragua de los astilleros, gozaba de absoluta libertad de movimientos y solía trabajar en proyectos y encargos especiales. Parte del tiempo lo empleaba fabricando objetos de hierro artístico en Rathweed Hall, hogar de sir Frederick.

Para nuestros objetivos, estaba situado inmejorablemente.

En el Abbey se representaba mi segunda obra teatral. Conor me prometió que se quedaría unos días en Dublín después de la ordenación de Dary e iría a verla. Bien, ya lo saben ustedes, cuando me podía pasar una noche entera charlando con aquel muchacho, era una fecha memorable para mí. Una fecha que esperaba con ilusión hacía varias semanas. Sin embargo, cuando llegó el momento, encontré a mi amigo terriblemente introvertido.

Esperé pacientemente la explosión que solía producirse cuando habíamos vaciado algo así como la mitad de la botella, pero esta vez todavía se puso más sombrío. Hablamos principalmente del progreso constante de la Hermandad y de la operación de traída de armas. El hermoso tren particular de sir Frederick Weed había hecho cuatro hermosos viajes a Inglaterra, desde la gira del rugby, y había regresado con doscientos rifles, cien carabinas y diez mil cargadores de munición. La operación se había desarrollado como una obra maestra, sin el menor contratiempo. Lo que más preocupaba a Conor era la imprevisible conducta de Duffy O'Hurley, que tan pronto estaba caliente como frío.

Conor había ideado una segunda estratagema para esconder las armas por la comarca. La Hermandad conocía a sacerdotes simpatizantes en Belfast, Dublín, Cork, Derry, Newry, Waterford y Mallow, poblaciones situadas a lo largo de la ruta más frecuentada por el tren de Weed. Apenas descargadas, las armas eran colocadas en ataúdes, y a estos «cadáveres» los enterraban en los cementerios, con la colaboración de los sacerdotes mencionados. Las sepulturas cuyas losas llevaban los apellidos de Carrick, Cassidy, Conroy, Coughlin, Concannon o Considine y el nombre de pila de Elva, 1879-1904, junto con la inscripción: Una auténtica hija de Erín, eran en realidad escondites de armas.

A primeras horas de la mañana siguiente, Conor y yo regresamos a la estación de la calle Amiens a esperar a Brigid. La muchacha bajó del tren y nos saludó muy turbada; era, y con mucho, el viaje más largo que hacía en su vida, y el que la llevaba a la ciudad más grande que hubiera visitado jamás.

No, la verdad es que no podía decirse que Brigid hubiese ganado en años sin perder en gentileza. Para la ocasión se había ataviado con unas prendas de confección compradas en Derry y que quizá ya no volverían a salir del armario. Su persona y su vestido eran dos entes extraños y bastante mal avenidos. En cuanto a los zapatos, le apretaban tanto que cojeaba. Dejando aparte la figura, los saludos fueron prolongados y calurosos, como lo reclamaba la importantísima ocasión.

De allí nos trasladarnos a la estación de Westland Row, para el corto viaje hasta Maynooth, en el condado de Kildare, donde estaba emplazado el colegio de San Patricio, en un paraje majestuosamente sereno, precisamente en el mismo lugar en que se levantó un antiguo Castillo Fitzgerald.

A eso del mediodía, el grupo de familias venidas de todos los rincones del país se arremolinaba sobre el prado, delante de la capilla. La mitad de aquella gente parecía tan fuera de lugar como Brigid. A la capilla no le faltaba detalle como pieza de exposición; era una maravilla gótica cuya construcción había costado treinta años, trabajada a mano, literalmente, en mármol, madera y mosaico. ¡Vaya, si ya sólo los palcos del coro podían dar cabida a medio millar de personas! Nosotros sentimos aumentar en nuestro interior la tensión y el regocijo, a la vez, apenas entrar en aquella fortaleza religiosa de altísimo techo.

La ceremonia empezó con el lavabo, ritual consistente en que los candidatos se lavaban pies y manos y luego entraban en la nave a los tronantes acordes del potente órgano «Stahluhut». Los misacantanos desfilaban lenta, majestuosamente, por el pasillo central, flotando en blanco dentro de albas, amitos, casullas, cíngulos, estolas y crismas.

Y allí estaba el pequeño Dary, siempre el menor de la colección, y siempre más listo que los otros. Cuando nos encontró con la mirada, intercambiamos unas sonrisas, y Brigid engrosó la brigada de mujeres que resoplaban, a punto de llorar.

El obispo llegó entre un par de curas y se sentó en el trono.

—Los que han de ser ordenados sacerdotes que se adelanten —avisó el diácono—. Martin MacRannall.

—Estoy preparado y quiero.

—Edwin O'Meagher.

—Estoy preparado y quiero.

—Dary Larkin.

—Estoy preparado y quiero.

—Pearse MacSheey… —y así, hasta haber nombrado a los veinte candidatos.

—¿Sabéis si son dignos? —preguntó el obispo, cuando se hubieron colocado todos delante de su sitial, como una ristra de blancos vellones.

—Atestiguo que según las investigaciones realizadas entre los hombres de Dios y según las recomendaciones de las personas encargadas de su educación, han sido hallados dignos.

El obispo runruneó de memoria la vida y los deberes que les aguardaban, los interrogó acerca de si eran realmente dignos y les exigió un juramento de obediencia. Luego todos se postraron a sus pies, sobre el suelo de mármol, convertidos en incandescente nube.

Después de haber sido presentados, elegidos, instruidos, examinados, juramentados e invitados a rezar la concelebración llegó a la letanía de los santos.

Señor, ten piedad

Señor, ten piedad

Cristo, ten piedad

Cristo, ten piedad

Señor, ten piedad

Señor, ten piedad

Santa María, Madre de Dios

Ruega por nosotros

San Miguel

Ruega por nosotros

Todos los Santos Angeles

Rogad por nosotros

San José

Ruega por nosotros

San Juan Bautista

Ruega por nosotros

Santos Pedro y Pablo

Rogad por nosotros

San Andrés

Ruega por nosotros

San Juan

Ruega por nosotros

Santa María Magdalena

Ruega por nosotros

San Esteban

Ruega por nosotros

San Lorenzo

Ruega por nosotros

Ignacio de Antioquía

Ruega por nosotros

Santa Inés

Ruega por nosotros

Santas Perpetua y Felicitas

Rogad por nosotros

San Gregorio

Ruega por nosotros

San Agustín

Ruega por nosotros

San Atanasio

Ruega por nosotros

San Basilio

Ruega por nosotros

San Martín

Ruega por nosotros

San Benito

Ruega por nosotros

Santos Francisco y Domingo

Rogad por nosotros

San Francisco Javier

Ruega por nosotros

San Juan Vianney

Ruega por nosotros

Santa Teresa

Ruega por nosotros

Santa Catalina

Ruega por nosotros

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