—Sssiiittt —me advirtió Conor, dándome un codazo. Alguien subía por la escalera, desde el exterior. Nosotros nos hundimos más en él heno, dejando sitio únicamente para que las narices pudieran respirar y los ojos, ver. ¡No faltaba más!, era Billy O'Kane que ayudaba a Bridie O'Doherty a subir al desván, y en menos que canta un gallo estaban revolcándose por allí y riendo, y él metía las manos bajo las enaguas de ella. Conor y yo nos agarrábamos uno a otro para no estallar en carcajadas. Billy y Bridie interrumpieron sus juegos tan repentinamente como los habían empezado y corrieron o esconderse, pues oían que alguien más subía por la escalera. Maggie O'Donnelly y mi propio hermano Colm entraron en el desván y emprendieron el mismo juego.
Por fortuna el velatorio quedaba fuera de la demarcación de los padres Lynch y Cluny, aunque todos sabíamos que se habían apostado en algún sitio oscuro desde donde poder escuchar para reunir pruebas de obscenidad, desnudismo, lenguaje soez, consumo de éter, besos, o cosa peor… y de todo lo demás de su interminable catálogo de pecados de la carne.
El padre Lynch había llegado al extremo de prohibir que los chicos y las chicas caminaran juntos por él mismo lado de la calle, y vigilaba siempre con ojos de lince todas las reuniones, observando si personas de sexo contrario se tocaban, se dirigían miradas cariñosas…, y ¡por Cristo!, que sabía adivinar si alguno pensaba siquiera en hacerlo. Su bastón de endrino había levantado chichones en más de una cabeza al golpear los heniles de Ballyutogue como el mismísimo rayo de Dios.
Fue una suerte que no se hallara en casa de Tomas Larkin aquella noche, porque el desván se iba llenando en exceso. Nuestro regocijo se convirtió en espantada admiración ante las cosas que empezaban a hacerse las parejas. Y precisamente cuando la situación se ponía más interesante, ocurrió un hecho espantoso. Una brizna de heno me hizo cosquillas en la nariz, y estallé en una racha de estornudos. Hubo como un brotar de cabezas por todo el desván.
—¡Jaysus!
—¡Santa madre, ten piedad!
—Dilo al cura y te mato, Seamus —me dijo mi propio hermano.
Todos escaparon del desván como si en llamas. De todos modos, la diversión no tardó en proseguir, pues pronto nos llamó la atención lo que ocurría en el establo, donde Dinny O'Kane y Bertie MacDevitt se pegaban por un quítame allá esas pajas…, intercambiando puñetazos que les abrillantaban la cabeza, con un acompañamiento de gruñidos. Sus golpes tenían poca puntería y menos fuerza aún, pero las vacas se inquietaban y se les agriaría la leche por toda una semana.
Había sido sólo cuestión de tiempo que se produjera esta pelea, pues por tradición histórica había mala sangre entre los O'Kane y los MacDevitt.
Estos dos habían formado una sociedad condenada a terminar forzosamente en desastre. Un día, animados de espíritu fraterno, decidieron comprar un caballo a medias. Convenía comprarlo a principios de primavera para arar los campos y luego venderlo después de la última cosecha para que las dos familias pudieran pasar el invierno. Por consiguiente, la compra y la venta del caballo era un asunto muy serio.
Al fin de pagar su mitad del caballo, Dinny O'Kane cruzó el charco y se fue a trabajar en los muelles de Liverpool durante la temporada de embarque de ganado, y para pagar la suya, Bertie MacDevitt recogió las cosechas de Dinny.
Imaginando que entre ambos sabían todo lo que saberse pueda sobre carne de caballo, se pusieron a engatusar a un vendedor ambulante de caballos en la feria de Carndonagh. Y de regreso a casa ambos se reían a mandíbula batiente.
No obstante, Dinny opinaba que a él le correspondía la peor parte en el negocio, porque había tenido que trabajar en Inglaterra y, para mayor escarnio, al tirar la moneda al aire le tocó a Bertie el ser el primero en servirse del caballo.
Bien, ¿saben qué pasó? Apenas después de haber acabado de arar los campos de Bertie, el rocín murió de un ataque cardíaco. A partir de entonces las complicaciones se hicieron monumentales.
Ahora ambos daban traspiés por el establo, cada uno más mellado por el licor que por los golpes del otro, mientras los otros O'Kane y los otros MacDevitt saldaban cuentas por toda la casa, y los O'Neill se inclinaban en favor de los O'Kane, y los O'Doherty en favor de los MacDevitt. La pelea tomaba proporciones épicas, cuando vino el pacificador, en la persona de Tomas Larkin. Parecía tan corpulento como los otros dos juntos; con el brazo derecho rodeó a Bertie por la cintura y lo levantó del suelo, al mismo tiempo que con el otro mantenía a distancia a Dinny.
—Caballeros, caballeros —advertía Tomas.
Los dos combatientes seguían dando puñetazos al aire, poniendo mucho cuidado en no tocar a Tomas, mientras se arrojaban recíprocamente atinadas observaciones.
—Si no calláis voy a golpear la cabeza del uno contra la del otro —decía Tomas; pero las peleas y discusiones habían prendido por todo el establo—. Muy bien. Pondré la cuestión en manos del padre Lynch.
Las hostilidades cesaron al momento. Tomas y sus gladiadores se sentaron en el heno, jadeando faltos de aire y limpiándose las heridas.
—Yo me avendré a lo que diga Tomas, si tú quieres —logró decir Dinny.
—Sólo en nombre de la paz y por la memoria del fallecido, me avengo —respondió Bertie— porque eres un miserable…
—Vamos, vamos, vamos —interrumpió Tomas.
—¿Qué? —dijo Dinny.
—Que… de acuerdo…
Tomas sacudía la cabeza.
—Sí, esto es superior a mis facultades. Es un problema para Salomón. ¿Hay por aquí una gota de whisky para que pueda iluminar mis pensamientos? —un generoso sorbo de licor desapareció por su gaznate, y luego se limpió los labios exclamando—: ¡Ah…!, a mi juicio, una asociación significa que hay que compartir los desastres al igual que las recompensas.
—¿Qué te decía yo? —exclamó Dinny, llevando el puño debajo de la nariz de Bertie.
—Cállate, hasta que haya terminado —pidió Tomas—. Yo te prestaré mi caballo, Dinny, para que ares los campos, a condición de que Bertie acarree tus cosechas.
—¡Pero luego no tendremos caballo que vender, Tomas!
—Claro, y la culpa está en que ambos fuisteis a la feria con el corazón lleno de malos propósitos, para estafar al vendedor…
—Pero…
—Pero…
—Yo soy quien decide, caballeros. Y si seguís mi consejo, me encargo de que todo el pueblo contribuya con una parte de su cosecha para que paséis el invierno… a condición de que jamás compréis caballos a medias, porque ninguno de los dos seria capaz de saber sí estaba mirando el culo de un caballo aunque se os cagara sobre las botas.
Después de obrar este milagro de santo, Tomas se levantó, hizo poner en pie a Dinny y Bertie y sugirió que sería prudente que se estrecharan las manos en su presencia…
—Van a empezar el rosario.
La energía había descendido mucho de nivel con el aguacero de dolor comunal, combinado con éter, licor y otros excesos, de modo que había llegado, y bien llegado, el momento de que todo el mundo se pusiera de rodillas y rezara. Finola se arrastró una vez más hasta el cadáver de Kilty; al verlo, sentí que me invadía un mareo. Cuando se ponen a recitar las letanías siempre me dan ganas de vomitar.
Si encuentro la puerta del cielo cerrada será por culpa del rosario, pues aunque intentara no pensar cosas feas de él, Dios lo sabe todo, incluso mis verdaderos sentimientos, y sabe que las horas peor intencionadas de mi vida fueron las pasadas recitándolo, y es un hecho decidido que a nadie le obligarán a rezarlo sobre mi cadáver.
Mientras me ponía de rodillas, me sacudía el heno de encima y exhalaba suspiros de angustia.
—Oh, no es preciso que lo reces, Seamus —me decía Conor.
Yo estaba demasiado asustado para no rezarlo.
—Podremos fingir que estamos dormidos, o basta regresar a tu casa.
—Nooo —gemí—. Dios lo sabría, a pesar de todo.
—No vayas a vomitar —me avisó Conor.
Yo me persigné…
«Creo en Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro, que nació de María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado y resucitó el tercer día de entre los muertos…»
Terminé esta parte antes que los demás con objeto de poder recobrar un poco de aliento. Abajo, los cirios luchaban por una última boqueada de vida, deslindando sombras locas en la faz ajada y brillante de Kilty Larkin; afuera, el viento venía de la parte del lago y cuando se puso a soplar a través del desván comprendí que la tormenta no quedaría muy atrás. Mientras los demás continuaban runruneando, el estómago se me revolvía más y más, de modo que cerré los ojos, rechiné los dientes y seguí rezando con los dientes apretados… una señal de la Cruz, cuatro Padrenuestros, seis Gloriaspatris, cinco misterios de dolor y cincuenta y tres Avemarías en total…
—El primer misterio de dolor —gemía Finola— es la agonía en el Huerto de los Olivos.
Allá abajo estaban los fatigados trabajadores de cara riscosa, cuerpo nudoso, manos de cuero, ensayando sus respectivos óbitos, abandonándose con lamentable debilidad a la hoz del misterio arrimada por toda la vida a sus yugulares…, demasiado simples y demasiado cansados para protestar…, demasiado amedrentados para buscar la verdad…, rindiéndose calladamente, porque sin aquello…, ¿en qué otra cosa podían creer?
Cinco minutos…, diez minutos…, quince minutos… golpéate el corazón, inclina la cabeza…, runrunea, runrunea, runrunea. ¿Quién sabía ya qué estaba diciendo? ¿Quién lo sabía de veras excepto el sacerdote, y a éste no se le pregunta?
Yo estaba decidido a ser bueno aquella noche, por el alma de Kilty Larkin, y me concentré hasta que me dolió la cabeza en pensar en la agonía del buen Jesús, y quise sentir su dolor, que es lo que tenía que hacer, puesto que —y ésta era la razón que se me daba para hacerlo así— Jesús era tan bueno, y yo un pecador. Yo probaría el sudor salobre y me doblaría bajo el peso de la cruz, y la sangre manaría de mi corona de espinas, y saltaría a chorro de mis muñecas como jamás había saltado antes.
Oh, diablos, el estómago empezaba a rebelárseme irremediablemente, y Conor se pondría furioso.
Fuera, el cielo se ennegrecía como lo hizo el día que crucificaron a nuestro bendito Señor Jesucristo y ahora Dios en persona fijaba la mirada en la casita de los Larkin… y me estaba mirando a mí porque sabía que yo aborrecía el rosario. Me daban miedo, cada vez más, aquellos sentimientos que no sabía esconder ni a pesar de que Dios me estuviera mirando directamente, y por ello me esforzaba más en sentir los sufrimientos de Jesús.
«Padre Nuestro que estás en los cielos…»
«Dios te salve, María, llena eres de gracia…»
Con ésta, ¿cuántas son? Treinta y cuatro, pienso; pero no debo contarlas, porque contarlas es pecado, porque uno tiene la obligación de estar enamorado del rosario…
«Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.» Veinte minutos…, veinte horas…, veintitrés minutos, inclina la cabeza…, golpéate el corazón…, a veces todo ello se mezcla en una mancha confusa y no es tan malo.
Al menos una vez por semana, vomitaba durante el rosario. Cuanto más trataba de pensar en Jesús y en sus sufrimientos, más pronto vomitaba. No sabía qué hacer.
Treinta minutos…, cuarenta minutos…, cuarenta años en el desierto…
—¡Jesús, qué pálido estás, Seamus! ¿Vas a vomitar?
—Pro…, procuraré no hacerlo…
—Deja de rezar.
—Tengo que terminar, Conor. Hemos llegado al acto de contrición, y si lo rezo bien quizá Dios no quiera castigarme.
—¿Por qué habría de castigarte Dios?
—Porque aborrezco el rosario…
—Bah, no tienes nada que temer. Mi papá dice que, en primer lugar, Dios no hizo el condenado rosario, y, en segundo, ni siquiera lo escucha.
Conor me asustaba, cuando hablaba así.
—No digas más. Si sigues hablando tendré que confesarme por haberte escuchado.
—Bah, mi papá dice que Dios tiene cosas más importantes que hacer que eso de escuchar a un meón recitando las letanías.
Yo me puse las manos sobre las orejas para no oír nada más…
«Oh, mi Salvador, estoy sinceramente arrepentido de haberte ofendido, puesto que Tú eres infinitamente bueno y el pecado te disgusta. Detesto todos los pecados de mi vida…»
Conor me cogió las muñecas y me apartó las manos de los oídos.
—¿Qué pecados? ¡Si sólo tienes once años!
Me libré de él con una sacudida, me hundí en el heno y contuve el aliento, apretándome las orejas con mucha, muchísima fuerza…
«Detesto todos los pecados de mi vida —rezaba con fervor demente—, y deseo purgarlos con los méritos de tu preciosa sangre. Limpia mi alma de toda mancha de pecado, de modo que lavado en cuerpo y alma pueda acercarme dignamente al Santísimo Sacramento del Altar…»
Cuando Conor me izó fuera, yo sollozaba y me estremecía, y él me sostenía como hizo su padre con él cuando lo tuvo en el regazo.
—Tómalo con calma, peque… Yo cuidaré de ti.
En la habitación principal, la masa de gente se ponía en pie con un cansancio infinito. La mayoría se despidieron, arrastrando los pies e inclinado el cuerpo, camino de sus casitas de campo, quedando sólo la familia y los amigos más íntimos para continuar velando al muerto.
Yo estaba todavía tembloroso por mi última calamidad con el rosario cuando el ruido familiar de la lluvia cargó montaña arriba, viniendo del lago, y asaltó la casa.
Los Larkin habían huido a Donegal a principios de siglo, y al cabo de ochenta y cuatro años conservaban todavía el estilo del condado de Armagh de bardar los tejados en línea ondulada, mientras que nosotros nos ateníamos al método, más sencillo, de atar las bardas con pértigas salientes. A pesar de la furia del tiempo, jamás una gota de agua pudo abrirse paso a través del tejado de los Larkin. Nosotros estábamos satisfechos como ratoncitos de campo en la artesa del grano, dormitando a marchas forzadas, cuando una oleada de agitación en el cuarto grande nos hizo reptar una vez más hacia la trampa del techo.