Se decidió, pues, que uno de los tres cruzaría el charco y se iría a Inglaterra a trabajar en el muelle y en la recogida de las últimas cosechas. Kilty era el que tenía más posibilidades de ganar buenos salarios, y, además, el único que podía marcharse.
Aidan no tenía quien le sustituyera en los campos, y casi lo mismo se podía decir de Cathal. Estando él, dos hijas podían ayudarle; pero solas, si él se iba, no sabrían desenvolverse.
Cuando dejaba de navegar por las nubes, el joven Tomas ya casi era capaz de trabajar como un hombre.
Kilty le encareció la importancia y la responsabilidad de ascender a cabeza de la familia, y el muchacho prometió desempeñar la tarea.
En conjunto, los Larkin parecían bien situados; no tendrían que luchar mucho más que de costumbre. Pero entonces llegaron los informes de los vecinos y los pueblos cercanos, y las perspectivas de los demás se presentaban muy negras.
Armados con una relación detallada de las necesidades de los arrendatarios de las tierras del conde de Foyle, Daddo Friel y Kilty tomaron el camino de Derry para ver a MacAdam Rankin.
Después de reflexiones y consultas, decidieron que se podría hacer frente a la situación aplazando el pago de las rentas. Convencerían a Rankin de que no teniendo patatas los cultivadores, les permitiese quedarse con cierto número de cabezas de ganado y otras cosechas para alimentarse con ellas. En el transcurso de dos siglos y medio, los arrendatarios católicos de Inishowen y de nueve condes de Foyle se habían levantado en sangrientas revueltas; pero ésas eran ya cosas del pasado. Hacía mucho tiempo que se habían suprimido las leyes penales y desde Inglaterra soplaba un espíritu de reforma y compromiso. Hacía ya más de dos años que Kilty había abandonado las incursiones nocturnas. Ahora las negociaciones habían dejado de ser un recurso excepcional.
Kilty y Daddo se sentían optimistas. Al fin y al cabo, estaban en 1845, y tratarían con hombres civilizados.
Tomas se tumbó de espaldas desgarrando el aire con una larga tanda de ronquidos que interrumpieron la narración de Daddo. Este aprovechó la pausa para recobrar fuerzas, y una vez más ofreció el jarrito a Conor. El muchacho, que después del último trago sentía cierto malestar en el estómago, rehusó cortésmente. Tomas se agitó de nuevo, acabando por reposar sobre el vientre, con lo cual el ronquido se redujo a una especie de silbido.
—¿Qué sucedió cuando tú y Kilty fuisteis a Derry a ver al administrador?
Daddo soltó una carcajada sardónica.
—Sí, le vimos, efectivamente. MacAdam Rankin.
—¿Rankin? ¿Del mismo clan que sigue administrando las tierras? —preguntó Conor.
—Sí, los mismos Rankin. Pero el Rankin Rankin era MacAdam. Tan astuto que habría sido capaz de sacar sangre del viento. Era tan listo que algunos de los nuestros hasta tenían confianza en él. Al fin y al cabo, decían ellos, dos años atrás se había mostrado dispuesto a pagar el tributo por cuenta nuestra si Kilty ponía fin a las incursiones nocturnas.
—¿Qué os dijo?
—Se deshizo en lamentaciones, procurando engatusarnos y hacernos cambiar de postura. Dijo que lo sentía muchísimo, que se había puesto en contacto con el propio conde de Foyle para que volviera al Ulster, y suplicaba al Gobierno que nos ayudara. Pero mientras representaba la comedia de la compasión nos iba tomando las medidas para los ataúdes, porque mucho antes de la roya había decidido ya qué haría con los arrendatarios. —Daddo movía la cabeza, sin poder creer aún en la traición de MacAdam—. Mientras hablaba con nosotros empleando el acento de la mayor sinceridad, trazaba planes para mandarnos cuanto antes a entrevistarnos con Jesús y María. Conor, si una cosa has de recordar siempre es que no debes sentarte nunca a negociar con esa gente. Son como cabras mirando a través del seto, más cargados de tretas que el peor chamarilero y con menos honor que una cerda.
»MacAdam tenía un hermano mayor, Owen, burda composición de hombre, incapaz de gobernar las tierras por sí mismo y al que tenían allí en calidad de verdugo. Había también un sobrino, Alendon, que esperaba ansioso el día que pudiera tomar las riendas. Formaban un equipo trágico; eran las secundinas de tres generaciones de administradores de fincas. Satánicos, puramente satánicos…
Durante aquellos meses, el conde de Foyle, lord Morris Hubble, y lady Beatrice residían en Daars, su casa solariega del sur, cerca de Kinsale. Daars había adquirido cierta fama como el salón más de moda entre la colonia de oficiales de marina británicos de alto rango jubilados y una tropa de nobleza nómada.
La noticia de la roya de la patata dominaba la mayor parte de las conversaciones. La verdad es que cierto número de ausencias extemporáneas habían casi desbaratado la temporada de excursiones marítimas.
En respuesta a la consulta de Su Señoría, MacAdam Rankin había contestado que en Hubble Manor todo marchaba bien. El administrador sugería que se tomara una serie de medidas preventivas. En todo caso, escribía Rankin, no era necesario que Su Señoría corriese a casa sometiéndose al tortuoso viaje en coche a través de todo el país.
La familia Rankin llevaba cerca de un siglo administrando las fincas del condado. En los dos lustros que MacAdam dirigía los asuntos se le había otorgado más confianza y autoridad todavía. Fue un arreglo que dejó a lord Morris y lady Beatrice libres para gozar de la vida de sociedad en Daars y Londres.
El conde respondió al mensaje de Rankin dándole permiso para llevar adelante sus propósitos e indicaba que se disponía a sacar pasaje como de costumbre, para dentro de algunas semanas, en el paquebote que iba de Queenstown a Londonderry.
Rankin, aunque había entretenido a Kilty Larkin y pacificado a los arrendatarios católicos, estaba muy preocupado por una atmósfera de pánico que se iba extendiendo y que podía desencadenar una actividad delictiva.
Owen, el estoico hermano mayor, fue enviado al Castillo de Dublín con cierto número de peticiones concretas. En el transcurso de las generaciones se habían introducido en los círculos del Gobierno amigos y servidores de los condes, y no cabía duda de que las peticiones de Rankin serían estudiadas prestamente.
El joven Alendon partió para Londres con objeto de contribuir, con otros administradores y nobles, a que el Gobierno se enterase de las miras de los propietarios.
Rankin puso en movimiento a sus procuradores para que preparasen un conjunto de instrumentos legales que tendría a mano para utilizarlos contra los católicos.
El arma más fuerte del conde era el gran número de protestantes leales a su casa asentados en sus fincas de Ballyutogue y alrededores desde hacía doscientos años. Los presbiterianos habían bajado de los Lowands escoceses en calidad de colonos, y más tarde los anglicanos obtuvieron tierras en pago a los servicios que prestaron a Cromwell. Sin embargo, quedaban aislados del cuerpo general de protestantes del Ulster, lo cual originaba en ellos la sensación de estar rodeados de vecinos hostiles, arriba en los brezales.
La anatomía del miedo de los protestantes resultaba un instrumento oportuno y manejable en el equipo de MacAdam Rankin, un instrumento capaz de excitarles hasta una desesperación febril. El fracaso de la cosecha de la patata proporcionaba al malvado administrador de fincas una oportunidad que no pensaba dejar escapar.
—Ya ves —continuaba Daddo—, la roya fue una de las pocas cosas que ocurrieron que no tuvieron carácter sectario, pues destruyó sus patatas al igual que las nuestras. Aunque no llevaban nuestras cargas ni eran tan pobres como nosotros, los protestantes se encontraban ahora en un conflicto serio. MacAdam Rankin acudía a sus Orange Halls, o sea, a sus locales sociales, y a sus iglesias prometiéndoles que el conde les ayudaría a vencer la mala temporada, pero advirtiéndoles al mismo tiempo que habían de prepararse para lo peor por parte de los cultivadores irlandeses. Y nunca fue muy difícil convencer a los protestantes sobre este punto. Todavía se mean de miedo y sermonean y viven con el horror en el cuerpo a consecuencia de un levantamiento católico que ocurrió dos siglos antes.
»Para acabar de completar el cuadro, Owen Rankin regresó del Castillo de Dublín con el permiso de reactivar el East Donegal Yeomanry, es decir, a los alabarderos de East Donegal. ¡Y qué hermoso puñado de chavales eran! Formaban una unidad de la milicia de reserva que había dejado atrás a todos los batallones del Ulster (desde Cromwell hasta el levantamiento de los United Irishmen) en materia de azotes, despedazamientos, destrucciones y torturas. En el aislamiento en que se hallaban, sus temores se habían traducido siempre en un frenesí sádico.
—A cambio del apoyo del conde, MacAdam sugirió insistentemente que todo hombre útil empuñase las armas para proteger la tierra y sus privilegios. Sacaron la antigua bandera, le quitaron el polvo, la desplegaron y la izaron sobre el cuartel de Ballyutogue, y con la gaita y el tambor cantaron canciones de odio a los arrendatarios irlandeses, de modo que ni un solo católico dejó de entender el significado de todo aquello.
—No me propongo interrumpirte —interpuso Conor—, pero ¿cómo llegaste a saber lo que sucedía en el Castillo de Dublín y en los Orange Halls?
Daddo fijó la mirada más allá del pesebre, trastornado primero, luego desalentado.
—¿Dudas de mi veracidad, Conor?
—Pues no exactamente —contestó el muchacho—, pero resulta todo muy raro. Entre eso de tener cuarenta años menos de los que tienes de verdad y ser tan transparente que veo el otro lado del establo a través de tu cuerpo y narrarme acontecimientos de los que apenas podías tener noticia…
—¡Basta! —exclamó Daddo, agitando la mano con disgusto—. ¿Te imaginas que me tomaría la molestia de pasar la noche entera sentado aquí si no quisiera que supieras esas cosas? Además —y su voz descendió, adquiriendo un timbre de misterio—, un
shanache
sabe ciertas maneras de descubrir las cosas.
—¿Por medio de los duendes?
—No pienso contarte mis secretos y no otorgaré la confianza de mi corazón a una persona que duda. Si no te importa, voy a marcharme…
Dicho esto, la imagen empezó a oscurecerse y vacilar ante los ojos de Conor.
—¡No te vayas! —gritó el muchacho—. ¡Por favor!
Daddo dejó de difuminarse e hizo un pucherito.
—Hay cosas que no debes discutir, tales como las que estas viendo y escuchando.
—Lo que pasa es que mi papá y Kilty siempre me dijeron que tenía que discutirlo todo, y muy particularmente que no debía dejar que el sacerdote se sacara demasiados milagros de la manga sin protesta de nadie. Pero sinceramente, Daddo, jamás tuve intención de comparar a un
shanache
con un simple sacerdote —añadió a toda prisa.
—Bueno, ahora razonas brillantemente —confesó Daddo— y por ello continuaré —y volvió a tomar el hilo sin hacer una pausa siquiera—. Durante su estancia en Dublín, Owen Rankin consiguió que se diera oficialmente la orden de aumentar el número de los
constabulary
. ¡Ah, éstos eran la maldición de nuestras vidas! Como las tierras no eran suficientes para todos nuestros hijos, a veces no había más remedio, para ganarse la vida, que sumarse a aquellos demonios. Odiábamos el
constabulary
porque la Corona se aprovechaba así de nosotros contra nuestro propio pueblo. La roya deparó un incentivo perfecto para el reclutamiento. Centenares de familias que se hallaban de siempre al borde de la ruina se vieron barridas de pronto. Una pequeña gratificación de alistamiento, el sueldo normal y la ligera esperanza de la protección que significaría tener un hijo en la policía era todo lo que se necesitaba para que aquel Cuerpo se convirtiese en un pequeño ejército. A los ingleses les resultaba magnífico disponer de católicos a quienes encargar las tareas sucias.
»Por esa época, Kilty seguía el juego de MacAdam Rankin. En el pasado, Kilty nos había mantenido unidos; en cambio, esta vez era diferente. Nunca hubo gente tan dominada por el terror. Por añadidura, toda esperanza de organizar un levantamiento se desvaneció cuando algún renegado se hizo confidente y reveló dónde guardábamos las armas. El pánico invadió todos los hogares. Los prestamistas recorrían la región y los cultivadores más desesperados se entregaban a su merced, aceptando préstamos con unos réditos imposibles, y mientras otros corrían a engrosar las filas de los
constabulary
, otros muchos cruzaban el mar para ir a buscar trabajo en Inglaterra.
Los británicos tomaron una serie de medidas para reducir el aumento de los precios en Irlanda, elevaron la tarifa protectora en la importación de maíz y trajeron grandes cargamentos de maíz americano, pero la mayor parte de éste cayó en manos de los especuladores.
En Irlanda estaban en vigor desde hacía varios años unas normas por las cuales el Estado cuidaba del sustento y atención de los pobres, principalmente a base de asilos, en un intento de hacer frente al desempleo crónico. Si bien el asilo formaba parte de la vida inglesa, repugnaba de un modo especial a los irlandeses, habituados a la vida comunal, y les parecía poco más alentador que una sentencia de muerte.
Entre otros planes, había el de emprender trabajos públicos en gran escala, sobre todo construyendo caminos.
Pero lo que hacía falta era una política de gran envergadura, una decisión suprema para Irlanda. Téngase en cuenta, no obstante, que la misma Inglaterra estaba sufriendo los dolores de un trastorno social originado por un sistema de clases inicuo cabalgando sobre las olas de la revolución industrial.
Por consiguiente, ¿qué importaba que los irlandeses estuvieran en apuros?
En el mejor de los casos se les podía considerar una gente rara, una raza caída, perezosa, ignorante, beoda y verdaderamente indigna de vivir al mismo nivel que el civilizado inglés, a quien era desleal.
Mientras se estudiaba y sopesaba el hado de Irlanda, los colonizadores, que habían disipado el país, presionaban ahora de todas las maneras posibles para salvar sus cuellos.
Al cabo de un largo silencio, Conor se arrodilló para escuchar la respiración de su padre, que se había quedado extraordinariamente silencioso.
—No te inquietes —dijo Daddo—, está profundamente dormido y libre de preocupaciones.
—Sí —respondió Conor, bostezando.
—¿Tú también tienes demasiado sueño?
—No, quiero que me lo cuentes todo —respondió Conor.