Trinidad (3 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Cuando llegamos a la casita de campo, la cama de Kilty ardía en el patio como una medida más para ahuyentar a los duendes. Él estaba tendido, dentro, sobre una tabla de madera sostenida por cuatro sillas, y cubierto como un santo con una sábana blanca de hilo…, excepto la cara, las manos y los dedos gordos de los pies, que le habían atado uno con otro para impedir que retomase después en forma de espectro. Alrededor de la cabeza bailoteaban las llamas de unos cirios, y habían dejado junto a él unas botas nuevas para ayudarle a cruzar el purgatorio. Le habían cerrado los ojos, como si durmiese; sobre su pecho descansaba un crucifijo de piedra recién labrado, y entre las plegadas manos le habían enroscado las cuentas de un rosario. A mí, que no había visto nunca al viejo Kilty en oración estando en vida, me parecía ahora igual que el mismísimo san Columbano, muy estirado y hermoso.

Las mujeres del pueblo y los ancianos que ya no trabajaban en los campos fueron los primeros en llegar. Finola los saludaba a la puerta.

—Te acompañamos en el sentimiento.

—Es una pérdida irreparable.

—Ojalá haga un año que esté muerto antes de que el diablo se entere.

—¿Cómo resistes, querida mía?

—Muy bien…, muy bien —conseguía articular Finola.

Cuando se acercaban al difunto, todo eran «¡Oooh!» y «¡Aaah!» sobre el estupendo trabajo que mamá y Finola habían hecho.

—Nunca le había visto tan parecido a sí mismo.

Se arrodillaban, salmodiaban una rápida plegaria y se apartaban hasta los extremos de la habitación. Brigid había llenado docenas de pipas de arcilla con tabaco impregnado de virtudes sobrenaturales para ocasiones como la presente, y las iba pasando y ofreciendo por todo el contorno, junto con una bandejita de rape, para apresurar el viaje y la resurrección de Kilty.

Habían degollado tres corderos. En el caldero hervía un estofado descomunal y una docena de hogazas de fadge, un pan hecho de patata, iban tomando color en los estantes del horno; y la cocina de mi casa también había entrado en trepidante actividad, porque la reunión duraría muchas horas.

Eran muchos los alimentos de que solíamos prescindir parque les recordaban a los mayores la pobreza que sufrimos durante la gran hambre, y el primero entre ellos era el queso; en cambio, en un velatorio no faltaba nunca, y era pródigamente amontonado en escudillas de madera. Finola no paraba un momento, ora saludaba a los que llegaban, ora corría hacia el fuego, ora incitaba a los asistentes a que comiesen más. Estos, atacando el queso, salmodiaban: «Comeremos este alimento con cuchara de aflicción.»

Los granjeros del monte vivían en diversos estados de pobreza; pero los Larkin, por haber tenido hombres decididos y fuertes, siempre poseyeron más que los otros. Según nuestros raseros, la riqueza se medía por la cantidad de mantequilla con que uno se untaba el pan. Había un pequeño espacio de turbera, al otro lado mismo de la primera fila de vallas de piedra, en el que habían excavado cierto número de subterráneos para almacenar mantequilla, a fin de que no se hiciera rancia. Liam llegó con dos grandes baldes de ella, poniendo en evidencia que en aquel velatorio no se repararía en gastos.

Finola poseía un don mágico para la mantequera, que le habían fabricado por encargo siguiendo al dedillo todas sus instrucciones y sus secretos. Lo de echar la leche desnatada para evitar que se formaran grumos se decía que era una fórmula que había aprendido de las hadas. Su mantequilla era un terciopelo…, sabrosa, cremosa, suave, untuosa, inalterablemente lisa y fina.

Bueno, aparte del hecho ya sabido de que Conor era mi amigo más íntimo y mi ídolo, una de las recompensas de rondar por la casita de los Larkin consistía en una rebanada diaria de pan con mantequilla.

—No te dé miedo echar bastante —solía decirme Finola. Y yo me ponía una capa más gruesa que la misma rebanaba de pan. Sobre ella extendía la mantequilla en grandes rimas lo mismo que los protestantes extendían el mortero entre piedra y piedra de sus casas.

Viendo a Liam entrar con aquellos dos baldes enormes, pensé que sería el momento adecuado para arrodillarse a los pies de Kilty y rezar unas cuantas Salves. Precisamente cuando terminaba de rezar, introdujeron en la habitación un borrico perteneciente a las viudas destiladoras de
poteen
con unas jarras llenas de whisky de la montaña. El estofado se iba espesando y la habitación se cargaba de humo de tabaco, cuando, ¿quién llega sino Dooley McCluskey, el legendario avaro, todavía con el delantal y el sombrero hongo, los ojos siempre bizqueando de tanto clavar la mirada en las tinieblas vigilando que nadie le estafase lo bebido? ¿Y no saben qué? Dooley McCluskey venía con una docena de botellas de whisky, todas legales, con los timbres del Gobierno… En verdad, era el tributo más grande que un tacaño como él podía rendir a Kilty Larkin. Aquello estaba tan atestado que apenas se habría podido pasar una paja entre la gente, que ya invadía el establo de los vacas y el patio.

Entonces, el ruido del exterior subió de tono un instante, cesó por completo, y el silencio se extendió como una oleada por la casita al aparecer Tomas Larkin. Tomas no miraba a derecha ni a izquierda, ni respondía a los susurrados pésames. La masa de gente se apartaba, lo mismo que las aguas bíblicas, mientras él se acercaba a su difunto padre y se detenía junto a él.

Sabiendo que Kilty había pedido la absolución, una tensión terrible invadía el aposento. ¿Caería Tomas de rodillas, o lo echaría todo patas arriba? Pues… Tomas se limitó a sentarse al lado del cuerpo de Kilty, posando la mano dulcemente sobre la del muerto… y toda la habitación exhaló al unísono un suspiro de alivio. Conor se acercó, y padre e hijo se dirigieron unas leves sonrisas de pena…

—Sí —decía Tomas—, sí…

Dooley McCluskey se quitó el sombrero, lo sostuvo sobre su corazón y alargó una botella de whisky a Tomas, que casi la dejó mediada a la primera embestida, y luego cogió una pipa de manos de Brigid, le dio a ésta unas palmaditas a la cabeza y se refugió en un rincón.

El aposento volvió a suspirar.

Fue la señal para que Finola iniciara el keening, o sea la tanda de lamentos. Emitiendo un alarido horrendo, penetrante, que hizo estremecer la casita, cayó de Rodillas y se arrastró hacia el cadáver.

—¡Kilty! ¡Kilty! ¡Yo sabía que ibas a dejarnos, porque anoche vi a la bruja de la muerte con mis propios ojos!

Pues bien, esto impuso un poco de orden. Se levantó un murmullo asustado.

—¡Oh, Dios!

—¿Dónde, querida mía?

—Os lo contaré —jadeó Finola, espantada por la sola idea del terrible acontecimiento—. Yo entraba en el establo…, allá… —señaló—, a dar de comer a las gallinas. Recuerdo que dirigí una mirada al bueno de Kilty cuando vi que el cielo se ponía gris…, exactamente igual que el día que el viejo Declan O'Neill nos abandonó…

—Sí —fue la respuesta de recuerdo con un universal dibujar la señal de la cruz y un magnético aproximarse más a la doliente, que ahora estaba como en trance.

—Como se ponía tan gris, encendí una cerilla y dirigí la luz de la linterna sobre los dedos de mis pies y entonces me vino un tremendo escalofrío, como traído por un puñal de hielo, que me hizo temer por mi hijo nonato. La linterna se apagó por sí sola; yo la volví a encender, entre temblores, seis veces seguidas, y las seis veces se apagó de nuevo, dejando el establo oscuro como una tumba.

¡Jesús! Todo el mundo guardaba silencio.

Las palmas de las manos se habían humedecido y las bocas estaban tan secas que las lenguas se pegaban a los dientes.

—Y entonces —gemía Finola con voz fantasmal— surgió por sí mismo una especie de brillo. Me aparté muy despacio de la linterna y vi un fulgor en el fondo del establo. Como tuve miedo de acercarme más, no pude distinguir el cuerpo, pero sobre la cara llevaba… un sudario… manchas de sangre y lágrimas.

—¡Santa María! —murmuró alguien.

—Tenía el cabello largo y negro como ala de cuervo, pero mezclado con mechones rojos, y en el sudario… manchas de sangre y lágrimas.

—¡La
banshee
de Dooreen O'Neill! Seguro. ¿Y no vi yo la misma aparición en el óbito de mi amado Caley? —gritó una de las viudas del
poteen
.

Entonces estalló una salva de gritos y alaridos; pero Finola los venció todos.

—La
banshee
soltó una risa cascada y repitió infinidad de veces: «Kilty… Kill-tee… Kill-tee…» y diciendo esto iba tratando de cogerme, y luego… se deshizo…, se hundió en el suelo…

—¡Claro que era el signo!

—¡Kilty! —gritó Finola—. ¡Dulce Kilty Larkin! ¡Dios te ame, Kilty! ¡Oh, te has alejado de nosotros, dulce Kilty…! —Ahora lloraba y le besaba los pies.

—¡Abuelo! —gritó en seguida Liam. Y pronto los cuatro (Finola y sus tres hijos) estallaron en incontenibles muestras de un dolor vehementísimo, mientras Tomas continuaba sentado en su rincón, despachando silenciosamente, a pequeños sorbitos, el whisky de Dooley McCluskey. Finola se plañía con un fervor capaz de suscitar un trueno, cogida a la sábana de hilo que cubría a Kilty y aullando con angustia incoherente.

Liam se puso histérico y soltó alaridos hasta que se dobló por la cintura y sufrió convulsiones. Su padre fue a cogerlo, se lo sentó en el regazo y lo rodeó con aquellos enormes brazos hasta que los estremecimientos se deshicieron en sollozos.

Finola siguió plañendo hasta que la casita entera ardió de fiebre… porque Finola era la mayor plañidera de toda la costa este de Inishowen y sus lamentos por los difuntos tan penetrantes, que la solicitaban muchísimo para los velatorios. Desde la muerte de sus propios padres había pasado varios años sin tener que plañir por ningún pariente cercano, y ahora soltaba todo lo que guardaba dentro, decidida a mandar a Kilty al más allá en un arco iris de gloria.

Conor y Brigid no tardaron en quedar agotados de tanto alarido y se reunieron con Liam en el regazo de Tomas; pero Finola siguió adelante, revolcándose en los dolores de una angustia refinada. Y como yo era muy pequeño, y el regazo de Tomas muy grande, también me hice sitio en él.

Arrastradas por el frenesí de la dueña de la casa y un tanto achispadas por el whisky, un puñado de personas, entre las que figuraba mi madre, se había puesto de rodillas y plañía de tal modo que salían de aquella casita más balidos y lamentaciones que de un millar de cabezas de ganado en Derry, en días de feria.

El rostro de Finola se había puesto blanco como la pintura de la casa del sacerdote, el cabello se le había convertido en una enredada madeja de algas, anchas cintas dejadas por los chorros de lágrimas le manchaban las mejillas y descendían por la nariz, la barbilla y las comisuras de los labios, y sudaba como si la estuvieran hirviendo en la caldera del estofado. El vientre, que contenía al futuro hijo, se movía con tales convulsiones y sacudidas que di por seguro que el niño nacería a los pies del difunto.

—Habéis tenido bastante para vuestro primer velatorio —dijo Tomas—. Ahora marchaos todos a casa de Seamos y a dormir. —La protesta de Conor fue sofocada severamente, y se nos hizo salir con orden de no volver.

Viviendo fuera de casa mis otros hermanos y hermanas, yo sólo tenía que compartir el llamémosle dormitorio con Colm, el cual estaría hoy de velatorio y persiguiendo muchachas toda la noche. Cerca de donde se acostaban las gallinas, disponíamos de un ancho espacio, con un gran jergón de hojarasca, lo bastante grande para acogernos a los cuatro. Recuerdo siempre que, aunque mi amigo íntimo era Conor, si dormíamos todos juntos yo procuraba situarme junto a Brigid, pues aunque yo estimaba a Conor, Brigid daba una sensación distinta, que ya entonces yo sabía distinguir. Sospechaba incluso que aquellas ganas de refregarme contra Brigid tenían algo que ver con los pecados contra los que nos prevenía el padre Lynch, aunque al mismo tiempo, y como me daba tanto gusto, fingía no saber que fuera pecado. Sea como fuere, Liam y Brigid pronto quedaron como troncos mientras Conor y yo seguíamos revolviéndonos.

—Conor…

—Eh…

—¿Duermes?

—Nooo.

—¿Qué supones que ocurre ahora?

—No lo sé con seguridad.

—¿Crees que podrás dormir?

—Nooo. Me retumba la cabeza.

Al cabo de un rato insistí:

—Conor, ¿duermes?

—Nooo…

—¿Te parece que tu padre se enfadaría mucho con nosotros si volviéramos allí y nos escondiésemos en vuestro desván? Es que estoy pensando que Kilty era el único abuelo que tenías vivo y sé seguro que le gustaría que estuvieras con él, en el velatorio.

Hubo un silencio meditativo para sopesar los pros y los contras, al cabo del cual Conor entonó las mágicas palabras de:

—Vayamos, pues, peque.

Nos escabullimos fuera de mi casa con gran cuidado y, con el sigilo de unos cuatreros operando en la finca de Su Señoría, rodeamos la valla. Ahora el bullicio era tan grande que habríamos pasado inadvertidos aunque hubiésemos sido un par de toros embistiendo. Conor colocó la escalera bajo la abertura de la ventana del desván y trepamos arriba, saltando sobre el heno, en el que nos hundimos, esforzándonos en calmar nuestra alterada respiración.

El desván era el dormitorio de los pequeños Larkin. Aparte de la ventana, tenía otras dos aberturas, que daban al interior de la casita. Desde una trampa, una escala conducía a la sala grande, y en el costado opuesto otra escalera comunicaba con el establo que albergaba las vacas, el caballo y las gallinas. A los cerdos, los Larkin los hacían vivir fuera. Desde el desván veíamos perfectamente todo lo que sucedía.

Terminadas por un rato las terribles lamentaciones, la gente mayor se acomodaba en sus refugios, fumando pipas de arcilla, jugando a las cartas y contando anécdotas. Unos cuantos chavales andaban por ahí metiendo pimienta en las teteras y los botes de tabaco, provocando accesos de estornudos, mientras que fuera de la casita los jóvenes solteros de uno y otro sexo se cobijaban en las sombras para jugar al juego de los besos y celebrar matrimonios de mentirijillas. Había un grupo de camorristas demasiado desgarbados para mezclarse con las chicas y se divertían tirándose agua en la misma habitación principal, mientras junto al cadáver un grupito de hombres mayores se había enzarzado en una competición de habilidad consistente en coger el mango de una escoba, una mano en cada extremo, y saltarlo de delante atrás y viceversa. Enfrente mismo de ellos, en la otra punta del cadáver, una docena de mujeres arrodilladas rezaban y se lamentaban. El combate con agua adquirió una nueva y más viva dimensión con la adición de patatas como proyectiles, que silbaban alarmantemente cerca de las devotas. Fuera de la casa, Donall MacDevitt, un primo de Finola que vivía en el pueblo vecino, hacía circular una botella de éter por un grupo que se dedicaba a levantar pesos y saltar una pared de piedra. En cosa de pocos minutos, todos perdieron el seso convertidos en locos de remate, y se retorcían de risa como maníacos, creyéndose pájaros que iban a volar sobre el tejado o salvando la pared y dándose unos golpes espantosos, aunque sin sentir casi nada. Alguien desenfundó un violín y una gaita, y los que no cantaban canciones revolucionarias golpeaban los tacones bailando una giga, y a las viudas se les revolvían los humores mirando a los elegibles de un modo que no presagiaba nada bueno. Y estallaron discusiones sobre todos los temas discutibles, que eran casi todos en general… ¡Ah, sí, fue un gran velatorio; un gran velatorio de veras! Si no hubiese estado difunto, Kilty se habría sentido el hombre más orgulloso del mundo, y sin duda estaba causando una profunda impresión en san Pedro y todos los ángeles al tener tantos y tan entrañables amigos.

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