—Sí —retumbó sir Frederick, levantándose otra vez y deambulando para moderar las llamas.
Nunca había sido maestro en el arte de contenerse, y aunque Swan le había advertido que no embistiera demasiado enérgicamente contra Hubble, dos días de vacío total y luego el hado de la «Red Hand» 367 le habían puesto los nervios de punta.
Roger se encaramó a un bajo poyo de la ventana, fijando la mirada en el conjunto de los astilleros, cuando he aquí que Weed interrumpió el paseo y dio una brusca media vuelta.
—¿Por qué demonios se niega usted a venderme la línea de Donegal y aquella miseria de la L. C. & D.?
Roger acogió la embestida con calma.
—¿Le sabría muy mal que habláramos de ello? —continuó Weed.
—Me imagino que hablaremos, tanto si me sabe mal como si no —contestó Roger.
Weed volvió a su mesa, separó bien los dos faldones de la levita y buscó el
dossier
indicado.
—Oiga, Hubble, ambas líneas están lamentablemente destrozadas, el material rodante no se tiene en pie. Le hemos ofrecido tres veces más de lo que vale todo aquello, y, por añadidura, le sacamos a usted de una situación desagradable.
—Creo haber informado al brigadier, con una claridad meridiana, que las líneas no están en venta.
—Yo sugiero que es una decisión poco afortunada. ¡Vaya, hasta sobre la base de asociarnos, estoy dispuesto a derrochar millones en ellas para rehabilitarlas! Me parece, señor, que usted podría tomar en cuenta la buena marcha de su propia parte del Ulster. Esto lo HAGO en bien del Oeste, ya sabe.
Roger se levantó pausadamente del poyo, fue a sentarse frente a sir Frederick, estiró las piernas y fijó en él una mirada tremendamente seria e inquisitiva. Sus grises ojos buscaron los de Weed, y los encontraron. Los dos hombres se sondeaban con la mirada; ninguno de ambos cedía.
—¿De veras? —dijo Roger.
—Muy ciertamente, señor. Hasta un colegial vería que al Oeste una línea trans-Ulster sólo puede traerle beneficios.
—Como guste —contestó Roger.
Una de las regordetas manos de sir Frederick arañaba el dorso, de la otra.
—Me dice el corazón que usted se está poniendo cínico, lord Roger. Veamos, ¿duda de mis móviles?
—Claro que sí —respondió el otro, desencogiéndose de nuevo y volviendo a la ventana.
Empezaban a asomar las primeras características que Maxwell Swan había descubierto en Roger Hubble. Un tipo con la sangre fría de verdad, pensaba Weed.
—¿Qué quiere dar a entender, exactamente?
—Esa preocupación que decía por el Oeste del Ulster es lo que tiene usted más lejos del pensamiento. Es una monserga indecente.
Weed no pudo disimular la sorpresa, pero sí logró reprimir la cólera.
—Siga, por favor —pidió.
—Ciertamente —contestó Roger—. Mire usted, una de las tragedias que nos afligen aquí en Irlanda es la de que, aparte de Belfast, la Gran Bretaña no ha invertido ni un chelín en industrializarnos. Hemos quedado convertidos en un país de feudos medievales a punto de descomponerse. A nuestra manera reducida, nosotros, en Londonderry, somos el centro comercial natural del Oeste. Nuestra pobre industria y nuestro puerto llenan la función de terminal de ferrocarril, centro de distribución, etcétera, etcétera, para la población hasta el mismo Galway. Un ferrocarril trans-Ulster nos obligaría a combatir contra un descarado intento de saquear Londonderry, destruir su función natural, robarle sus bienes y reducirlo a moscardón de Belfast.
—Oiga, en usted el descaro sólo queda igualado por la imaginación —exclamó sir Frederick, tratando de montar en indignada cólera, pero en realidad manteniéndose a la defensiva, como lo estaría aquel a quien sorprendieran
in fraganti
.
—No me salga con ésas, sir Frederick —dijo—. Usted y yo sabemos que si el trans-Ulster se hiciera realidad, el primer paso que usted daría sería el de reducir los precios del transporte marítimo por debajo de los nuestros. Se encargaría de que desde Inglaterra resultara más barato enviar las mercancías a Belfast y luego las llevaría por ferrocarril hasta Londonderry, o las traería de Londonderry para acá. Lo primero que se hundiría serían las líneas marítimas de Londonderry, porque Belfast controlaría todos los transportes. Nuestro puerto quedaría en la miseria y la poca competencia que podamos ofrecer en construcción de barcos quedaría eliminada. Belfast sustituiría nuestras funciones naturales con barcos Weed y locomotoras «Red Hand».
La sirena de la tarde interrumpió el discurso, seguida del movimiento masivo de obreros. Esta noche sir Frederick no se plantaba en el puesto habitual junto a la ventana para recibir el homenaje de sus legiones.
—He ahí la razón de todo ello —dijo Roger, señalando a los obreros que pasaban—. Belfast es el corazón de la Irlanda protestante; Londonderry está en segundo término. Para mantenerse en su acorazado predominio, Belfast ha de monopolizar los empleos y la industria. Ustedes no pueden permitir que Londonderry ni la Irlanda católica se lleven ni la menor partícula de la prosperidad que reina aquí. Todo es un complot de Belfast para encerrar dentro de sus dominios ferrocarriles, puertos, fábricas… Cuando usted, con su infinito afán devorador, hubiera aniquilado toda posibilidad de competencia y nos hubiera reducido a la servidumbre, nosotros tendríamos que conformarnos con las migajas que quisiera arrojarnos. ¿Verdad que comprende mi punto de vista? ¿Verdad que sí, sir Frederick?
Lo que Frederick Weed comprendía perfectamente era que tenía delante a un hombre tan implacable como él.
—Esa tesis de usted es una locura, una demencia; carece de base en absoluto —dijo.
—Quizá —admitió Roger—. Digamos que mis sospechas carecen de base, totalmente. A pesar de todo, han cruzado por mi mente. Luego no es lógico que me exponga a ningún riesgo sólo por la posibilidad de que me equivocase en mis deducciones. ¿Verdad que no?
—Lo que les pasa a ustedes, los del Oeste, es que están un poco excitados. Tienden a dejarse llevar por sus fantasías.
—Ah, sí, no cabe duda de que aquel aislamiento nos pone un poco nerviosos. Pero después de las próximas elecciones, a ustedes, los de aquí de Belfast, no les será tan fácil hacerse dueños de Londonderry.
Apropiarse del Oeste formaba parte del plan desde hacía mucho tiempo. Weed dijo en tono cauteloso:
—No sé si le entiendo bien.
—Parnell nos arrebatará los escaños. Ambos lo sabemos. Buen Dios, hasta es posible que perdamos el de los Comunes dentro del condado. Cuando Parnell y la banda de música del Papa entren en formación en Westminster nos van a meter en una red de triquiñuelas parlamentarias.
—Sí —concedió Weed—, Parnell es un granuja inteligente, en efecto. Ojalá lo tuviera trabajando para mí, se lo digo a usted de veras.
—Entonces, ¿qué planes tiene, sir Frederick?
—Nosotros ya pensamos en después de las elecciones. La victoria de Parnell, más que ningún otro factor, provocará la unión de los más diversos elementos protestantes, gracias al miedo que inspira a todos la autonomía. Hemos empezado a formar el Partido de Defensa de la Unión. He ahí una medida.
—¿Para levantar una muralla alrededor del Ulster? —interrumpió Roger.
—Es cierto. La fría realidad nos dice que las tres provincias meridionales de Irlanda las hemos perdido ya. Según la definición que usted mismo ha sentado, se han descompuesto bajo un sistema agrario fenecido. El Sur está que rebosa de católicos.
—Entonces el juego consiste —dijo Roger— en evitar que Parnell se apodere del Ulster, ¿no es cierto?
—Ese es el juego —asintió tranquilamente Weed—. Estamos tomando medidas para soltar a nuestros pastores y que marquen la «R» de Reforma en la frente de todo recién nacido. Buscaremos el apoyo de nuestros piadosos hermanos presbiterianos de Escocia. Les arrancaremos las pelotas a los de Westminster.
—¿Cómo? —preguntó Roger—. ¿Cómo?
—Enseñándoles que el Imperio empieza y termina aquí, en el Ulster. Perded el Ulster y lo perderéis todo. Impondremos una unión total y permanente con Inglaterra…
—¿Aunque signifique separar el Ulster de Irlanda? —puntualizó Roger.
—Quiero saber cómo se propone conservar el Ulster. Los católicos nos superan todavía en número, incluso aquí, ¿no es cierto?
Weed se sentía incómodo. Sabía perfectamente bien a donde dirigía los tiros Roger Hubble.
—¿Debo decirle qué ideas tiene usted en la cabeza, sir Frederick?
—Sí, se lo ruego…
—Usted está dispuesto a reducir la extensión del Ulster. ¿Verdad que sí? Usted planea un Ulster en el que los católicos no le superen en número ni en prole, y esto significa renunciar al Oeste.
—Yo no daría por tan seguro eso de que estemos dispuestos a ceder nada —esquivó Weed.
—Pero ha cruzado por su mente… la idea esa de soltar el Oeste. ¿Verdad que sí?
—Claro que sí. No se puede sostener a una pequeña y aislada comunidad protestante en un mar de indígenas hostiles. He ahí una de las razones por las que nos precipitamos a establecer la preeminencia de Belfast… antes del otoño. Hemos de plantar los mojones de un Ulster manejable, un Ulster que podamos conservar en nuestro poder.
—Y de Londonderry se puede prescindir…
—Para conseguir un Ulster manejable, habría que resignarse.
—Entonces, sir Frederick —atajó Roger sin perder punto—, le supongo a usted bien preparado para presentarse ante una convención de grandes maestres de Orange y advertirles que, por sí y ante sí, sir Frederick ha eliminado su ciudad santa, Londonderry… y precisamente por cuestiones de negocios. ¿Qué le parece que dirán ellos entonces del bueno de sir Frederick?
—¿Qué demonios quiere usted sugerir? —espetó Weed, ya incapaz de contener la marejada de cólera.
—Le sugiero que quizá pueda usted decirle a un judío que no podrá ir nunca a Jerusalén, y a un musulmán que jamás podrá viajar a La Meca; pero que Dios se apiade de usted si un día le dice a uno de Orange que no puede ir a desfilar alrededor de las murallas de Derry.
Frederick Weed palideció ante el hombre a quien había subestimado tan lamentablemente y se sintió invadido por una sensación extraña que muy bien podía ser miedo. Por la llama viva, celosa de aquellos ojos grises, comprendió que su dueño le jugaría la partida en sus propios reductos de Orange.
—¿Trata usted de hacernos chantaje para obligarnos a conservar Londonderry?
—Por supuesto que sí —runruneó el joven Hubble—. Usted se ha unido y abrazado a Inglaterra para salvarse, y nosotros nos abrazamos a ustedes por el mismo motivo. Usted tiene sus argumentos que esgrimir: bastión del Imperio, lealtad, importancia industrial… Nosotros también tenemos el nuestro. Nosotros somos la ciudad santa de Londonderry, sin la cual no hay Ulster posible. Usted le hace a Inglaterra el chantaje de la unión; nosotros se lo hacemos a usted.
—No se contenta con cualquier porquería, ¿verdad que no, Hubble? —dijo Weed.
Roger pasó bruscamente de la expresión amenazadora anterior a una jocosidad jovial, se metió las manos en los bolsillos y saltó sobre la punta de los pies, dando un suspiro.
—Todo ello forma parte del Ulster, y el Ulster forma parte de Inglaterra. Lo que hacemos ahora es planear un futuro en el que se le arrancará a Irlanda una de sus provincias. Por el método que sea, con el pretexto que se quiera… amenazas contra nuestra madre patria, furor religioso, cualquier cosa.
Roger preguntó si a sir Frederick le sabría mal que cogiese un cigarro puro. El cigarro llevaba la faja particular de Weed; pero Roger sabía que era Villar Barquinero, Habana; o acaso Excepcionales Rothschild. Cortó las puntas, lo encendió y se puso a chuparlo meditativamente.
—Ya sabe, navegamos todos en el mismo barco. Londonderry, Belfast, todos juntos en el mismo barco.
Weed no contestó, pero sabía que Roger Hubble había entrado a formar parte del grupo escogido, compuesto ahora por tres personas, al que no podía intimidar.
Dos docenas de amigotes de sir Frederick, colegas de la industria y nobles hacendados asistían a la comida de camaradería que el magnate daba en su Logia de caballeros de la Orden de Orange. También estaba presente un número similar de dirigentes e ingenieros de Weed Ship & Iron Works. Caroline, única mujer del grupo, actuaba de anfitriona.
La comida se servía en el invernadero, uno de los famosos pabellones exteriores de Rathweed Hall, copia a escala de un octavo del gran Palacio de Cristal que había albergado la exposición industrial de Londres treinta y cinco años atrás.
El invernadero contenía un pequeño teatro que había permitido a lady Livia, y más tarde a Caroline, ofrecer conciertos particulares, recitales, conferencias y estrenos teatrales, y a sir Frederick presentar combates de boxeo y lucha. Servía además para salón de Orange, el más pretencioso del Ulster, para la Logia de caballeros de sir Frederick.
El tono general de las conversaciones era el de una queja expresada de mil maneras sobre las próximas elecciones, queja que se centraba en una sola cuestión, la cuestión irlandesa.
La vieja irritación se les subía a la cabeza a Ellery Chillingham, marqués de Monaghan, y a Thurlow Ives, el mayor propietario de telares mecánicos de Belfast. Entre los reunidos circulaba un dibujo de retrete representando a «Paddy», el anarquista irlandés, criatura simiesca, incitando a Parnell a pasar a cuchillo la noble Britania, la cual protegía a su vez a una frágil y llorosa Hibernia. El dibujo en cuestión desencadenó el tono ácido… la venta de Gladstone, el liberal… los agitadores papistas atreviéndose a presentarse para el Parlamento… los impuestos sobre la industria de Belfast, si la autonomía se hacía realidad… debían haber retenido a Parnell en la cárcel, cuando estuvo encerrado en ella… ¿desde cuándo el colono otorga a sus indígenas el derecho a votar?… otra ley agraria, y a nuestras propiedades irlandesas se las habrá llevado el viento… y todo eso bajo la batuta de Roma…
—Si no podemos dominar la basura irlandesa en nuestras propias islas —silbaba lord Monaghan—, ¿cómo diablos podemos pensar que la dominaremos en la India y en otras partes? Yo digo que el frente de batalla está aquí, y que debemos resistir.
—Eso, eso —respondía Thurlow, golpeando el cristal con la cuchara—. Eso, eso.
Aunque parezca raro, sir Frederick habló muy poco. Roger se fijaba en el comportamiento del industrial, lleno de curiosidad.