Era un hombre bellamente construido, tenía esa clase de cuerpo que en otro tiempo la chiflaba, al verlo en boxeadores y otros tipos musculosos, si bien en este caso la musculatura quedaba matizada por el rollo de dibujos que Larkin llevaba bajo el brazo. ¡Cuan completamente irlandés resultaba con su gorra inclinada y su hablar dulce; pero cuan entendido al mismo tiempo! De pronto la pelota vino hacia él; la paró ágilmente con el pie, la recogió y la chutó. La pelota subió en arco hacia el firmamento, pareciendo querer volar eternamente. Cuando se cansaron de permanecer boquiabiertos, los muchachos vinieron corriendo y le suplicaron que jugara veinte minutos con ellos.
Roger siempre se traía el papeleo que no había podido resolver durante el día al
boudoir
de Caroline, donde habían colocado dos mesas escritorio frente a frente para poder pasar las veladas trabajando juntos. A mitad de una pila de correspondencia, la condesa indicó que había llegado el momento de conversar.
—Creo que por fin podremos hallar una solución al problema de la cancela.
Roger dejó el trabajo a un lado y se dispuso a escuchar que alguien había sacado de su madriguera a un maestro herrero húngaro y que pronto oirían sus gritos por los pasillos de la Manor.
Caroline le explicó con gran detalle la historia de cómo el rey Billy había encargado, muy posiblemente, una reja nueva para regalarla en sustitución de la antigua, que fue destruida. Roger buscó por su memoria, pero no pudo añadir nada.
—Me gusta bastante la idea de restaurar y guardar la reja que tenemos —dijo.
—También a mí —coincidió ella.
—Ese sujeto ha de tener una formación más que notable para ser capaz de desenterrar toda esa historia.
—Debo decirte inmediatamente que es católico y de Londonderry.
—¿De veras? ¡Estás de guasa!
—Es la pura verdad, querido. Será el más experto en su campo que hemos tenido aquí, de modo que me ha parecido que debía prevenirte, para que tú prevengas a los otros.
—Creo que podemos resistirlo. Será una prueba de democracia, y lo demás que suele decirse. ¿Cómo has dicho que se llama?
—Conor Larkin.
—¿Larkin? ¿Y es herrero? ¿En Londonderry?
—En efecto.
—¿Larkin? Su familia vive aquí desde hace años. Son fenianos, creo. Hace cosa de un año, poco más o menos, Swan tuvo que hacer frente a un asunto feo relacionado con ese Larkin. Algo que afectaba a Buques y Trenes.
—No me prohibirás que le contrate. ¿Verdad que no?
—Claro que no —respondió el marido—. Francamente, no recuerdo los detalles. Bueno, no importa. Acuérdate bien de comprobar si es honrado y de confianza. Ya sabes cuan temerarios y sanguinarios son.
—Tengo la impresión de que será perfectamente honorable —respondió Caroline.
El padre Cluny llegó a la casita de los Larkin dominado por la excitación. Había recibido una carta de Liam que contenía veinte libras destinadas a erigir la piedra sepulcral más hermosa que encontraran para Tomas.
Conor encargó a su amigo picapedrero de Derry que esculpiese un monumento adecuado, y añadió dinero de su bolsillo con que sustituir la piedra sepulcral de Kilty por otra más a tono. Terminados los encargos, los trajo a Ballyutogue junto con una verja de hierro labrado para aislar el suelo correspondiente a los Larkin.
Brigid, Dary y Finola habían cuidado siempre de conservar las sepulturas de la familia limpias y adornadas. Ahora podían vanagloriarse todavía de unas distinguidas losas funerarias pagadas por hijos que se marcharon del pueblo, se habían desenvuelto bien y recordaban siempre a los suyos.
En su carta, Liam explicaba, además, que se había casado ya con Mildred, la muchacha inglesa, y que esperaban un hijo. Mientras un nuevo Larkin se preparaba para venir a este mundo, en el otro lado del globo terrestre, otro Larkin de Ballyutogue preparaba su partida. Habiendo cumplido los catorce años, le había llegado el momento a Dary de irse al seminario diocesano. Aunque lo tenían planeado todo desde hacía varios años, aquel momento de la separación se anunciaba preñado de tristeza.
Una vez más, Finola empaquetó las escasas pertenencias que cada uno de sus hijos había reunido en una destrozada maleta comprada a los buhoneros, años atrás, en una olvidada feria. Por última vez se afanó en cuidarle y prepararle, dándole toda clase de consejos y conteniendo las lágrimas lo mejor que pudo.
Cuando vino el padre Cluny, Finola cogió a Dary de la mano y bajaron penosamente sendero abajo, con las puertas de todas las casitas abiertas para impartir al que marchaba aquellas palabras de despedida que tan a menudo habían de repetir.
—Que Dios cuide de ti, Dary.
—Y que el mismo Dios cuide también de ti.
Detrás de la familia se formaba una estela de mujeres con pañuelos negros, y todos juntos entraron en San Columbano a encender cirios y rezar. Luego, Dary pasó solo al cementerio a decir adiós a un padre a quien no había conocido nunca de verdad. Después, en el cruce de caminos, se paró y cogió la maleta de manos de su hermana.
—El resto del camino lo haré solo —dijo, repitiendo un adiós tradicional de Ballyutogue.
—Adiós, padre Dary —dijo Brigid.
El pequeño sonrió y siguió andando.
—¡Es tan chiquitín! —lloraba Finola—. ¡Tan chiquitín y tan frágil!
Por un momento, Brigid sintió el impulso de consolar a su madre; pero se detuvo súbitamente cuando iba a tocarla. El padre Cluny estudiaba a las dos mujeres y se sentía anonadado por lo lamentable de aquella situación. Se moría de ganas de recomendar a Brigid que se marchase. Myles McCracken se había ido a Derry a trabajar con Conor, y la casita de los Larkin se convertiría en un mausoleo. Pero el padre Cluny se sujetó la lengua. Desde mucho tiempo atrás había aprendido a compartir en silencio las interminables penas de sus feligreses.
Un silencio espantoso descendió sobre la casita de los Larkin, mientras cada uno de sus moradores se retiraba en su aislada celda; Finola al dormitorio en que en otro tiempo dormía con Tomas y donde vinieron al mundo sus hijos; Brigid al desván que había compartido con sus hermanos, y Rinty Doyle al establo, para pasar lo más desapercibido posible. Como si cada uno de ellos hubiera hecho un voto monástico de silencio, todos se ocupaban de sus respectivas labores sin cruzarse más palabras que las puramente imprescindibles.
Alejado Myles McCracken, parte de los temores de Finola se disiparon. Si alguna vez rompía el silencio era únicamente en breves y secas andanadas recomendando a Brigid que se casara con Colm O'Neill. Brigid se mordía la lengua hasta que no podía resistir más; entonces contraatacaba con violencia verbal tan espantosa que Finola acabó por no insistir más. De modo que hasta el tema de Colm pasó a engrosar los otros temas de silencio.
Brigid había sido siempre una muchacha sencilla y vulgar, pero mientras tuvo a Myles cerca logró conservar cierto atractivo. Ahora se había vuelto desaliñada. Se odiaba a sí misma por no saber dejar de alimentar la persistente y corrosiva idea de que la vida sería mucho mejor si su madre falleciese. Confesaba este mal pensamiento una y mil veces. Y después de cada confesión, el rencor contra Finola aumentaba.
El círculo vicioso de desear la muerte de su madre, sentirse culpable, confesarse, cumplir la penitencia y volver a empezar se convirtió en la rueda del molino de penado de su existencia. Aunque al cabo de un tiempo empezó a olvidar la cara y la figura de Myles. Olvidaba la dulzura y el dolor de las sensaciones que inundaban su ser tiempo atrás, cuando corría por el puente para echarse en brazos del amado. Todo ello se confundía y apagaba, como si en realidad Myles no hubiera existido jamás. Luego, al desvanecerse la figura de Myles, el odio contra la madre se desvaneció también.
Brigid Larkin se resignó perfectamente a la soltería, y ya nunca más fue capaz de amar ni de odiar con vehemencia.
Trece kilómetros más allá de Derry, donde el puente salvaba el río Burntollet, una carretera secundaria serpenteaba hasta una arbolada cresta donde se levantaban los muros que limitaban los dominios del seminario del Sagrado Corazón de la Santa Orden de los padres de San Columbano.
Dary Larkin era uno de los ocho novicios que cruzaban la prohibitiva entrada. La mayoría de los ocho aspirantes tenían las mejillas lisas y las manos blandas, indicando que habían sido los reyezuelos de unas madres que los adoraban. Unos habían venido de buena gana, anhelantes, como Dary; otros, empujados por una familia sobrecargada. Para algunos, el viaje sería corto, un fracaso. Los otros seguirían adelante doce años, hasta el final, hasta llegar al sacerdocio.
Dary entregó sus pertenencias, excepto las cuentas del rosario, y se le destinó una celda de unos tres metros y medio por dos y medio en el edificio aislado que albergaba a otros veinte novicios. Aquella celda sería su hogar durante años; sencilla, rústica y manchada, sin otros adornos que un crucifijo en la pared y un descolorido cuadro del Sagrado Corazón para hacerle compañía.
El primer día les fueron presentados los hermanos consagrados, de la Orden de Hermanos Cristianos, que actuaban de profesores. A continuación se les ordenó en tono severo que siempre que monseñor entrase en la sala de reuniones, debían hacer una genuflexión. Y el monseñor, viejo y marchito, les recitó el motivo de que estuvieran allí y les informó de lo que se esperaba de ellos, con una voz monótona, sin entusiasmo, y sin que ni por un momento su dueño viera de verdad las caras que tenía delante, lo mismo si aparecían iluminadas por un brillo augusto, que si el miedo las petrificaba. Con la misma ausencia de pasión se les impartió los dogmas que exigían pobreza, castidad y obediencia, y se les informó de las reglas: una crónica de largas horas de devoción completa.
La maquinaria que hacía funcionar el seminario actuaba al son de unas pocas palabras, que se transmitían siempre en susurros. La inclinación de cabeza, para asentir, y el gesto de la mano, para llamar, daban a los movimientos todos de aquella casa una impresión de ingravidez, de andar flotando.
El rosario se rezaba con voz enfervorizada; el menú variaba según la estación, y era invariablemente malo; las horas de instrucción clásica, una batalla de resistencia y una demostración de humildad absoluta. A Dios se le imploraba a pie descalzo y postrados, con ilimitados rezos y con trabajos y deberes del tipo del lavado de orinales.
El hermano Dary parecía estar a gusto, si bien muchos otros derramaban silenciosas, escondidas lágrimas, presas del miedo o la soledad. En aquel primer instante, Dary quedó definido y destacado como un muchacho fuerte, porque, evidentemente, se había preparado para aquella situación desde que le alcanzaba la memoria.
Myles McCracken y Conor se hicieron amigos íntimos. Myles se entrego con toda el alma al trabajo de la herrería, oportunidad que jamás creyó pudiera tener en sus manos.
Fuera de la herrería, Conor, Mick McGrath y Cooey Quinn le entrenaron en el fútbol gaélico hasta hacerle escalar un nivel aceptable, y además se dedicó al hockey irlandés. Myles no significó solamente una bien recibida aportación al GAA, sino también a la Liga Gaélica, donde se esforzó en hallar sus raíces irlandesas.
Y las chicas empezaban a echarle el anzuelo; porque Myles poseía la mejor cualidad para poder casarse: tenía trabajo fijo. Era casi tan alto y guapo como Conor, cantaba baladas con mayor dulzura aún y tenía una sonrisa capaz de hacerle soltar un gusano a una mamá petirrojo que lo estuviera llevando al nido. Habiendo vivido hasta entonces pobre y sin atenciones, la repentina avalancha de interés que desataba le tenía embelesado. Permanecería fiel a Brigid, naturalmente; aprendería el oficio y luego volvería a su lado como hombre de calidad que sería, y reclamaría lo que antes no pudo reclamar. He ahí el plan. No sabía decidirse a visitar a Brigid hasta que llegara ese momento, porque verse les haría sufrir en exceso. ¡Ah, pero!…, cuando fuese un hombre de posición, ¡las cosas habrían cambiado!
Al principio, Myles dormía en un rincón de la fragua; más tarde se trasladó arriba, con Conor. El dinero del pasaje que no utilizó lo dieron al hermano que venía a continuación para que emigrara, de modo que en Ballyutogue quedaban tres hermanos McCracken. El mayor de los tres heredaría las fincas, y los que habían marchado del pueblo enviaban dinero para el pasaje de los otros dos. Buena parte del salario la destinaba Myles a este menester. No obstante, todavía le quedaban unas cuantas monedas en el bolsillo, cosa que al principio no sabía comprender. Cuando Conor le aumentó el sueldo, alquiló la primera habitación, la primera para él solo que había tenido en la vida.
Conor empezaba a recelar. Aunque Myles no renegaba nunca de sus propósitos respecto a Brigid, ya no se mostraba tan amigo de tener a las chicas a distancia.
—Escúchame bien, Myles —le advertía Conor—. Te están preparando trampas. Te conviene tener los pantalones bien abrochados, si no quieres acabar siendo otro patán del Bogside.
—No te pongas así, Conor —insistía Myles—. Yo soy fiel a Brigid.
—En el fondo del corazón, quizá lo seas; pero ese palitroque que guardas entre las piernas no tiene corazón y menos conciencia. Me ha llegado el rumor de que eres el amante de moda.
—Por amor de Cristo, amigo mío, sólo me divierto un poco. Ya sabes, sólo juego un poco.
—Lo mismo decían todos esos pobres truhanes.
—No te apures. No me cazarán.
Pero las palabras no concordaban con los hechos. Hallarse en la ciudad, lejos de la disciplina y la pobreza comunales, y verse continuamente solicitado constituían un señuelo demasiado irresistible. La inquietud de Conor iba en aumento.
—Si tienes necesidad de ir a la cama, no mojes la pluma en tinteros católicos, por amor de Dios. Con tantas
Ave Marías
, tantos llantos y tanto pecado, la cosa no resulta demasiado divertida. Además, tiran a matar.
Myles volvía a quitarle importancia.
—Conozco a unas preciosas pajaritas protestantes —insistía Conor—, en Claudy y también en Dungiven. Te darían la gran revolcada de tu vida, y sin condiciones. Por lo tanto, ¡no andes por ahí montando chicas católicas!
A pesar de las buenas intenciones y los consejos de Conor, el ojo de Myles McCracken rodaba de chica en chica, hasta que fue a posarse en Maud Tully. Se había rumoreado que Maud y Conor formarían pareja, pero de esto hacía más de un año. Cuando la muchacha dio a entender que iba en serio, Conor se echó atrás. Le gustaba la compañía de Maud, sobre todo para asistir juntos a manifestaciones culturales; pero se veía claramente que ella aspiraba a un compromiso definitivo. Además, en este sentido, Conor más bien se inclinaba por Gillian Peabody.