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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (89 page)

—No me ha dicho que pensara salir.

—Vigilas los movimientos de ese muchacho como si fuese un enfermo mental.

Conor se hundió en un sillón sobradamente tapizado y apolillado de puro viejo, pasó una pierna por encima del brazo del mueble y buscó el punto del libro que estaba leyendo.

—Tendrás que vigilar bien a Alfie Newton —le advirtió Robin, refiriéndose al jugador que ocupaba su mismo puesto en el Leeds Loiners.

—Sí, lo sé, lo sé.

—Es un monstruo sanguinario. El único hombre de la Liga a quien Argyle no puede contener por sí solo. Recanastos, no le paras ni con una llave de judo.

—Argyle me ha dado una conferencia sobre él, Doxie me ha dado otra, y Derek otra. Llevo una semana que me están matando a golpe de conferencia sobre Alfie Newton.

Conor levantó la vista, inquieto, y se observó a sí mismo en un espejito de encima de la pila. Luego se pasó el índice por la cicatriz de la mejilla, que ya iba sanando.

—Pues procura que Alfie Newton no lo advierta —prosiguió Robin.

Conor gruñó algo y se puso a mirar por la ventana como si pudiera producirse un milagro para que dejase de llover. Hasta la lluvia parecía negra. El agua caía como aceite abajo, sobre los guijarros, confundiéndolos con las brillantes, húmedas y apáticas hileras de ladrillo rojo y tejados de pizarra. Todo lo que se movía en el exterior parecía encogido y mísero. Conor se acomodó de nuevo y reanudó la lectura, pero pronto percibió que Robin estaba nervioso. Miró por encima de la página y vio que Robin tenía una expresión culpable. Sabía qué estaba preparando su compañero.

—Necesito que esta noche me protejas —balbució Robin.

—No faltaba más. ¿En su casa o aquí?

—Aquí. Es una mujer casada.

—¿A qué hora?

—A eso de las ocho y media. —Robin tiró el libro al estante—. Pensarás que soy un canalla, ¿verdad que sí?

—No —respondió Conor.

Robin iba y venía por la jaula del cuarto.

—Has de saberlo, amigo. Amo a Lucy y cuando estoy en casa, no ando por ahí, jodiendo con otras. Pero después de diez semanas de esta porquería…

—Cállate. Esto no es un confesionario.

—Oye, debo contártelo. Eres como de la familia y no quiero que tengas un concepto equivocado de mí.

—No has de contarme nada —dijo Conor.

—Es que me revienta a mí mismo.

—¿Qué es lo que te revienta?

—Que estando casado me porte de esta manera y, en cambio, tú sepas dominarte y esperes hasta reunirte de nuevo con Shelley. Ver lo honrado que eres con ella, sin apartarte un ápice del recto camino. Me indigna contra mí mismo.

—No te des coces. Tenemos distintas necesidades. Yo sé que amas a tu mujer y tu hijo.

—Tú eres un hombre cabal, muchacho.
Jeese
, me habría mandado al diablo cuando me dijeron que había de compartir la habitación con un católico romano, y soltero por añadidura. Mira, yo siempre había formado equipo con muchachos casados; de modo que cuando uno protege al otro no es tan difícil encontrar justificación a lo que uno hace. Ya entiendes qué quiero decir. Y, sin embargo, esto es lo que gusta de ti, tu honradez.

—No te inquietes, Robin.

Robin fue a situarse junto a la ventana.

—Cochina lluvia.

—Sí.

—Los chicos se pondrán nerviosos. Lo huelo. Diez semanas fuera, y ahora esta cochina lluvia. Puedes apostar a que antes de que termine la semana habrá un par de peleas. ¡
Jeese
, qué tranquilo estás, chico!

—Quizá —respondió Conor.

«No sabes de la misa la mitad, Robin», se decía Conor.

—¿Piensas mucho en Shelley?

—No es difícil pensar en ella.

—Claro que no —admitió Robin—. Creo que después de Lucy y Matt es en ella en quien yo pienso más Eres un chaval afortunado. Shelley vale la pena; de veras. —Robin se estiró en la hundida cama, con las manos a la nuca, dándose un festín de recuerdos—. No parece posible que de un muchacho de aspecto tan raro pudiera salir jamás una mujer hermosa. —Encendió un cigarrillo y envió un aro de humo hacia el techo—. Ya sabes que yo también escapé y trabajé en barcos.

—Shelley me lo contó.

—Ah, fue una desesperación. En Belfast, amigo mío, si eres pobre, eres pobre.

—Claro que no tenemos el monopolio de la pobreza —adujo Conor—. Pero criarse en el campo puede ayudar a mitigar en parte la fealdad de la miseria. Me di cuenta cuando fui a Derry. Allá en el pueblo teníamos vecinos y siglos de historia de ayudarnos los unos a los otros. Siempre se puede cultivar algo, y si las cosechas van mal, siempre puedes cazar algo. En la ciudad la pobreza se te echa encima de manera distinta; te da la sensación de un desamparo total.

—Así es, enteramente —asintió Robin—. No puedes comerte el pavimento. —Ahora los ojos hablaban elocuentemente en aquella faz de tosca belleza y un reflejo de luz que entraba del exterior parecía juguetear con su enérgica fisonomía—. Si uno no tiene campos verdes, se los inventa.

—Y campos de polvorientas campanillas azules…

—Shelley te lo contó, naturalmente. Ah, solía cantar esa canción a todas horas. Cuando ella y yo empezamos a tener edad suficiente, nueve o diez años quizá, nos íbamos lejos, de aventuras. Subíamos al tranvía en una esquina donde hubiera mucha gente y pasábamos por delante del cobrador, fingiendo que nuestros padres nos habían precedido y habían pagado nuestros billetes. Al final del trayecto, en Malone, si encontrábamos un carro que saliera al campo suplicábamos que nos dejaran subir. Allá, fuera de la ciudad, estaba verde, auténticamente verde. Nosotros gritábamos de gozo sólo con verlo. Nuestro lugar favorito era el puente de Shaw, pequeño puente de piedra para cruzar el Lagan levantado en la parte más abierta y verde que puedas imaginar. Era nuestro sitio preferido, y en la baranda del puente todavía encontrarías nuestras iniciales, de Shelley y mías. —Con gesto repentino se quedó en posición de sentado—.
Jeese
, charlo por los codos.

—Me gusta oír cosas de Shelley —dijo Conor.

Robin sonrió, y siguió explicando:

—Shelley y yo… nos quedábamos en ropa interior y saltábamos del puente al río. Era peligroso, pero por aquellos tiempos, antes de la polución, el agua era clara y pura, y profunda. Y no tardaba en aparecer una barcaza. Por un penique yo montaba el burro de delante, en la orilla, arrastrando la barca, mientras Shelley manejaba el timón, y así el barquero podía descabezar un sueño de media horita. Siempre traían algo que comer, y si les mirábamos con bastante insistencia, nos daban parte.

»Un día bueno recogíamos cuatro o cinco peniques y empezábamos el largo regreso al hogar. Apenas llegábamos al Shankill, corríamos a la frutería del final de nuestra calle y enseñábamos al dueño el dinero que teníamos, y él nos dejaba coger hasta quince o veinte frutas golpeadas de la barrica en que las guardaba, y nosotros nos íbamos a un cobertizo secreto y nos hartábamos de fruta hasta dolernos la barriga. ¿Verdad que es raro que los recuerdos que más se te graban en la memoria se refieran a la comida?

La faz de Robin se alteró súbitamente.

—Un día —continuó—, al saltar del puente de Shaw, Shelley por poco se ahoga. Sólo por misericordia divina logré salvarla. Todavía la veo, tendida allí, en la orilla, con el mojado cabello sobre la cara, tan quieta. Cuando le hicimos recobrar el sentido, le quedó un resfriado espantoso, y tuvimos que llevarla al hospital. Ya conoces a Morgan. Todo lo que tiene de cuerpo lo tiene de bondad; pero cuando se pone furioso, pocos hombres se le acercarían, ni con una horca de hierro. Cuando un médico le llevó la niña a casa, él me cogió por el cuello y me dio una paliza tan terrible que pensé que no viviría yo lo suficiente para que me naciese la barba. ¿No te ha contado nunca Shelley por qué me fui al mar?

—Sí.

—¿Y tú, Conor? ¿Por qué fuiste tú?

Conor no respondió.

—Puerco Belfast —exclamó Robin—. Nosotros hemos sido siempre vecinos del Shankill y trabajadores de los astilleros. Morgan entró en la Weed Ship & Iron Works el día que abrió las puertas, y anteriormente su padre había trabajado ya en los astilleros pequeños. Cuando había trabajo, se podía soportar la vida, excepto por esos espantosos domingos y la chachara piadosa. Cuando no había trabajo, venía una desesperación horrible, aterradora. El miedo brillaba en los ojos de los hombres, y el dolor de tener que presentarse ante sus familias con las manos vacías extraviaba sus mentes y los hacía revolverse contra sus vecinos. Estamos tan locos por nuestros empleos que nos los apuntan contra la garganta como si fueran puñales. He ahí la mitad del conflicto entre tu pueblo y el mío.

Robin MacLeod se acordaba de su madre como de una mujer que tenía la severidad de su religión tan profundamente grabada en el alma como las líneas fisonómicas en el rostro. Nunca se le escapaba una carcajada, sólo el chirrido de las oraciones.

—Oh, sí, tenía la cara de una noche de invierno, y un corazón acorde con la cara. Si no estaba enfadada era que aún no había nacido el día. En los tiempos difíciles, solía atribuir nuestros problemas a otros tantos castigos de Dios por las maldades que perpetrábamos Shelley y yo.

»El tremendo orgullo de Morgan no le dejaba someterse a permitir que Shelley y yo trabajásemos en las tejedurías. Las querellas adquirieron tal virulencia que durante un paro muy prolongado yo me fui al mar y Shelley huyó a Inglaterra.

»Por misericordia divina, a mi madre la libraron pronto de las miserias terrenas, y dejó este mundo rezando y cantando aleluyas hasta el último aliento. Morgan se casó después con Nell, la mujer más santa que haya honrado jamás el Shankill. Entonces nos suplicó que regresáramos, porque (decía él) si no éramos una familia no éramos nada. Yo creo que hay mucha gente así en Belfast. Es mejor vivir en esas cajas de píldoras que dispersarse por el mundo y morir lejos de aquí.

Liam lejos, yo lejos, Dary lejos. Nuestra semilla se ha dispersado… nuestra raza se debilita…

La puerta se abrió con furia para dar paso a un Jeremy Hubble entusiasmado que se plantó chorreando en el centro de la habitación. Conor miró el reloj. Eran algo más de las siete.

—Sécate y comamos algo —le dijo Conor al muchacho.

—La mesa de los jugadores no estará servida hasta dentro de una hora o más —contestó Jeremy.

—Esta noche me pronuncio por una comida decente. ¡Y después…!
The Siege of Ladysmith
, nada menos, adorna el escenario del teatro local.

—¡Formidable! ¿Vienes tú también, Robin?

—Yo tengo que reunirme con Doxie y Derek para repasar los planes del partido contra el Leeds.

La mirada de Jeremy iba de uno a otro de los dos hombres.

—Me gustaría que no me trataseis siempre como a un chiquillo —concluyó.

La victoria sobre el Leeds Loiners fue dulce néctar y miel delante de veintiséis mil espectadores empapados. Apenas iniciado el partido, el temible Alfie Newton (que en verdad era un rinoceronte humano) tomó puntería contra el corte de la mejilla de Conor desde un punto que no dejaba escapatoria. Argyle Dixon se acercó y transmitió un aviso a tiempo. Conor se volvió, bajó la cabeza y pescó al violento Alfie, dándole con la frente entre los ojos y aplastando una nariz que otros habían aplastado ya muchísimas veces.

Alfie pudo entrar de nuevo en el campo antes de que transcurriera el plazo concedido para una lesión; pero ya no volvió a ser el mismo. Argyle y Conor se turnaban para marcarle como si fueran su propia sombra, o más todavía su propio pellejo, sin dejarle espacio ni para respirar siquiera. Antes de la media parte, Alfie se retiró. En diez años, era el primer partido que no terminaba. A partir de entonces los Boilermakers fueron dueños de las
melées
, y del tanteo final: East Belfast 24 y Leeds 3. Fue la hazaña cumbre de la temporada.

Al final del partido, Conor pasó un largo y tenso rato sentado, apretándose un paño húmedo contra la tumefacta frente, en el punto que había golpeado a Alfie Newton. No era el dolor del cardenal lo que le daba náuseas, sino el comprender que se le había terminado el plazo. Bradford y Brendan Sean Barrett le aguardaban en el primer recodo del camino.

Uno tras otro, los compañeros le dieron una palmadita a la espalda y salieron del vestuario para celebrar el triunfo a lo grande, hasta que sólo quedaron con él Jeremy y Robin.

—Hala, id vosotros también —insistía Conor—. Yo iré en seguida.

Ambos se marcharon, pues, y la poca luz que quedaba adquirió ese tono gris negro desalentador. Conor permanecía sentado, con la cara entre las manos, contemplando el vacío. El anciano encargado del vestuario recogía toallas, gimiendo y maldiciendo el desorden, y luego fregaba aquel suelo tan curvado y rechinante como su misma persona.

Conor fue a la bañera y se restregó, sumergido en agua fría. El viejo seguía lamentándose de que nunca terminaba el trabajo, y de que todavía tenía que limpiar otro revoltijo, cuando he ahí que fijó la mirada en la frente de Conor.

—Oh, compañero —dijo—, vaya golpe feo que le han dado. De modo que usted es «el Herrero», ¿verdad?

—Sí, soy «el Herrero» —murmuró Conor.

Conor fue a sumarse a los festejos en el Old India House y durante unos minutos se dejó arrastrar, por la adulación y la bebida. La taberna retumbaba de canciones: canciones de Leeds, canciones de Belfast, cuplés obscenos, canciones de minas, cantos sentimentales irlandeses.

Luego, como de costumbre, los muchachos católicos desfilaron hacia su demarcación, hacia aquellas pequeñas ciudades irlandesas que se hallaban siempre en el corazón mismo de la zona más miserable. Las tabernas de Chaptel Town y de Quarry Hill tenían las puertas abiertas en espera de sus héroes.

Jeremy Hubble regresó al hotel, protestando inútilmente todo el rato, y Conor continuó hasta la taberna de Tooley para aceptar los abrazos de sus paisanos. «El Herrero» había ido a verles; era una solemnidad que se recordaría mucho tiempo, y que serviría para mitigar un tanto la sordidez de sus existencias.

Duffy O'Hurley, Doxie O'Brien y Calhoun Hanly habían establecido su corte en un rincón del local. Duffy estaba singularmente apagado, esta noche no se mostraba tan alborotador como de costumbre. Entre el estrépito, los ojos de Conor fueron al encuentro de los del maquinista. Muy lentamente, con la cabeza, Duffy dijo «sí» y levantó el jarrillo a guisa de saludo.

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