Había llegado un gran personaje, Daddo Friel nada menos, el primer narrador de leyendas de todo Inishowen. Conor y yo sabíamos muy poco del mundo que se extendía más allá, sólo teníamos algunas noticias de segunda mano recogidas en las ferias, o de labios de latoneros ambulantes, o cuando nuestros parientes regresaban de trabajar «al otro lado del charco», en Inglaterra. Lo único que teníamos para leer era un destrozado volumen de catecismo.
La llegada de un
shanache
, un narrador de historias, significaba para nosotros un tremendo acontecimiento, pues él era quien daba pasto a los sueños juveniles. Daddo Friel era un miembro muy honrado de aquella raza especial, capaz de hablar con claridad de sucesos que tuvieron lugar centenares de años atrás.
Era cojo y casi no veía del ojo derecho, y tampoco el izquierdo lo tenía mucho mejor. Tomas le acompañó hasta Kilty. Él tentó el cadáver con mano experta y tierna.
—Sí, era un gran muchacho…, era un gran muchacho —dijo, y dos lágrimas saladas se abrieron paso por las arrugas de su rostro.
—Tomas, quítale esas ropas mojadas. Está empapado —dijo Finola.
En pocos momentos se reanimó el fuego de turba y el viejo Daddo fue confortablemente acomodado y calentado por un jarrito de
poteen
, y luego otro, y todavía otro más. Al enterarse la gente de su presencia, la reunión aumentó; todos esperaban su conversación, sostenida con una voz clara que desmentía su edad.
Daddo iniciaba siempre sus recuerdos en 1803, el año que vino al mundo. Una fecha inmortalizada por ser aquella en que ahorcaron a Robert Emmet por un intento de insurrección. Desde el banquillo de los acusados, Emmet se plantó ante los ingleses y pronunció un discurso inspirado, inmortal. Por el arte con que Daddo lo recitaba, uno habría podido pensar que a la sazón se encontraba en la sala del tribunal, y no agarrado a las tetas de su madre.
Después del de Emmet, sacó a colación el nombre glorioso y mágico de Daniel O'Connell, narrando una vez más las ocasiones en que Kilty y él mismo anduvieron hasta ciento cincuenta kilómetros para escuchar al «libertador» que hablaba ante concentraciones tremendas de más de un millón de personas. Y como era un
shanache
de categoría, nadie se tomaba el trabajo de comprobar el kilometraje ni la verdadera cantidad de gente reunida.
Después venía él levantamiento feniano del sesenta y siete y el año y cuatro meses que él y Kilty pasaron en el calabozo de Derry, sometidos a torturas desde que salía el sol hasta que se ponía, y las afrentas que le ahorraron a él, Daddo, los británicos se las prodigó la madre Iglesia, que los excomulgó a los dos.
Cuando Daddo Friel se metió con la Iglesia católica y todos sus obispos, puso nervioso a todo el mundo, incluido yo mismo, que ya tenía bastante con todo lo visto aquel día. Pero Daddo había contemplado el anverso y el reverso de ochenta años, los había visto entrar y salir, y a un hombre tan viejo los demás se limitan a escucharle respetuosamente.
Pero aunque él estaba en sus glorias y pasaría varias horas más cautivando a sus oyentes, yo no pude seguir resistiendo el sueño. La hechicera voz anciana y el murmullo de la lluvia empezaron a correr parejos, y los párpados comenzaron a pesarme terriblemente.
Cuando me desperté era de mañana. Conor había quedado dormido en la trampilla, tratando de absorber hasta la última palabra. Me arrastré hasta la ventana. Fuera se desataba una auténtica tempestad del Ulster; el viento soplaba con tal fuerza que la lluvia caía horizontal. En la habitación principal se veía una confusión de cuerpos tendidos por el suelo, algunos acurrucados cerca de la lumbre, otros estirados sobre la mesa y las sillas y otros recostados contra la pared. El establo aparecía igualmente atestado de huéspedes amontonados en los pesebres vacíos.
Por su parte, Tomas Larkin estaba sentado, inmóvil, junto a Kilty, con unos ojos tan inyectados en sangre que parecían los de una caballa salada.
Sentí un vuelco en el corazón al darme cuenta de que habían retirado las tres escaleras colocadas para subir al desván, y de que estábamos virtualmente prisioneros. Desperté a Conor y le susurré al oído cuál era nuestra situación. Aguardamos un rato, con la esperanza de que Tomas saliera, dándonos ocasión para bajar sin ser vistos. Finola se situó detrás de él, de manera que apretaba la enorme barriga contra su espalda y le acariciaba el cabello. Esto sí que me gustaba mucho de los Larkin, la afición que tenían a acariciarse unos a otros.
—Cochino tiempo —dijo Tomas, sin levantar la vista.
—¿Estás enfadado conmigo porque Kilty pidió la absolución?
Él movió la cabeza.
—Quizá no. No más de lo que me habría imaginado. Lo hecho… hecho está.
—No dirijas tu cólera contra el padre Lynch. No te serviría de nada… y por otra parte, Tomas, el padre no es tan duro.
—¿Duro? Lo más blando de ese hombre son los dientes.
—Tomas —suplicó ella—, no vayas a hacer una escena durante la misa.
Él levantó los ojos, sonrió y le dio unas palmaditas en la mano.
—No te inquietes —le respondió.
Finola suspiró aliviada, luego se cogió el vientre.
—El niño ha saltado una enormidad. Creo que quiere salir pronto. Ah, pero ¡mírate! He visto cuerpos con mejor aspecto que el tuyo amortajados en un velatorio. Ve a la caseta y toma un baño de vapor. Te encenderé fuego…
—No, no quiero que salgas, lloviendo como llueve.
—Y en ese instante levantó la vista hacia él desván y nos miró con unos ojos como puñales—. Muy bien. Abajo los dos.
Sorprendidos in fraganti nos colgamos de la puerta de la trampilla y nos dejamos caer en la habitación principal con un choque sordo, plantándonos luego, muy firmes, delante de él.
—Si no recuerdo mal —dijo Tomas—, os enviamos a dormir a la casa vecina. ¿No?
—Sí, papá —respondió Conor con dificultad.
—Entonces…
—Es que no podíamos dormir.
—Pero, sin duda, el rosario nos adormeció en seguida —añadí yo apresuradamente.
—Encended el fuego en la caseta de baños —nos mandó— y convendrá que la pongáis muy caliente; de lo contrario, conozco a un par de zagales que van a recibir la gran paliza de su vida.
Conor y yo salimos disparados, aliviados por el indulto. La caseta de baños era una pequeña construcción de piedra, redonda, con repisas y en forma de colmena, propiedad generalmente de cierto número de familias y utilizada para producir un calor intenso que aliviase los dolores del reumatismo, enfermedad constante de las épocas húmedas.
Pusimos unas brazadas de paja en el hoyo para el fuego, en el que colocamos una docena de ladrillos de turba, y lo cubrimos todo con una reja de hierro sobre la que dispusimos una capa de grandes guijarros. Al poco rato la paja prendió fuego a la turba, convirtiendo aquel lugar en una estufa. Tomas Larkin entró desnudo, se sentó acurrucado en un taburete bajo y se puso a gemir expulsando las miserias de su ser, mientras nosotros aventábamos el fuego furiosamente, hasta que la turba se puso de un rojo colérico. Cuando estuvo bastante caliente para hervir al mismísimo demonio, sacamos entre los dos un balde de agua, tosiendo y sudando ostentosamente para que Tomas viera lo muy en serio que nos tomábamos la tarea, y lo volcamos sobre los guijarros, de los que se elevo un vapor siseante y un calor tan intenso que casi nos derretía las uñas. Tomas chorreaba como nieve en primavera, eliminando
poteen
y sudor; después salió a rastras de la baja abertura y se sumergió en el helado estanque de delante de la caseta de baños, golpeándose el pecho.
—¡Ah! ¡Esto es magnífico! ¡Magnífico! —exclamaba.
Muchos vecinos que habían visto elevarse el humo y se hallaban en tan mala situación, o peor, venían dando traspiés a someterse a un asado en común.
El segundo día del velatorio empezó con la llegada de visitantes de poblaciones lejanas. Por la tarde, los vientos habían empujado la tormenta hacia Escocia, dejando una línea de nubes deshilachadas que corrían a gran velocidad y a través de las que se podían entrever incitadoras claridades solares.
La placidez se alteró con la llegada en el cruce de caminos de una tartanita tirada por un espléndido y desarrollado pony connemara. La habían acompañado por el pueblo un buen puñado de chiquillos que saltaban a su alrededor, mientras una docena de ellos se amontonaban en el carrito. Este se detuvo delante del hogar de los Larkin, provocando una extraordinaria conmoción. Media docena de pares de manos solícitas ayudaron a Kevin O'Garvey a bajar del carruaje. El guardián y protector de los arrendatarios de las tierras había venido personalmente de Derry para rendir un último tributo a Kilty Larkin.
En la mayoría de casos, mi madre solía terminar una disertación con estas palabras:
—Seamus, cariño mío, cuando seas bastante mayor para dejarte barba, ojalá poseas la mitad, al menos, de la hombría de Kevin O'Garvey.
Examinándole con la mirada, no se habría descubierto indicio alguno de la importancia de aquel hombre. Era bajo como mi papá, el varón de menos talla física del pueblo, y la saliente barriga hacía que aún lo pareciese más. No tenía cabello alguno en la cima de la cabeza, y la calva superficie estaba limitada por la barda de un rastrojo cano, en forma de herradura, que se ponía hirsuto cuando su dueño se quitaba el alto sombrero hongo. Tenía unos ojos miopes, incrustados detrás de unas gruesas lentes. Una chaqueta mañanera de paño fino le distinguía de nosotros en cuestión de ropa; pero una inspección más detenida delataba lo ajado del cuello de terciopelo y una invasión general de desasea en todo su atuendo.
Kevin O'Garvey era nuestro campeón, jefe de la Liga Campesina en los condados de Donegal y Derry, y había levantado el peso de la servidumbre de los arrendatarios. Cuando la Liga empezó a conquistarnos demasiados derechos, la declararon ilegal, naturalmente, y cuando a Charles Stewart Parnell, nada menos, lo encerraron en la prisión de Kilmainham, en Dublín, a Kevin O'Garvey lo internaron en el calabozo de Derry. Para él, era una morada familiar, pues anteriormente había sido ya huésped de la Corona un par de veces, por pertenecer a los fenianos, la hermandad republicana secreta.
A Kevin O'Garvey no le fue tan fácil llegar a ser Kevin O'Garvey, habiendo empezado la vida como expósito, circunstancia que para muchos niños equivalía a una sentencia de muerte. Él sobrevivió para ser criado en el más horrendo orfanato del Ulster. A los siete años lo alquilaron —como solía hacerse con todos los huérfanos— a una granja-hospicio, con sueldo de esclavo, y a los nueve años estaba en un reformatorio por hurto, embriaguez e insultos a la Corona.
Saliendo del hospicio para entrar en el reformatorio, y saliendo del reformatorio para entrar en el hospicio, el chaval iba camino de volverse un incorregible, cuando el hado le echó una mano. He ahí que lo enviaron, a prueba, a un procurador protestante de Ballymoney, pueblo no mayor que una manchita en la carretera, pero que había conseguido cierta prosperidad como terminal del ferrocarril de las minas de hierro. Trabajando como mozo de establo, inició una alucinante historia, aprendiendo a leer y escribir por sí mismo a la luz de una vela, a consecuencia de lo cuál se arruinó la vista. Tan despejado era el muchacho, que el procurador se lo llevó a su oficina, y al cabo de poquísimo tiempo estaba condimentando documentos legales de la mayor consideración. Y siguió adelante hasta llegar a ser uno de los poquísimos abogados católicos del Ulster, regresando a Derry para dedicar su vida al mejoramiento de los campesinos y los moradores de los suburbios, por igual.
Para nosotros, la ley era una cosa extraña: nos era tan ajena como los ritos tribales africanos. Aunque estuviéramos sometidos a ella, manipulados y atropellados por ella, conservaba siempre su carácter de fuerza tremenda y mística superior a nuestros conocimientos. Todos los relacionados con la ley —la Corona, los tribunales y los soldados que leían los edictos— eran matones que nos obligaban a tomar parte en un juego llevado según las reglas dictadas por ellos y expresadas en un lenguaje que sólo ellos entendían. Sabíamos poca cosa de nuestros derechos y nada en absoluto sobre la manera de servirnos de la ley. La ley continuaba siendo un garrote propiedad de lord Hubble y los protestantes; y a nosotros no nos quedaba defensa alguna contra sus jueces, todos vestidos como príncipes, ni contra sus documentos, todos cubiertos de sellos.
Y entonces llegó Kevin O'Garvey, capaz de leer sus estatutos y de cogerlos a ellos en falta. Para los británicos constituyó una tremenda sorpresa encontrarse con alguien que defendiera a los campesinos según las normas de juego que ellos mismos habían instituido. Después de dejar en ridículo a sus abogados, O'Garvey metía en un laberinto a los tribunales, retorciendo y maniobrando sus triquiñuelas legales contra ellos mismos. ¿No saben que llegó a ser como un hueso que se les había clavado en la garganta? Echaron mano de casi todo lo que se les ocurría: soborno, persecuciones y finalmente la cárcel; pero siempre que lo tenían detrás de las rejas ocurrían cosas extrañas, como por ejemplo el misterioso incendio que arrasó el pabellón de caza de Su Señoría. A las autoridades no les gustaba que nosotros supiéramos sus leyes ni que pudiéramos valernos de ellas; pero todavía aborrecían más las consecuencias que les traía meterse con Kevin O'Garvey.
Este, después de dedicar unos cumplidos a los Larkin y al viejo Kilty, se vio arrollado por una interminable relación de infortunios que escuchó con una paciencia infinita.
La segunda noche de velatorio, Conor y yo decidimos que sería prudente no suscitar las iras de Tomas por segunda vez en tan corto tiempo, y nos fuimos a mi establo a dormir un poco antes de que empezara el rosario. Liam y Brigid estaban ya fuera de este mundo, y mi hermano Colm, destruido por la bebida, el éter y la persecución de muchachas la noche anterior, yacía boquiabierto como un pajarillo pidiendo un gusano y roncaba tan fuerte que ya le considerábamos capaz de despertar a Kilty de entre los muertos.