Trinidad (65 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Maud Tully era una chiquilla de diecinueve años, inteligente, alegre, vivaracha, que trabajaba en la fábrica de camisas Witherspoon & McNab desde los diez años. Sus padres habían tenido once hijos, ocho de los cuales pasaron de la infancia. Ninguno de sus cinco hermanos había tenido nunca un empleo fijo. Salvo cortos períodos, su padre estaba en paro desde hacía treinta años. A medida que los chicos fueron emigrando, Henry Tully se fue convirtiendo en un borracho amable, marchito y sin dientes, que aparentaba veinte años más de los que realmente tenía y nunca salía del todo de la neblina alcohólica. La madre y las dos hermanas de Maud trabajaban a destajo en la fábrica de camisas, sacándose un promedio de cuatro peniques por hora.

Maud Tully mostraba un apasionamiento singular por librarse del hado del Bogside. Había encontrado una primera rendija de esperanza en la Liga Gaélica y su bandera de irlandesismo. Maud se había lanzado con furia a la tarea de aprender a leer y escribir; estudió el idioma antiguo y tenía la cabeza llena de ideas sobre política, poesía, nacionalismo y deseos humanos.

En Ballyutogue no había chicas como ella, ni parecidas, y fascinaba por completo a muchachos como Myles McCracken. Los domingos, cuando paseaban juntos por la orilla del río, más allá de la ciudad, era frecuente que Myles se pusiera a cantar, sin razón alguna. Se paraban bajo un árbol, y ella le leía libros, y hablaban de cosas que uno jamás llegaba a saber en Ballyutogue, a menos que fuese tan listo como Conor o Seamus O'Neill. Myles no tenía el propósito de comparar a Maud con Brigid, su amor verdadero, y sin embargo, no podía dejar de advertir la diferencia. Después de un rato de conversación con Brigid, se marchaba siempre dominado por la tristeza y el frenesí. Maud le hacía reír.

Era una noche de agosto tan sofocante que el calor levantaba ampollas al polvo de las piedras de las murallas de Derry. Conor iba desnudo hasta la cintura y sudaba copiosamente, trabajando en unos dibujos de macizos candelabros artísticos que le habían encargado para la iglesia de Buncrana.

Y de súbito apareció Myles con una cara color de muerto. Conor levantó la vista y temió que su amigo estuviera muy enfermo, porque se había quedado inmóvil, boquiabierto, y emitía unos sonidos inarticulados.

—¿Qué te pasa, hombre?

Myles se estrujó las manos. Grandes lagrimones surcaron una faz atormentada.

—Se trata de Maud Tully —balbució—. Va a tener un hijo.

El puño de Conor aterrizó en los labios de Myles, mandándole para atrás hasta que chocó con un yunque y se derrumbó de espaldas. Allí quedó, sentado, paralizado, con la cabeza dándole vueltas. Cuando Conor se plantó ante él, parpadeó atontado; luego se pasó el dorso de la mano por los labios y tiró del faldón de la camisa para limpiarse la sangré.

Conor abrió los puños, volvió a su despachito, se dejó caer detrás de la mesa y se cubrió la cara con las manos. Myles se puso a gatas, se levantó tambaleando y se dirigió hacia la puerta de la calle. La cara le iba adquiriendo ya un color oscuro.

—No te vayas —ordenó Conor con voz cascada.

Myles dio media vuelta, todavía sin sostenerse bien sobre los pies, incapaz de hablar, y los dos hombres se quedaron plantados uno frente al otro.

—Lo siento —murmuró Conor.

—No, tienes derecho a matarme.

—No, Myles, no tengo ninguno.

—No puedes imaginarte lo que siento, Conor, después de todo lo que has hecho por mí; sabiendo que lo has hecho por amor a tu hermana.

—Cállate, hombre. Todos vivimos martirizados por otra gente que quiere gobernar nuestra vida. Yo no tengo ningún derecho a gobernar la tuya —y le dio unas palmadas cariñosas en el hombro. Lo cual desesperó todavía más a Myles.

—¡Tú me odias!

—No, no te odio —respondió Conor—. ¿Amas a Maud?

—Sí, es cierto. No sé cuándo se produjo el cambio; pero es cierto, la amo.

—Será mejor que vayamos a ver al padre Pat, en seguida.

Maud Tully no era la primera muchacha del Bogside que se acercaba al altar estando encinta, de modo que la vergüenza de su situación duraría poco. El festejo que hubo después en el Celtic Hall rebosó especialmente de alegría y esperanza, porque si alguien había de ser capaz de salir del Bogside había de ser aquella muchacha.

Conor calculaba que Myles necesitaría dos años más para ser un herrero completo, capaz de establecerse por su cuenta. Había dos alternativas: emigrar, porque a cualquier parte del mundo que uno fuera los herreros siempre encontraban trabajo, o coger una herrería en alguna parte de la región. Maud prefería quedarse en Irlanda, pero la otra perspectiva también resultaba aceptable. Había tomado la decisión, firme, inquebrantable, de poner a Myles en pie. Muchísimas chicas habían hecho semejante voto el día de la boda, pero los que conocían a Maud sabían que ella triunfaría allí donde otras habían fracasado.

La nueva esposa hizo que Myles dejase la habitación alquilada y se trasladara a la choza familiar, a fin de ahorrarse el alquiler. La choza estaba perpetuamente atestada, y tuvieron que arreglarse una alcoba en la cocina, que por las noches separaban del resto colgando una manta en la entrada. Maud seguiría trabajando en la fábrica de camisas hasta el momento en que hubiera de nacer el niño, y guardarían hasta el último penique.

Con aquel pedacito de muchacha al lado, Myles perdió el miedo y el susto iniciales del matrimonio, y juró que estaría a la misma altura de ella, sacrificio por sacrificio, trabajando más horas en la fragua y renunciado a todo gusto, a todo placer particulares, pues sabía que había conquistado una de las mayores y mejores cosas de la vida. Dos años no serían nada, pasarían rápidamente, y cuando hubieran transcurrido podrían caminar a la luz del sol por todo el resto de sus vidas.

13

Todos los martes Conor salía de Derry, a caballo, antes del alba y estaba en la fragua de la Manor y en el andamio antes de que la casona se hubiera puesto en movimiento. Lady Caroline seguía su tarea con apasionado interés, y había advertido a su secretario particular que los martes no estaba en casa para ninguna actividad exterior. Después del desayuno se presentaba en el Long Hall, donde Conor repasaba los planes para el día, y al atardecer volvía a entrar, con un té ligero, a inspeccionar los progresos.

Levantado el andamio, Conor procedió a limpiar dos siglos de escorias, herrumbre y hollín de las barras metálicas con ácido, cepillos de alambre y papel de lija, y trocito a trozo fue poniendo al descubierto los secretos de Tijou. El maestro había construido la reja por secciones y la había colocado en su puesto mediante poleas con aparejo. Luego había cubierto todas las uniones y soldaduras de tal manera que sólo otro maestro sería capaz de descubrirlas.

La edad y el descuido formaban sólo una parte del problema. En esta o aquella época, bombardeos, incendios, desprendimientos del techo habían doblado y debilitado el hierro, exigiendo un examen minucioso para decidir, centímetro a centímetro, qué había que sustituir, cómo reforzar lo demás y qué casaría con las filigranas, las hojas y la vegetación primitivas.

A medida que iban pasando las semanas, una tras otra, la obra del antiguo maestro empezaba a recobrar un aura de elegancia. El corazón de Conor albergaba sus dudas y recelos sobre el hecho de trabajar en Hubble Manor, mientras Caroline, por su parte, se daba cuenta de que aquel hombre era un caso especial. El herrero se esforzaba por apartar a un lado un odio intrínseco, cultivado durante generaciones. La reja, como arte puro, reclamaba toda su pericia profesional, además de que él sabía que estaba viviendo una experiencia única, trabajando en una creación única. Y la empresa le absorbía por entero, ponía en juego su pasión y su tenacidad.

Conor se mantenía apartado de la corriente principal de la vida doméstica de la Manor, esquivando elegantemente las aspiraciones de una bandada de criadas. Cuando hacía buen tiempo, comía solo en el prado, bajo un árbol; si lo hacía malo, se quedaba en el Long Hall.

Con la única persona que trabó auténtica amistad fue con Jeremy, el vizconde de Coleraine, quien parecía sentir más interés por colgarse cabeza abajo de las ramas de los árboles y escupir más lejos que nadie, que por su aristocracia y su título. Ya se sabía de antemano, Jeremy aparecería bajo «el árbol de Conor» con el balón en la mano y una docena de compañeros en zaga, suplicándole que jugasen un partidito corto. Si el tiempo era malo, rondaba por el Long Hall (privilegio no concedido ni siquiera a su madre) y procuraba ser útil dándole herramientas a Conor y, últimamente, haciendo el trabajo que habría correspondido a un aprendiz.

A medida que los prejuicios que como buen Larkin había alimentado respecto a los Hubble se moderaban, Conor reconocía ante sí mismo que le gustaba la actitud abierta y acogedora de lady Caroline con todos los miembros de la familia, y en especial su manera de tratar al marido. Las habladurías eran un mar en el que flotaban todas las grandes casonas, y Conor no pudo dejar de oír ciertas murmuraciones acerca de que la condesa había tenido que hacer frente a su padre y a su esposo para que sus hijos continuaran en el Ulster, en vez de llevarlos a estudiar a Inglaterra.

Conor llegó a esperar los martes con impaciencia, por algo que no era la reja precisamente y que le atormentaba hasta el punto de no dejarle absorberse por completo en su trabajo y que acabó por hacerle tratar bruscamente a Jeremy y a echarle fuera. A medida que la grieta se ahondaba en su mente, se puso deliberadamente a ensanchar la distancia entre la familia Hubble y él.

Caroline observaba esta evolución, preocupada a su vez. Jeremy, que vivía la fase de la adoración al héroe, no se dejaba repudiar. Un determinado martes, Caroline estaba en su boudoir y había fijado la mirada casualmente en Conor, que leía bajo el árbol, cuando Jeremy corrió hacia él, balón en mano.

—Hoy no tengo tiempo para ti —dijo secamente Conor.

—Vamos, Conor, por favor.

El herrero se levantó airado, le arrebató la pelota al muchacho y la chutó lejos.

—¡Y ahora piérdete de vista y no me molestes!

Jeremy se quedó inmóvil, sencillamente, y levantó los ojos. Después se puso a sollozar y corrió en busca del balón. Conor le siguió con la mirada, disgustado de su propio comportamiento, y se alejó pisando con furia.

¿Debía hablarle, o pasar el incidente por alto? Hablarle ¿significaría conceder demasiada familiaridad sobre una cuestión personal a un obrero contratado? ¿O quizá la situación especial de Larkin lo requería? Mientras sopesaba la cuestión, advirtió que el herrero se había dejado el libro bajo el árbol y decidió llevárselo. Ya con el volumen en la mano, una curiosidad irresistible venció la repugnancia a lo indiscreto que sería atisbar en el santuario de Conor, y Caroline se volvió a su refugio con el libro.

La condesa se acurrucó en el canapé. Las cejas se le juntaron, desconcertada, al leer el título: The Kavevala, de Elias Lonnröt. Las páginas interiores contenían el poema épico finés, extensa leyenda popular no muy distinta de una narración celta. Hacia mitad del libro había varias hojas de papel sueltas. Algunas contenían dibujos obviamente relacionados con la cancela, pero otras mostraban garabateadas palabras escritas al azar por Conor; era una serie de versos cortos. Caroline titubeó un momento más todavía; luego se sumió en la lectura.

Los obispos diluviaban

Condenas.

El Parlamento lamentaba

Tentaciones.

Decidieron matarle tres veces.

Una moral falsa manaba de labios venales

Exigiendo el sacrificio.

Parnell ha muerto.

Parnell ha muerto

Y el alma de Erín está enterrada en su fosa.

Odio, Derry, la bazofia acumulada ante tus murallas,

De esta pocilga del Bogside pretendo huir.

Mas si un día, así incitado, marcho de aquí,

Ramera inmigrante en tierra extraña, ¿hallaré paz?

Y una vez lejos, ¿no me atormentará ya nunca más

La dantesca visión de tus feas murallas?

¿Dónde está el bien, mi Derry? ¿Estará allá?

¿O he de seguir llorando ante tus piedras canallas?

No hay placer que se pueda comparar

Al de ir a coger algas en la mar.

Brincando libre, la cabeza loca,

Y aquella sal llenándote la boca

Y aquel montón de chicas bullendo alrededor,

Los labios sonrientes y los pechos en flor.

EL PADRE LYNCH

Inclínate, arrodíllate, póstrate.

Recita el acto de contrición,

Tiembla de miedo y de su misión.

Pecado, espanto y penitencia

Siguen al ciego

En su demencia.

Confiesa y llora ¡absolución!

Vida, fenece.

¡Gloria a la muerte!

UN PASEO HASTA DERRY

Casas caídas,

Murallas de hambre,

Labios verdosos de comer hierba.

¿Por qué tenemos que comer como bestias?

Vientres hinchados,

Hospitales, fiebre.

Bodegas pestilentes de barcos de la muerte.

¿Por qué han de transportarnos como a triste ganado?

Montones de cadáveres.

Piras comunales,

Dios salve a nuestra noble reina…

Había más; un soneto inacabado y místico a su padre y unos garabatos casi incoherentes sobre las emociones del fútbol, un amigo llamado Seamus O'Neill y un maestro de valla.

Pálida, Caroline cerró el libro y volvió a bajar prestamente al prado. Conor había regresado y buscaba su libro. Ella se lo entregó.

—Me temo que soy culpable de una vergonzosa indiscreción —le dijo.

—No se apure —respondió mansamente Conor—. Todos somos iguales, nosotros, ya lo sabe. Supongo que lo único que Irlanda no necesita es un poetrasto más.

—Señor Larkin, ¿querría decirme ahora, en seguida, si trabajar aquí le da remordimientos de conciencia?

Conor se estudió las manos. Nunca las tenía completamente libres del negro de la fragua, como les pasa también a los mineros del carbón con los pulmones.

—Siento una simpatía personal por usted —diio con su mejor evasividad irlandesa—. En cuanto a lord Hubble, me ha tratado bien, y siento un sincero aprecio por el joven Jeremy, y también por Christopher.

—Ha esquivado mi pregunta con arte consumado —dijo Caroline.

—Sí, me revuelvo entre sentimientos contradictorios.

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