—¿Qué es lo último que se sabe de los planes del Gobierno? —preguntó lord Morís—. Con respecto a los labradores, quiero decir.
—Que construirán caminos. Si pueden hacerles trabajar, fíjese bien. Si pueden hacerles trabajar. Se habla de montar comedores gratuitos.
—Veamos, ¿en qué medida sospecha usted que les azotará el hambre, señor Rankin?
—Milord, según mis datos, han hurtado una cantidad suficiente de las cosechas y la han escondido en las montañas.
—Pero ¿y si se extiende el hambre, de verdad?
—Yo diría que el problema incumbe al Gobierno.
—Señor Rankin, en ese fardo de peticiones, ¿no ha tropezado con una pidiendo permiso para pescar en el lago, entre Carrowkeel y Drung?
MacAdam confiaba que el conde no se fijaría en aquel documento. Unas manchas encarnadas se acumularon en las partes del rostro que no tenía cubiertas de pelo. Lord Morris se había levantado del sofá y estaba de pie bajo Guillermo de Orange. Ambos, el cuadro y él, parecían mostrar una actitud interrogativa.
—¿Qué? —insistió lord Morris.
—No puedo recomendarlo —contestó el administrador.
—¿Ni siquiera en el caso de verdadera escasez de alimentos, señor Rankin?
—No a expensas de los vasallos leales.
—Comprendo su punto de vista; pero la situación puede degenerar en una crisis, quizá en un estado de urgencia.
MacAdam Rankin se puso en pie y toda su personalidad sufrió un cambio total; dejó de ser el criado dócil para convertirse en un hombre súbitamente revestido de cólera justiciera. Los ojos se le humedecieron de rabia y, golpeando el aire con un índice furioso, vomitó:
—Esa gente ha habitado la isla por espacio de dos mil años. Dos mil años sin establecer ninguna tradición como marinos, ni constructores, ni pescadores. Estuvieron aquí dos mil años apilando piedras una sobre otra, sin ningún mortero que las uniese, hasta que nosotros les enseñamos a usarlo. Mis antepasados maternos fueron enviados aquí, a Inishowen, a predicar el verdadero Evangelio y enseñar el idioma del rey. Pero los indígenas repudiaban al Dios verdadero. ¡Preferían esconderse en cavernas y celebrar sus ritos paganos! ¡Dios sabe que intentamos convertirlos, pero rechazaron a nuestro Señor! ¡La haraganería no es buen material para fabricar hombres de carácter!
La estridencia de su voz actuó como un bumerang; regresó a sus propios oídos y lo dejó en silencio (recobrando un aliento que necesitaba con urgencia) y un tanto asombrado de su propio estallido.
—Lo que tenemos aquí ahora, señor Rankin, puede convertirse muy bien en una cuestión de vida o muerte.
—Es ya una cuestión de vida o muerte, milord. La de ellos o la nuestra. Si permitimos que esa gente baje a la bahía Foyle y levante pueblos de pescadores, no nos libraremos nunca de ella. Continuarán criando como moscas, de manera que en diez años la bahía quedará agotada, exactamente igual que ahora lo está el suelo.
MacAdam desanduvo toda la longitud de la biblioteca hasta situarse junto al cuarto baúl, que había permanecido cerrado, y lo abrió, desplegando un gran mapa familiar y extendiéndolo sobre la mesa escritorio. Lord Morris lo reconoció inmediatamente como un plano de la confusión de parcelas escalonadas arrendadas a labradores católicos. Pero alguien lo había modificado pintando grandes sectores de un color más oscuro.
—La solución radica en una sola palabra, la misma que hemos debatido desde hace años —decía MacAdam—, y esa palabra es «consolidación». Si pudiéramos echar a los arrendatarios de estas áreas sombreadas procederíamos a la transformación inmediata de varios millares de acres de tierras pobremente cultivadas en ricos pastizales, sin la carga de otras bocas que alimentar más que las del ganado. Se acabarían las guerras por el tributo, las sublevaciones, las recaudaciones de rentas, los desatinos, la idolatría. Terrenos de pastos, nada más, y millares y millares de cabezas de vacuno engordándose para abastecer el magnífico mercado inglés.
Sin necesidad de seguir escuchando, lord Morris supo que el resto del contenido del baúl eran órdenes de evicción en las que sólo faltaba su firma. Su semblante se transformó, mientras se dejaba caer en el sillón de la mesa.
—¿Qué hacemos con esa gente? —preguntó con voz ronca, señalando el baúl.
—¿Qué hacemos de ellos, señor? Han esquilmado la tierra con su ignorancia y sus hábitos de cultivo y se han enajenado nuestra misericordia al rechazar a Dios y a la reina.
Fue como si el conde se despojara en un instante de todos sus ropajes de aristócrata.
—¿Qué número representa eso, exactamente?
—El veinte por ciento de los arrendatarios, para empezar. En primavera habrá más. Milord, esta medida no me causa ninguna satisfacción. Sin embargo, las cifras no mienten. La superpoblación llega a tal extremo, que dentro de pocos años todos los pedazos de tierra disponibles se verían sembrados de patatas para alimentar a esa gente. Por eso los ingresos han descendido incesantemente. Hemos de considerar la roya como una bendición disfrazada, como un mensaje del Todopoderoso, mandando que se reserve estas tierras para quienes las merecen.
MacAdam Rankin era un hombre pragmático; este arranque de celo religioso parecía muy fuera de lugar. No obstante, Irlanda, y el Ulster muy en particular, fundaban su pragmatismo en la Biblia al igual que en la espada. El convencimiento absoluto de que su interpretación de Dios y de la palabra de Dios eran las únicas acertadas, la supuesta integridad absoluta, y la piedad tasada en la devoción constituían los rasgos fundamentales del ulsterismo presbiteriano, de modo que MacAdam Rankin, con ser un hombre de negocios de pellejo muy curtido, se mantenía singularmente en sus ideas.
Un fugitivo instante cruzó por el cerebro de lord Morris la idea de convocar un congreso de todos los propietarios de tierras, cerrar las puertas y alimentar al pueblo. Pero esta idea se disipó con la misma rapidez con que se había formado. Irlanda había sido saqueada hasta llevarla al borde de la bancarrota, y cualquier proyecto por el estilo habría terminado en un aluvión de juicios por falta de pago de hipotecas vencidas. Las cuentas de su propia heredad reclamaban el pago de varios millares de libras; obligación que, simplemente, no podría cumplirse sin llevar a Inglaterra cosechas y ganado.
—Usted ha tenido potestad en todo momento para firmar estos avisos de despido, señor Rankin.
—Y no me importa firmar evicciones en el curso normal de mis funciones, milord, pero no puedo asumir la responsabilidad de una medida como ésta. Se trata de una decisión fundamental que influirá en el curso de su vida. Además, usted es aquí la Corona. Si usted pone su firma, del resto me encargo yo.
—Gracias, señor Rankin —respondió con aspereza—. Le llamaré cuando le necesite.
MacAdam Rankin asintió con la cabeza y se inclinó en una leve reverencia.
—Gracias, milord.
Al poco rato Morris Hubble sufría un dolor de cabeza espantoso a causa de meditar hasta el infinito y de morderse el puño sin cesar. Entró un criado y anduvo por allí casi de puntillas, encendiendo las velas, pues la oscuridad iba venciendo a la luz. Sus llamas se reflejaban en la pulida caoba de grano fino de los estantes altos. El conde deambulaba por la habitación, sufriendo horriblemente. Sus ojos estaban desencajados. Su mano, que acariciaba las filas de libros buscando unas palabras de consuelo, se detuvo en un pequeño volumen de Alexander Pope. Con la llama oscilando muy cerca de la página, el conde leía en voz alta, con acento monótono y angustiado.
La Religión, sonrojada, apaga sus fuegos sagrados,
La Moral fenece entre códigos olvidados.
Ninguna llama, pública ni privada, se adivina;
No queda un fulgor humano, ni una mirada divina
¡Oh, Caos, tu temido imperio ha triunfado!
La Luz muere ante tu verbo increado.
Tú, gran anarquista, bajas el telón
Y envuelves en tinieblas este mundo felón.
Después de una corta eternidad, el conde sacó del baúl la primera serie de órdenes de evicción, todas debidamente atadas con cinta encarnada. Desató la cinta y cogió el primer documento. La mano le temblaba tanto que tuvo que dejar el papel sobre la mesa para leerlo. Describía una mísera asignación de dieciséis acres en arriendo dispersos por las montañas en nueve parcelas separadas. Para un tal Grady MacGilligan. Sería sin duda un fulano desdentado, con los ojos enrojecidos por la bebida y despidiendo un olor nauseabundo. Todo ello era materia viva: la casita, la fláccida mujer guiando una vaca por delante de la lumbre, la vocinglera turba de chiquillos, los crucifijos y los talismanes, una habitación principal poblada de gallinas que arañaban el suelo…
Morris desenfundó la pluma del portaplumas y la mojó en tinta. Al sonido del primer rasgo de la firma, levantó los ojos trastornado.
—¿Qué diablos…? —el joven Arthur se había plantado junto a la mesa—. ¿Qué es eso de entrar aquí a hurtadillas?
Las mejillas del chico se pusieron coloradas.
—Lo… lo sss… sssiento, padre. He llamado pe… pero… no me has contestado.
—¡Ahí le tenemos con ese maldito, condenado tartamudeo suyo! —Morris arrojó la pluma—. ¡Bueno! ¿Qué quieres?
—Yo… yo só… sólo quería coger un… un… un libro.
En aquel instante apareció lady Beatrice.
—¿Está ahí, querido? —gorjeó—. Hemos visto salir al señor Rankin. Todo el mundo está reunido en el salón de la familia. Brooke va a leernos unos capítulos de la nueva obra de Dickens, Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit.
—¿No se les puede leer nada más a nuestros nietos que los escritos de ese maldito radical?
Beatrice arqueó la espalda y las, cejas todo a la vez, mientras Morris luchaba por recobrar el dominio de sí mismo, balbuceando entretanto unas palabras de excusa por aquel arranque.
—Lo siento. Esta noche tengo muchas cosas que hacer todavía. Continuad sin mí, os lo ruego. Yo tomaré una cena ligera aquí mismo.
—Muy bien.
—Ah, Beatrice —la llamó cuando ella ya estaba a la puerta—, hemos cambiado de planes. Abandonaremos Hubble Manor antes de la quincena. Cuida de que unos sirvientes nos precedan y vayan a abrir la casa de Londres. Pasaremos algún tiempo sin volver a Irlanda.
—Morris, ¿hablas completamente en serio?
—No… discutas… conmigo…, lady Beatrice —pidió con mucho énfasis—. No discutas conmigo.
La mujer continuó donde estaba, totalmente perpleja; después giró sobre sus talones.
—Hablaré contigo cuando estés de un humor más cortés —y se fue, cerrando de un portazo.
Arthur se acercó más a la mesa.
—P… p… padre, ¿pasa algo…?
—No, hijo mío —gimió el conde—. Sólo te pido que trates de comprenderlo algún día… y que seas generoso.
Tomas había quedado tan sosegado que apenas se movió lo más mínimo durante dos horas, el tiempo que Daddo había hablado hasta agotarse. El
shanache
buscaba tan a menudo el auxilio del jarro que, a su vez, también empezaba a estar un poco ebrio. Se estiró, se limpió el heno de la ropa y se dirigió con paso desigual hacia la puerta del establo. La noche se había vuelto muy dulce; un céfiro cálido susurraba ladera arriba. Sacó un cubo de agua del pozo, hundió la cara en ella y luego se acomodó en un punto en que la pared había quedado lisa por el roce de generaciones de espaldas de Larkin.
Conor le siguió hasta el pozo y luego hasta la pared.
—¿No sabías que hay una estrella —estaba diciendo Daddo— por cada muchacho irlandés que ha tenido que cruzar el charco?
—No, no lo sabía.
—Tampoco lo sabía yo —explicó Daddo—. Acabo de descubrirlo ahora. Pero ha de haberla. Yo esperaba aquí, en este mismo lugar, mientras Kilty se despedía de Maud y de los hermanos. Cuando nos negaron el derecho a pescar descubrieron dónde escondíamos las armas, fuimos presa de un miedo espantoso, sabiendo que era cosa de días, de semanas a lo sumo, para que empezasen las evicciones. Una desgracia muy superior a lo que Kilty podía soportar y resistir.
»Salieron de la casita todos, Maud, Kilty, Aidan, Cathal y Tomas, tu padre, y se dirigieron hacia el cruce de caminos como el séquito de un entierro, encerrando dentro de ellos la herida. Kilty se detuvo, reuniendo todo su coraje y dijo: «No nos acompañéis más.»
»Tomas tenía la edad que tú tienes ahora, o quizá fuese algo mayor. Nos preguntó si podía ir con nosotros a la plaza de Ballyutogue. Kilty asintió y lo cogió de la mano. En el límite de la población nos sacaron repentinamente fuera del camino un par de carruajes que corrían velozmente y que después de salpicarnos al pasar se detuvieron delante de la iglesia anglicana. El patio estaba lleno de gente esperando la llegada de Su Señoría. Como nosotros nos paramos a mirar, Hubble y su hijo, el mismo esmirriado ejemplar de hombre que ahora luce el título de conde, pasaron casi rozándonos. Durante un momento singular, Kilty y el conde se miraron de hito en hito; después, éste desapareció rápidamente dentro del templo y el resto de la gente se agolpó tras él.
»El tiempo no nos defraudó. Fue uno de aquellos aguaceros de tormenta capaces de partir piedras. Era como si todos los irlandeses del cielo llorasen por nosotros.
»Llegamos a Inglaterra en un barco de ganado y pudimos trabajar un poco, descargándolo, en Liverpool; pero ahí terminó todo. Sólo había empleos de basurero, para trabajar en las alcantarillas. De modo que nos pasábamos los días limpiando de cieno las cloacas de Liverpool. Ya sabes, tu abuelo siempre supo emplear los puños con prontitud y contundencia, y gracias a ello encontró empleo como celador de la paz en una peligrosa taberna del distrito irlandés de Liverpool.
Daddo se apartó de la pared y se acicaló un poco delante de Conor.
—Hace cuarenta años, o sea tal como me ves ahora —continuó—, yo tenía una voz capaz de hacer gorjear a un jilguero escondido en un árbol. Sí, era capaz de cantar una balada que hiciera llorar a un ángel. Mientras Kilty llevaba el compás, yo cantaba o explicaba cuentos por un cuarto de penique, o medio penique. Y así, entre la cloaca y la taberna, conseguíamos ahorrar unas pocas libras, que enviábamos a Irlanda cuando podíamos, por conducto de los sacerdotes que iban allá.
»Los mejores salarios pudimos ganarlos en primavera, segando el trigo de invierno. En este trabajo te pagaban a tanto el acre. Cuando acudíamos a las llamadas ofreciendo trabajo, la talla de Kilty nunca dejaba de impresionar a los capataces. Segar cinco o seis acres por día habría agotado en poco tiempo a un hombre normal; pero Kilty Larkin, con el recuerdo de Maud y los chiquillos azotándole la mente, cortaba de seis a ocho acres diarios, trabajando con tal furia que se precisaban dos equipos de atadores para seguirle. Él y yo nos sosteníamos con menos de medio chelín por día y dormíamos en las cunetas para ahorrarnos el alquiler de una habitación.