—También yo —dijo ella.
La noche siguiente el teatro estaba a oscuras y Atty le invitó a su casa, en el pueblo suburbano de Rathgar, a un corto viaje de tranvía desde el sur de Dublín. La casa de Atty Fitzpatrick, unida a las vecinas de Garville Avenue, era un edificio de tres pisos y medio y fachada plana que lucía una puerta de colores vivos y latones pulidos a la perfección.
Las inclinaciones proletarias de Atty no pasaban del umbral. Era una casa gobernada con inmaculado esmero y dotada de una colección de preciosos atractivos. Los pequeños eran adorables y estaban habituados a aceptar las idas y venidas de personas extrañas, así como largas ausencias de sus padres en beneficio del movimiento. Después de una comida en la que Conor procuró y consiguió atraerse el afecto de los pequeños, éstos desaparecieron como obedeciendo a una indicación, cual si supieran que mamá y el forastero habían de ocuparse de asuntos republicanos.
—Ven —dijo Atty, pasando por alto el saloncito de las visitas.
Y le guió hasta el piso superior, abriendo la puerta del cuarto de la fachada. Esta habitación era un combinado de saloncito íntimo, biblioteca y despacho, y había sido el refugio particular que utilizaba con su difunto esposo, contiguo al dormitorio de ambos. Ahora servía como de recordatorio, lleno como estaba de escritos suyos, libros de leyes, fotografías y otros vestigios de la vida y actividades de ambos en pro del movimiento. Después de la muerte de Desmond, Atty había pasado cerca de dos meses sin apenas salir de aquel refugio. Pero en cuanto salió ya no volvió a entrar… hasta este momento.
En la pequeña parrilla de debajo la campana de chimenea de mármol, Conor encendió un fuego de turba con la pericia de un muchacho campesino, y apenas percibir su olor se sintió transportado a tiempos pretéritos. Hablaron de la situación de los campesinos del oeste y de la Liga Campesina y de rejas de hierro labrado y de cárceles. Hablaron de la fuerza de la vida por aquellos días en Dublín y de otras tierras más allá de Irlanda. Hablaron de armas y de la Hermandad y del huidizo sueño republicano.
Y vino el momento en que Conor ya no podía seguir quedándose sin sentirse un tanto cohibido.
—Se nos ha hecho tarde ya, Atty —dijo—. Será mejor que me vaya.
—Parece que acabamos de empezar —replicó ella—. ¡Ah, todo el mundo sabe que soy una charlatana! Pronuncio discursos y hablo en las reuniones del concejo como una
banshee
obsesionada. Dan Sweeney me ha pedido y repetido en más de una ocasión que me calle. Pero casi nunca puedo hablar con una persona sola. A veces converso con Seamus; pero siempre da la impresión o bien de que nos damos palmaditas a la espalda en una taberna, o bien que comemos a toda prisa para llegar a tiempo a la función, o a una asamblea. A veces Des y yo, en cambio, nos pasábamos la noche entera aquí conversando, y nos quedábamos atónitos al ver nacer la luz del día. ¿Lo comprendes?
—Sí —respondió Conor—. Cuando el amante es al mismo tiempo el mejor amigo, el mundo entero cabe en una habitación, aquella en que estáis los dos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Atty—. Ya estoy representando el papel de la viuda solitaria, y precisamente detesto que me compadezcan.
—No te preocupes; pero creo que el último tranvía para Dublín está a punto de llegar.
—Conor, pon otro ladrillo de turba en la lumbre —respondió ella—. Si pierdes el tranvía, hay una cama abajo, junto al cuarto de los niños. Entre haber utilizado esta casa como refugio y haber celebrado reuniones que duraron toda la noche, los pequeños están habituados a encontrar personas extrañas en ella por las mañanas.
—De acuerdo —dijo Conor. Y se echó otro chorrito de coñac—. Eres toda una mujer, Atty, y en poquísimo tiempo habrás dejado atrás lo peor de tus penas.
—¿Por qué lo dices?
—Porque lo que más amas en este mundo es tu propia energía. No sé si habría nada que pudiera destrozarte.
Ella meditó si aquello era un cumplido o un menosprecio.
—¿Y tú?
—Yo descubro que me cuesta infinito caminar solo. Hasta que conocí a Shelley, la soledad no me importaba. Pero luego, y después de haberse ido ella, odio todos los momentos de soledad que he de vivir.
Se sentó en el suelo, contemplando la encendida turba, igual que Atty, satisfechos ambos de dejar que cada uno siguiera el curso de reflexiones que se le antojara. Luego, Atty se sorprendió pensando en Conor. Era un hombre amedrentador. A diferencia de casi todos los que había conocido, no temía sus propias debilidades ni hacía el menor esfuerzo por disimularlas, como tampoco intentaba poner de relieve su masculinidad. Teniéndole ahora aquí, en esta habitación, no había más recurso que compararlo con Desmond.
Larkin se introducía profundamente y a la callada. Seamus le había contado que alguna que otra vez estallaba en furiosas cóleras de poeta; pero a menudo se requería años de acumular motivos y más motivos en su interior para llegar al estallido. En verdad, aquel hombre no tenía nada de la jactancia y la efervescencia de Desmond. Des estaba enamorado de sí mismo, amaba sus piruetas de sala de juzgado, amaba el sonido de su voz al pronunciar un discurso, amaba especialmente lo que estaba haciendo por Irlanda, porque volvía a reflejarse sobre él y le cubría de gloria.
El cuarto estaba tibio y sensual como solía; pero esta sensualidad no se debía a Desmond y Atty. Era la sensualidad del movimiento. ¿No era el movimiento lo que ella y Des querían de veras? Trabajar y vivir por aquella empresa que llevaban a cabo juntos había pasado a ser el latido mismo de sus corazones. Una realidad que ella había meditado muchísimas veces después de la muerte de Desmond. Cosa rara, en esta habitación nunca se habían echado uno en brazos de otro. ¿Era el movimiento el recurso que empleaban ambos para esconderse de sí mismos? ¿No sabían acaso que no eran capaces de dar ni de recibir recíprocamente la clase de amor que ambos habían derramado en el movimiento?
Todo lo que Atty sabía de Conor indicaba que no era menos devoto de la causa. Sin embargo, poseía la facultad de orientar el corazón y el alma hacia la mujer amada. Desmond le había concedido a ella la independencia que solicitaba dentro del matrimonio. Desmond sólo la necesitaba de una manera nominal; él era feliz con su propio ego. Conor Larkin poseería a su mujer, y sólo él brillaría en los ojos de ella. Atty lo adivinaba.
¿Sería ella capaz de vivir una experiencia parecida? ¿Cuántas mujeres habían percibido aquella fuerza tremenda en Larkin y habían huido de su lado? ¿Cuántas otras habían anhelado probarla, pero no lo habían conseguido? ¿Se podía poseer a un hombre como él en una relación accidental? ¿O sería tan fuerte que la haría cambiar por completo de mentalidad para poder poseerle?
Aquel hombre daba miedo, pero era también una tentación irresistible. ¿Qué sensación causaría tener al primer hombre capaz de adueñarse de ella por completo? Atty sufrió un escalofrío.
—Quiero volver a verte —dijo de pronto—. La función termina dentro de unas semanas. ¿Por qué no voy de visita a Belfast?
Palabras así las había dicho anteriormente a hombres que deseaba. No obstante…
—Me siento halagado —respondió Conor—. Pero me temo que tu fama te precedería, y allá destacarías como la estatua preciosa que eres. Francamente, Dan Sweeney y el concejo entero se opondrían con sobrada razón a que se nos viera corretear en público, particularmente en Belfast.
—No pensaba en eso. ¿Preferirías bajar tú a Dublín?
—No estoy en condiciones de ausentarme con frecuencia y, además, si debo decir verdad, no me siento muy a gusto entre aquellos intelectuales rimbombantes. Claro que quiero entrañablemente a Seamus, pero no me siento de verdad en mi ambiente.
—La mayor parte de aquellas conversaciones son pura fanfarria. Todo el mundo charla, charla, charla. Arthur Griffith, Yeats, Seamus O'Neill, Atty Fitzpatrick… —dijo ella.
—Las palabras son nuestras balas, Atty.
—No tengas una opinión tan pobre de ti mismo. Cuando los charlatanes hayan gastado sus municiones verbales, la Hermandad habrá de recurrir a hombres como tú para hacer el trabajo. Además, tampoco eres tan malo peleando con palabras. He leído algunas poesías tuyas.
—Seamus no debería enseñar aquella porquería por ahí. Hace muchísimo tiempo que no escribo.
—Pues deberías escribir.
—Bueno, Dan me dice que cuando me encierren en la cárcel tendré todo el tiempo que quiera.
Por segunda vez hizo presa en ellos una oleada de turbación.
—Es curioso —dijo Atty en voz baja—. Siempre me había vanagloriado de ser una mujer deseable y de mi habilidad por rechazar pretendientes. Ahora me resulta un poco difícil, Conor. Hasta hoy, nunca había pedido a un hombre que me llevase a la cama.
Conor se levantó y la puso en pie. La estrechó entre sus brazos, y en verdad que tenía entre ellos un gran pedazo de mujer. Luego la apartó.
—Yo creo que será mejor que lo dejemos madurar durante algún tiempo.
Atty palideció. Las lágrimas de la humillación pugnaban por salir al exterior.
—Me he puesto en ridículo yo misma.
—Estás sola, necesitas un nombre, y no hay nada malo en que así sea. Eres también una mujer maravillosa, Atty, y no quiero hacerte el agravio de tomarte a la ligera.
Atty consiguió emitir una carcajada teatral.
—Estoy viviendo una experiencia nueva.
—No te rechazo, muchacha. Te lo aseguro, en el momento que te he visto me ha venido la idea de poseerte. Pero me doy cuenta de lo injusto que sería poseerte a ti cuando todavía lloro interiormente por mi Shelley. ¿No lo comprendes?
Ella lo comprendió muy bien, si es que no lo había comprendido antes. Sabía que el precio de jugar con aquel hombre consistiría en poner en peligro sus barreras, destrozar el recogimiento en sí misma y el contento de sí misma que había logrado conservar mediante un matrimonio feliz y tres hijos. Aquel hombre la llevaría a parajes de su propio interior que ni ella misma había visitado nunca por sí sola. Por un instante demencial sintió el afán de acompañarle al dormitorio vecino, que mantendría a oscuras, y pedirle que le amase de mentira, si así le placía, o que llorase sin rebozo, apoyada la cabeza contra sus senos. Pero tuvo miedo de hacerlo, porque nunca había concedido cosa igual a ningún hombre.
En los meses que siguieron a las elecciones, Oliver Cromwell MacIvor se aprovechó del pánico que despertaba la nueva amenaza de autonomía, desarrollando planes que se habían convertido en su sangre, luz y aire durante quince angustiosos años de espera. Utilizando sus propios templos como cajas de resonancia por toda la provincia, cabalgaba sobre las olas de los antiguos temores del Ulster.
«Cuando el Señor tu Dios te lleve a la tierra que poseerás y cuando el Señor tu Dios los suelte delante de ti, tú deberás aplastarlos y destruirlos por completo; tú no cerrarás convenio alguno con ellos, ni tendrás misericordia alguna con ellos… porque tú eres un pueblo sagrado para el Señor tu Dios; el Señor tu Dios te ha elegido para que seas un pueblo especial ante El, por encima de todos los pueblos…»
Roger Hubble tuvo razón en lo de que MacIvor continuaría sirviendo sus intereses, a pesar de la división habida entre ellos. El predicador añadía poca cosa nueva en una zona que pedía a gritos transformaciones sociales; se limitaba a recalentar el mismo estofado de siempre y servirlo otra vez. A los protestantes del Ulster se les había machacado el mismo tema durante tres siglos hasta que formó parte integrante de su mentalidad ya desde la cuna. Ellos formaban una cara de la trinidad irlandesa, las otras dos eran los británicos y los indígenas y se les seguía manipulando para conservarlos apartados del verdadero problema: el mejoramiento de la vida de todo el mundo, sin excepción.
Una vez más se les arrastró diciéndoles que iban, lo mismo que los antiguos hebreos, en busca de la tierra prometida, y que eran el pueblo privilegiado a los ojos de Dios. Lo único nuevo era que se daba el primer paso por el camino de abandonar la tradición, vieja de siglos, puramente automática ya, de obedecer y seguir en cuestiones políticas a la nobleza. Lo único que sucedía realmente era un sutil cambio de guardia. Fuere como fuese, MacIvor hipnotizaba a las multitudes y se veía a sí mismo, cada día más y más dotado de un poder mesiánico. Donde no había templo, se recurría a frecuentes reuniones de resurgimiento en tiendas de campaña. Y donde no había tiendas se echaba mano de grandes asambleas al aire libre.
Diez años atrás había organizado los Caballeros de Cristo, grupo selecto, círculo interior de los ultrajusticieros. Su verdadera finalidad (la de constituir el núcleo interior de una turba) se había mantenido en secreto esperando el momento propicio.
Mientras el fuego griego evangélico de MacIvor ardía sobre el Ulster, el predicador convertía disimuladamente a los Caballeros de Cristo en una vanguardia «para la defensa de la fe protestante contra los asaltos de satanistas, papistas y tránsfugas». Como si la Orden de Orange no desplegara sus actividades persiguiendo el mismo objetivo exactamente, el plan de MacIvor requería un ejército particular. Utilizando antiguos oficiales del ejército y numerosos elementos del
Constabulary
fuera de servicio como jefes de grupo, hizo entrenar a los Caballeros en tácticas de combate irregular. A pesar de que patinaba por una capa de hielo legal muy delgadita, las autoridades titubeaban y se quedaron inmóviles. En pocos meses se había creado un cuerpo adecuado para resolver conflictos locales, realizar destrozos a la primera indicación que se les hiciera y dispersar ciertas reuniones de predicadores disidentes, porque allí no había más evangelio verdadero que el de Oliver Cromwell MacIvor.
De la noche a la mañana, parecía, surgían nuevos templos «universal-presbiterianos» en Armagh, Lisburn, Carrickfergus, Coleraine, Bangor y Lurgan. Templos que se dotaba de clérigos formados a la carrera por el colegio «teológico» del mismo MacIvor en un curso acelerado de cuatro meses y ordenados por el moderador en persona.
En las primeras fechas del año 1907, los Caballeros de Cristo instigaron un motín en el sector católico de Downpatrick con motivo de la contratación de tres profesores católicos para una escuela pública nueva. El éxito que coronó tal incidente podía servir de anuncio de otros más importantes que se producirían en Belfast y Derry más entrado el año.
Teniendo sus soldados a punto y sus instituciones desparramadas por todo lo ancho de la provincia, Oliver Cromwell MacIvor dio el gran golpe. Para que la noticia se divulgara más, se fue a Londres, convocó una conferencia de prensa y anunció la creación del partido político lealista.