A pesar de abordarlo todo con la bolsa abierta y a pesar de los contactos interiores, el juego de palabras teológico duró cerca de tres años antes de que la Sagrada Rota se ocupara del caso de Caroline. Según todas las escalas de comparación, esto significaba una rapidez sin precedentes. Swan había dado pruebas de ser un lince.
Caroline Weed tuvo que pasar por las llamas de una última humillación. Cuando fue a Roma a enfrentarse con los sacerdotes del Tribunal de la Rota, hubo de someterse a interminables días de interrogatorios sobre todos los pormenores de las relaciones que había tenido con De Valenti. Allí se desenterró toda expresión, diversión y perversión de carácter sexual imaginables. Y no podía defender la menor intimidad, por miedo a que la petición fuese rechazada. Caroline se vio encadenada hasta el agotamiento por unas mentes que se movían por espinosos laberintos y afiladas trampas. No se le ahorró ninguna mortificación personal.
Al final Caroline alegó ignorancia de lo que el matrimonio implicaba, dijo que se casó con falso designio, que alimentó siempre reservas secretas de modo que sus votos habían sido desleales y, finalmente, que no tenía intención de alumbrar hijos.
Después de tres años y veinte mil libras, se le concedió la anulación y fue misericordiosamente excomulgada de la Iglesia católica. A lo largo de este proceso de humildad, Caroline Weed se humanizó bastante. Swan había actuado tan hábilmente que sólo hubo unos leves murmullos acerca de lo ocurrido, y aun éstos cesaron muy pronto al ascender Caroline a la categoría de símbolo de la cultura, la caridad y la alegría de Belfast.
La muchacha era ya una mujer. Ella y su padre se perdonaban las respectivas debilidades con tácita comprensión. Ahora Caroline circunscribía sus nuevas aventuritas amorosas dentro del marco de su amado París, con absoluta discreción, en compañía de artistas, escritores y músicos.
Caroline y sir Frederick disfrutaban de uno de los escasos ratos que pasaban en mutua y sosegada compañía en el hotel Antrim, sin la carga de los negocios y los deberes sociales. Después de comer se habían retirado a la sala de billares.
—¿Qué, Freddie? ¿Al billar inglés, o al
snooker
, Freddie?
—Al billar, simplemente, ¿Cinco libras por partida será demasiado para tus posibilidades?
—Tú empiezas.
Caroline se convenció pronto de que su padre no ponía atención en el juego. Se había apuntado dos partidas con demasiada facilidad y llevaba muy buenas trazas de apuntarse la tercera. Cuando ella falló el golpe, él frotó el taco con yeso y se acercó a la mesa. La bola acertó en el agujero; luego, cuando se disponía a pegar por detrás de la espalda, Caroline le dijo:
—Tú y Max estáis confabulados para exiliarme a Londonderry, ¿verdad?
El padre por poco hunde el taco en la tela.
—Ni mucho menos. Yo no he pedido sino que te muestres razonablemente cortés con el vizconde de Coleraine durante su estancia. Si logramos hacerle cambiar de ideas, yo lograré un ferrocarril de una a otra parte del Ulster, y ya sabes cuánto lo ansío.
—Oh, Jesús, Freddie; no sabes mentir… Veamos qué tenemos aquí en la mesa.
—Me has desbaratado el juego intencionadamente… intencionadamente.
—Parece que siempre te desbarato esa clase de juego que tanto te gusta —comentó la hija.
—Deja ya el maldito taco. He terminado —replicó él.
—Me debes diez… quince, si quieres concederme esta partida.
Sir Frederick contó los billetes refunfuñando con fingido disgusto mientras ella se escondía el dinero en el seno con gesto travieso y le guiñaba el ojo.
—Mira, Caroline… Yo soy un hombre razonable.
—Eres el hombre menos razonable de Europa.
—Te diré, supongo que el vizconde de Coleraine cruzó por mi mente, aunque de un modo vago.
—Entonces, déjale que, también de un modo vago, la descruce.
—Antes de que desates los vendavales, te encarezco que medites bien el asunto. O sea, que te fijes bien en ese buen chico.
—Lo he meditado —respondió Caroline en tono serio—, pero cada vez que entreveo un destello de posibilidad me acuerdo de aquel espantoso y grotesco mausoleo prehistórico que es Hubble Manor. Estuvimos allí hace diez años y todavía tengo la nariz llena de olor a moho. ¡Oh, Dios mío, Freddie! ¡Pensar que sería capaz de condenarme a aquella horrible mazmorra!
—¡Bueno, cámbialo todo a tu gusto!
—¿Qué he de cambiar? ¿A Londonderry? ¿A Roger Hubble? En cuanto a cultura, todo el maldito Oeste es una urticaria, una pesadilla. Y por lo que recuerdo de él, Roger Hubble es un tonto pedante y desagradable que ríe a bufidos.
Sir Frederick dio un suspiro apesadumbrado.
—¡Vaya! ¿Debe pesar eternamente sobre mí la maldición de que tu delicada y adorable madre no pudiera darme más hijos?
—Oh, deja el violín de los gemidos, Freddie.
—Yo no te pido que te enamores locamente de él, ¡por amor de Dios! Basta con que te cases con ese truhán, nos des unos cuantos herederos, y después puedes largarte a París y armar orgías con toda la colonia de bohemios ¡por todo el resto de tu vida!
—Eres un hombre bajo, sucio, repulsivo y desagradable.
—¡Porquerías!
La puerta se cerró de golpe detrás de Caroline, y otro estruendo parecido sonó al seguirla el padre hacia el salón y entrar en su dormitorio antes de que ella pudiera darle con la puerta en las narices.
—Por Dios, Freddie, déjate de ataques cardíacos, deja de recordarme que envejecemos a una marcha loca, déjate de lagrimitas y de réquiems por mamá, y de amenazas de pobreza, y sobre todo, POR FAVOR, déjate de ¡porquerías!, de que ansías esto como no has ansiado nada en tu vida.
Puesto al desnudo, sir Frederick levantó los hombros y se ablandó hasta casi despertar compasión.
—Pues me imagino que sí lo quiero como no he querido nada en el mundo —dijo.
—Sí —respondió ella compasivamente—, creo que sí lo quieres de veras.
—Perdona lo que voy a decirte, Caroline, pero a veces deseo que De Valenti te hubiese conservado a su lado el tiempo necesario para engendrar un hijo. A veces me siento profundamente deprimido. Caroline, tú lo eres todo para mí; todo lo hice por ti, completamente. Quiero que pertenezca a tus hijos. ¿Está mal eso? Por favor, no me obligues a casarme otra vez —y abrió la puerta para salir.
—Freddie.
—Sí, cariño.
—¿Qué harías si me hubiera casado y supieras que soy desdichada?
—No está bien que me preguntes esas cosas.
—Pero te las pregunto.
—Si sigues cerrando la mente, alejando a los que te cortejan antes de haberlos conocido bien, no me dejas otro recurso que el de fundar una segunda familia. Caroline, ¿cómo puedes tener un matrimonio feliz, o infeliz, con una persona si te niegas a conocerla? Pero, para responder a tu pregunta, ¿qué tenemos nosotros, real y verdaderamente, sino una recíproca lealtad y un sentido de continuidad de la familia? Creo que si te encontraras con un matrimonio no muy satisfactorio sería capaz de pedirte que resistieras el tiempo suficiente para asegurarnos descendencia y te diría que fueses a buscar los placeres donde pudieras.
Caroline se dejó caer sobre el borde de la cama.
—Sí, eres razonable. Yo confiaba que podríamos continuar como estamos indefinidamente. Has tenido la inmodestia de crear un imperio y poner sus riquezas a mis pies. ¿Por qué habrías de tener el instinto menos desarrollado que un salmón que remonta la corriente del río, o la loba que cruza la tundra para tener lobeznos? Te amo, Freddie. Me porto horriblemente mal al negarte lo único que me has pedido nunca.
Su padre apoyó la mano en su hombro y Caroline apretó la mejilla contra ella.
—¡Quién sabe! —exclamó—, bien mirado Hubble quizá resultara cómodo y flexible como un buen zapato viejo. Ojalá aquella maldita casa suya no fuese tan… ¡Oh, Freddie, lárgate ya de aquí!
Rathweed Hall asentaba su refulgente opulencia en un elevado otero de los montes Hollywood apenas fuera del alcance de East Belfast, cuya deprimente vista se ahorraba gracias a una espléndida muralla de bosque mixto formado por abetos, mostajos, alisos, tejos y álamos temblones. La casa principal estaba emplazada de manera que proporcionase una avenida de visibilidad sobre Weed Ship & Iron Works y además sobre la bahía de Belfast.
No era tan grande como solían ser las mansiones regias; constaba de sus buenas treinta o cuarenta habitaciones (según como se contaran) encerradas en un modesto recinto de trescientos ondulantes acres de prado y bosque. Sin embargo, en toda Irlanda no había otra que la aventajase, y a menudo la comparaban con los pequeños palacios del Loira, en Francia.
Desdeñando las filigranas, maderas oscuras, pomposidad y exageración que caracterizaban las decoraciones victorianas, lady Livia y posteriormente Caroline la habían abierto al aire y la luz utilizando los productos más logrados de artesanos venidos allá, representando media docena de culturas diferentes.
Livia cuidó de que la casa se distinguiera por su carácter italiano gracias al mármol blanco de Paonazetto, surcado por delicadas venas y matizado por vetas rosadas y moradas, asombrosa maravilla que pregonaba el nombre y la absoluta singularidad de aquella mansión a los cuatro puntos cardinales del Ulster. El piso principal, vestíbulos, escaleras, salones y columnas utilizaban generosamente los
paonazettos
para luego hundirse dramáticamente (en las habitaciones del dueño de la casa de los pisos superiores) en
breccias
, más oscuros, y antiguos
verdes
. El peligro de una excesiva preponderancia del mármol quedaba conjurado por dos mil cuatrocientos metros cuadrados de alfombras de Savonnerie, cada una ideada para contrapesar su sector determinado. El suelo de la sala principal aparecía cubierto por una alfombra «polaca» de lustre sedeño que medía algo más de nueve metros por casi veintiuno y medio, tejida en Persia.
Todos los techos y umbrales de los pisos segundo y tercero, y muchas de sus paredes, estaban adornados con frisos azulados y tintes de alabastro según la escuela de los hermanos Francini, y narraban, sucesivamente, toda la historia de Escocia e Irlanda.
Asimismo se encargó una original colección de murales en papel Cole para paredes que representaban escenas del Ulster. Estos papeles cubrían las paredes de las habitaciones de menos categoría, las habitaciones de los niños, la sala de armas, las salas de juegos, la sala de fumar y la biblioteca. Las escenas las habían grabado en madera, y después de aquella tirada única para Rathweed Hall destruyeron las planchas.
Caroline trajo la colaboración de Francia. Para tapizar la numerosa colección de
chippendales
auténticos convenció a Francois Bony, por aquellas fechas campeón de los diseñadores de París, de que recorriera el Lejano Oriente en busca de damascos chinos y brocados raros de los períodos mogol y manchú.
Intercalados entre una sobrecogedora abundancia de espejos dorados venecianos, colgaba un despliegue al parecer interminable y más sobrecogedor todavía de tapices de Gobelin, Karcher y Boucher. Todo había sido escogido de modo que diera una sensación de euforia suave; todo, cada jarrón griego, cada candelabro, cada artefacto. La única parte de la casa que tendía hacia lo ponderoso eran las macizas lacas venecianas de las habitaciones particulares de sir Frederick.
Según una tradición secular, pocos nobles se gastaban el dinero en Irlanda. En cambio, sir Frederick rindió tributo a su patria de adopción adquiriendo tres docenas de candelabros de cristal de Cork. El del saloncito principal pesaba más de una tonelada y colgaba de unos cables de acero especiales, escondidos, fabricados en sus talleres. La porcelana era de Limoges —un juego completo para setenta personas— y la plata fina, Garrard, según su pauta típica.
Sin embargo, casi no había jardín a la manera clásica, ni otras cuadras que las necesarias para el transporte, ni retrato de la reina, ni capilla, ni asta de la bandera, ni una cimera de armas siquiera… lo cual venía a ser un alarde de ostentación a la inversa.
Apenas llegado al Ulster y después de poner en marcha el primer y modesto muelle de los astilleros actuales, sir Frederick decidió que en el despacho había de tener un cuadro de Turner que representara un barco. El dinero andaba escaso por aquellas fechas, y el óleo que ansiaba valía bastante. El hecho de haber ganado en el juego una cantidad muy respetable le permitió adquirir
Vapor en aguas superficiales
, precursor de una colección que había de ser la más notable de todas las particulares que hubiera en el Ulster. Más tarde, cuando sus actividades se ampliaron a los ferrocarriles, adquirió otro Turner,
Ferrocarril en la tormenta de nieve
, uno de los primeros óleos que se han pintado tomando un tren por motivo.
El arte engendró más arte, según el celo habitual de Weed. Unas correrías por Venecia y España motivaron que penetraran en su vida Hyeronimus Bosch y Goya. En grotesco contraste con las sobrias líneas de casa de campo que tenía el edificio y sus detalles de discreción, venía luego una legión de cuerpos desnudos, satanistas, monstruos dominados por mil perversiones, misas negras, sátiras grotescas de semihombres y semibestias.
El Jardín de espinas
, de Bosch, y
El herido
, de Goya, formaban parte de aquella inestimable clasificación. Su mayor golpe y el que le distinguía como coleccionista era haber descubierto seis esbozos originales que Goya utilizó en su obra maestra de ochenta aguafuertes, los
Caprichos
.
Lady Livia se quejaba de que aquella mansión estaba en guerra consigo misma e iba tomando el aspecto de un asilo de dementes. Sir Frederick hizo caso omiso de la dulce rebeldía de su esposa hasta que la vio en su lecho de muerte, momento en que le prometió ordenar mejor las cosas. Y cumplió la palabra, construyendo el primero de los dos notables pabellones exteriores de Rathweed Hall, que le sirvió de pequeño museo para albergar la mayor parte de la colección.
Este edificio, casi a la altura de las obras de arte que contenía, se abría magnánimamente al público el día del cumpleaños de la reina y en otras numerosas solemnidades del año.
La francofilia de Caroline dio entrada a un nuevo chorro de arte. Durante aquel intermitente escarceo amoroso que parecía sostener con París se identificó con la nueva ola y con los que la movían. Era amiga de los artistas, y a menudo les servía de modelo. Algunos fueron amantes suyos. Y como eran gente desconocida, sus obras se vendían a precios irrisorios. Muy a menudo Caroline pudo escoger entre las obras de uno de ellos antes de ser subastadas en el hotel Drouet por unos pocos francos. Sir Frederick despreciaba aquella «porquería» y se negaba a colgar los cuadros en sus dominios. Con ello, las habitaciones particulares de Caroline se convirtieron en un bosque de Manets, Monets, Siselys y Pissarros. Un tipo llamado Degas la utilizó como modelo para una docena de esculturas de alambre de la serie
La bailarinita
y otro individuo, un tal Renoir, la pintó dos veces; primero en
Joven en el bosque
y luego en
La dama inglesa
, que le regaló en pago de haberle servido de modelo para el primero. Claude Moreau, el amante más serio que tuvo, la representó desnuda en una apasionada riada de óleos, esbozos y acuarelas.