—Entonces, ven a sentarte cerca de mí como sueles hacer, y así no tendré que hablar demasiado alto.
Conor se trasladó a gatas por el heno y se acomodó a los pies de Daddo.
—Cuando tu bisabuelo Ronan Larkin abandonó Armagh, allá por el 1800, y se vino a Ballyutogue, Inglaterra había combatido en guerras que asolaron muchos campos de Europa y el ejército necesitaba muchísimas cosas. Hasta el último acre de Irlanda se transformó en campo de cultivo de cereales, porque de ahí se sacaba dinero. Con ello se destruyó gran parte de los terrenos de pasto.
»Después de Waterloo hubo una gran demanda de cereales, y las fincas cada vez producían menos. Grandes patrimonios de la aristocracia cayeron en la ruina. Buena parte de la nobleza campesina andaba de cabeza; muchos habían contraído grandes deudas de juego. Las fincas estaban cargadas de deudas e hipotecas hasta el tope.
»Los MacAdam Rankin y la gente de su ralea vivían de un porcentaje de lo que recaudaban y estaban dispuestos a ordeñar hasta la última gota. La peor maldición de Irlanda ha sido el terrateniente, y en el momento de la roya esta organización llegó al colmo de su perversidad. El problema que se planteaba el Gobierno británico no era el de la supervivencia de nuestro pueblo, sino de la aristocracia que había instalado en nuestro suelo.
»Aparte del desastre de la patata, las cosechas habían sido buenas aquel año, y en el país había alimento suficiente para mantenernos a todos, a condición de que lo dejasen en Irlanda; pero la endeudada nobleza campesina necesitaba vender en el extranjero.
El Gobierno adoptó la postura del
laissez-faire
… como de costumbre, sin intervenir en nada.
El invierno presenciaba la muerte de unos cultivadores que tenían los arcones llenos de alimento podrido. Los administradores de fincas habían acelerado el cobro de las rentas y pronto los corrales de ganado vacuno de Londonderry y otras ciudades portuarias irlandesas rebosaron carne para exportar a Inglaterra.
Las grandes heladas habían hecho acto de presencia, primero arrugando las hojas, luego dejando desnudos los abedules y tiñendo los montes de pardo. Ballyutogue temblaba. Solo entonces lord Morris Hubble, noveno conde de Foyle, desembarcó en Londonderry.
Los Hubble parecían olvidar, de un año a otro, que el mar de Irlanda podía ser tan ingrato y más que los caminos del país. Ni zalamerías, ni gracias, ni cuidados lograban calmar el mareo de la condesa, la cual abandonó el paquebote en un desmayo y fue trasladada rápidamente a Hubble Manor, donde se retiró de inmediato a sus habitaciones y se declaró indispuesta.
En Inishowen la llegada anual del conde de Foyle era un acontecimiento de primera magnitud. Aquel año, la tensa atmósfera que se había formado, sumada al estallido habitual de movimiento y actividad, al acostumbrado diluvio de invitaciones oficiales y de cortesía y a las solicitudes de audiencia, desató una conmoción más que normal.
Mientras el conde se acomodaba, ordenaba y clasificaba cosas y daba a lady Beatrice oportunidad de recobrarse, el joven Arthur llegaba de Harrow con un par de condiscípulos para pasar las vacaciones. Sería el momento de estrechar las relaciones entre padre e hijo.
Después de haber tenido tres niñas, el nacimiento de Arthur, estando ya los padres en edad avanzada, había constituido un alivio, porque así la línea de descendencia quedaba asegurada. Pero en edad temprana, el muchacho manifestó una fragilidad nada característica en un Hubble. No era, podríamos decir, el orgullo de su padre, precisamente. En realidad, Arthur significaba una desilusión tan grande que lord Morris se preguntaba si sería capaz de sostener la carga que le correspondía en el gobierno de la familia.
Morris pasó algunos años de frustración intentando infundir virilidad en su hijo. Los juegos duros inyectaban vigor físico. Pero a medida que el padre insistía más, el hijo se apartaba, buscando el solaz de la madre y las hermanas. El zahiriente sarcasmo del conde sólo lograba que Arthur se encastillase más en su postura. Antes de los ocho años solía tartamudear y padecía ataques de cortedad de aliento que se agravaban cuando regresaba a Hubble Manor y se encontraba ante la imponente figura de su padre.
Pero ya no vendrían más hijos. Serenado por esta realidad, Morris Hubble, que se consideraba un hombre ilustrado, quiso hacer las paces. Lo que deseaba de un hijo y lo que le había correspondido eran dos cosas distintas. Sus bramidos empezaron a reducirse hasta quedar en meros suspiros de disgusto y balbuceos apagados. Pero si bien el conde reprimía ahora los signos externos de desilusión, la falta de agresividad física por parte del muchacho y su condición de niñito lindo, le revolvían el estómago indefectiblemente.
Bueno, al menos Arthur demostraba poseer una mente despierta y progresaba satisfactoriamente en los estudios. Como único hijo varón, era el solo heredero, y desde el nacimiento le correspondía el título de vizconde de Coleraine. Eligiendo el distanciamiento como la manera más sensata de convivir, Morris estaba contentísimo de que Arthur se hubiese traído unos amigos. Aquel anual «tratar de conocerse uno a otro, y padre e hijo retozando juntos» se podía mantener al mínimo más absoluto.
El ala residencial de Hubble Manor empezó a poblarse con la tremolante llegada de las tres hijas, los correspondientes maridos y media docena de nietos. Las señoritas se habían casado con mucha vista. Aunque la estirpe de los Hubble llevaba arraigada en Inishowen doscientos cincuenta años y pico, lord Morris, lo mismo que sus antecesores, consideraba las tierras del condado como una parcela de terreno inglés y se tenía a sí mismo por inglés exclusivamente. Ellos habían de cumplir sus deberes en un lugar que no era del todo una colonia, pero que tampoco dejaba de serlo completamente. Muy poca fidelidad le debían al Ulster, asiento de su riqueza y su poder, porque para ellos seguía siendo un país extraño; e Irlanda, otro planeta. Lo que importaba era mantener la presencia de Inglaterra en el Ulster, y dos de sus hijas habían tenido buen cuidado en casarse con hombres de su propio linaje, en un juego de autoperpetuación. Beatrice había tomado estudiadas medidas para que no se apartasen de la influencia y el atractivo de la corte británica.
En lo que respecta a la hija mediana, Beverly, se había efectuado un inteligente enlace con una familia de escoceses del Ulster asombrosamente enriquecidos gracias a las hilaturas de lino que tenían en Belfast. En Inglaterra, establecer parentesco con la familia del marido de Beverly se habría considerado un auténtico revés de fortuna; pero aquí, en Irlanda, la alianza con el elemento escocés no se consideraba un descenso de nivel en la casta de uno. La revolución industrial estaba creando fortunas nuevas e inmensas; era preciso considerar los imperativos de la época, así como la innegable realidad de que vivían fuera de la madre patria. Al cabo de unos años, el marido de Beverly ascendería a la condición de caballero, y si se le orientaba debidamente, no era imposible, ni mucho menos, que alcanzase la dignidad de par.
La llegada de las hijas y los nietos fue el antídoto que lady Beatrice necesitaba para salir de su confinamiento y entregarse al chismorreo.
Morris Hubble había ascendido de vizconde de Coleraine a conde de Foyle una docena de años atrás, heredando unas propiedades que se venían abajo a causa de las deudas nacidas de la pasión por el juego y las mujeres que había demostrado su padre. El viejo conde murió en las Indias en brazos de una querida negra extraordinariamente joven y hermosa. Vivió a lo grande, a lo insuperable, y falleció de una enfermedad inconfesable, de cuyos dolores le habían librado mediante un velo celestial de opio.
Una de las primeras medidas de Morris Hubble consistió en echar a Owen Rankin del puesto de administrador jefe, sustituyéndolo por su hermano menor MacAdam, un cerebro de primera magnitud. Este hecho amargó para siempre a Owen, que ya antes parecía eternamente amargado. La medida cambió por completo la marcha de la heredad.
Lord Morris siguió operando transformaciones y fue el primero de su estirpe que adoptó los nuevos principios para tratar con los cultivadores de sus tierras. Los O'Neill y sus aliados tradicionales, a quienes se había arrebatado las tierras para componer la finca de los condes, continuaban siendo el clan más belicoso de Irlanda. El hecho de que la heredad quedara tan aislada en Inishowen empeoraba todavía esta circunstancia. La violencia de los arrendatarios había constituido un estilo de vida, como quedó plenamente demostrado cuando Kilty Larkin llevó dos mil cabezas de vacuno de lord Hubble, de estampida, al fondo del lago Foyle.
A los labradores irlandeses (llamados
croppies
) parecía no impresionarles demasiado que les enseñaran el látigo. Como resaca de la Revolución francesa, la reforma agraria se había extendido por toda Europa y algunos mensajes que esta reforma traía se habían filtrado incluso hasta las islas británicas. Como alboreaba la era de la razón, lord Morris prefirió entablar negociaciones y se granjeó el aprecio de la gente, además de procurarse con ello una era de paz, al avenirse a pagar, de su bolsillo, a la Iglesia anglicana el tributo que hasta entonces pesaba sobre los arrendatarios. Aunque en realidad MacAdam Rankin recobró todo lo perdido por este concepto mediante aumentos, sutilmente conseguidos, de los arriendos.
Si bien dio mayores atribuciones a MacAdam con el transcurso del tiempo, el conde siguió dirigiendo sus propios asuntos escrupulosamente, y a pesar del gran contacto que había entre ambos, él se mantenía distanciado, exigiendo el más estricto protocolo. Su Señoría, empero, no consultaba a nadie más que a MacAdam. Cuando estaba en su casa solariega, solía celebrar con él sesiones que duraban horas enteras.
En el transcurso de aquellas entrevistas maratonianas, lord Morris repasaba seguida y flemáticamente las macizas carpetas de documentos, buscando alguna que otra vez un asunto cuya solución tenía ya el administrador, invariablemente, en la punta de la lengua.
Morris parecía incrustado en la gran biblioteca, dividida en asombrosas hileras de volúmenes plantados eternamente en posición de firmes. Tomos que habían sido encuadernados y fileteados por dos generaciones de artesanos traídos de Florencia y que vivían y trabajaban en la heredad con este solo propósito. Aquella biblioteca tenía fama de ser el mayor oasis de ilustración en el desierto que se extendía desde la costa norte hasta las puertas de Dublín.
Detrás de la esmeradamente pulida mesa escritorio de palo rosa, el conde quedaba enmarcado por una ventana entre columnas que ostentaba el escudo de los Hubble en vidrio policromado. Este representaba la Mano Roja del Ulster y un mítico grifón azul de tres cabezas emblasonado con el latinizado lema de: «Una carga más para gloria del rey.» En el extremo opuesto del salón, de catorce metros y pico de largo, colgaba un grandioso retrato al óleo del libertador británico de Irlanda, el rey Guillermo de Orange, obra de sir Godfrey Knaeller, pintor de la corte en aquella época. De acuerdo con la tradición del Ulster, había sustituido a la reina María por un corcel blanco. El cuadro se salvó milagrosamente cuando, durante un levantamiento campesino, fue arrasada toda un ala del castillo primitivo.
Aunque se acercaba ya a los cincuenta, el conde seguía teniendo la figura de un joven oficial de fusileros luciendo una elegante levita de tela de Valencia, a rayas, sobre un chaleco de seda de la China. Unas polainas de cuero blanco abrazaban sus piernas, robustas y bien formadas, y el cabello, sin una sola cana, era una masa de rizos que descendían hasta los hombros con las patillas cortadas al nivel de los labios. El único signo de que los años se iban acumulando lo daba el monóculo puesto en juego para leer algunos de los papeles escritos en letra más menuda.
Por el contrario, MacAdam era un hombre bajo, enjuto, y vestía un casimir abultado y sin planchar impregnado de austeridad escocesa.
Junto a la mesa reposaban cuatro baúles imperiales de bejuco que contenían los libros e informes necesarios. Después de haber examinado al detalle la última carpeta, los dos hombres se miraron fijamente en medio de un silencio desamparado, interrumpido solamente por el tintineo de las cucharillas en las tazas de té. El resplandor del vidrio policromo se difundía en una claridad grisácea. Lord Morris abrió la cajita de rapé, incrustada de joyas, y se concedió un pellizco.
—¿Cuál es la causa? —preguntó por fin.
MacAdam movió la dolorida espalda y se encogió de hombros.
—La comisión Peel dijo que la causante es cierta variedad de hongo. Durante estos años pasados ha habido desastres en las patatas, en América y en el continente; pero ninguno como éste. Yo sostengo la teoría de que los gérmenes que lo provocaron debieron de propagarse a causa de las grandes lluvias caídas antes de la cosecha.
Morris abatió el puño sobre la mesa con insistencia fútil; luego saltó del sillón y se lanzó, literalmente, al alféizar de la ventana, por la que se puso a mirar con semblante nublado.
—Eso es como un campo en armas —dijo molesto.
—Siempre ha sido como un campo en armas, de una forma o de otra —respondió Rankin, levantándose también para desentumecerse y frotarse los enrojecidos ojos.
—Yo había llegado a confiar que los derramamientos de sangre, en Inishowen, eran cosa del pasado.
—El Señor de los cielos sabe que usted ha hecho más de lo que le correspondía para prevenirlos.
Lord Morris paseaba por la habitación, cogidas las manos detrás de la espalda. Midiendo toda la longitud de la biblioteca, fue a detenerse ante el manto de la chimenea y el retrato del rey Guillermo.
—Espero que Su Señoría comprenderá que me sentí obligado a aumentar nuestras fuerzas de policía.
—Sí, pero ¿podemos confiar en el
Constabulary
? Más del noventa por ciento son católicos.
—Harán lo que se les mande —atajó MacAdam—. Además, en la situación en que se encuentran, cualquiera de ellos delataría a su propia madre por unos pocos chelines. La prueba está en que hemos descubierto la mayor parte de las armas que tenían escondidas gracias a informaciones de los confidentes. Esta vez Kilty Larkin no organizará ninguna sublevación.
Mientras se iban aproximando poquito a poco al corazón del asunto, los dos hombres se acomodaron mejor, sentándose junto a la lumbre y calibrando cada nuevo sondeo con un zarpazo de ansiedad nacida de la espantosa decisión que se levantaba ante sus ojos. Rankin dio gracias a Dios por conservar abiertos los puertos, permitiéndoles vender sus mercancías en Inglaterra y aventuró la tesis de que en caso contrario más de la mitad de las fincas del Ulster habrían ido a la bancarrota.