Trinidad (63 page)

Read Trinidad Online

Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

—¿Puedo esperarle en Hubble Manor mañana? —preguntó.

—Lo siento, condesa, la fragua está hasta los topes de trabajo. No podré salir hasta la semana próxima.

«Vamos, ¿por qué demonios he pronunciado estas palabras?», se preguntó Conor. Naturalmente, sabía que un antiguo labrador del condado siempre hallaba cierto placer en hacer un ligero desaire a la condesa de Foyle, pero… ¿sería además por ser ella tan guapa? ¿O por ambas cosas?

Caroline levantó el vaso de jerez con estudiada frialdad, diciéndose que Conor sabía que había esperado diez años y aun entonces acudía a él como último recurso. Y se preguntó si el herrero quería afirmar su personalidad de hombre, o de artista, o quería establecer la base de una futura igualdad. Conor era guapo, y lo sabía muy bien, probablemente. Además, había ese intrigante detalle de sus inverosímiles inquietudes culturales… «Muy bien, chiquillo —pensó—, diviértete un poco.»

—La semana próxima me parece muy bien —contestó.

Las fuertes puertas de bronce del Long Hall cedieron. Conor recorrió el vestíbulo en dirección a la cancela con la reverencia de un fraile mendicante acercándose al Papa. Luego preguntó a lady Caroline si podía dejar entrar algo más de luz y si conservaban los dibujos originales.

—Me temo que fueron destruidos en alguna guerra —respondió ella—. Lo que tengo son los planos de arquitecto de la reciente restauración del Hall y unos esbozos de Joacim Schmidt y de Tustini, que le precedió.

—Sí, todos me serán útiles. Ahora me gustaría disponer de una escala alta y de una hora de tiempo para estudiar la cancela. Confío que luego podré hablarle con conocimiento de causa.

Después de haberse retirado la condesa, Conor se plantó ante aquella obra que resplandecía como un delicado concierto en hierro. Las soldaduras, sin excepción, quedaban cubiertas por hojas y pergaminos, elementos clásicos de los adornos en repujado. Lo que quedaba ahora era, quizá, un tercio del original. En todo su esplendor, aquello había tenido más de doce metros de altura y otros tantos de anchura. Posiblemente figurase entre las tres o cuatro cancelas más bellas que nadie hubiera forjado jamás, pensaba él.

—Oh, caramba —susurró—, caramba, caramba, caramba.

Lady Caroline regresó al cabo de dos horas, acompañada de una criada que les serviría el té. Los planos que había enviado un rato antes estaban extendidos sobre una pesada mesa de refectorio de gruesos tablones de roble que Conor había arrastrado hasta la misma cancela. Entre los dibujos de los otros andaban los que acababa de trazar él. Y estaba ensimismado en ellos cuando la dama miró por encima de su hombro con curiosidad.

Al notar la presencia de otra persona, Conor levantó la vista, dejó el lápiz y puso un semblante que decía que ver aquel trabajo equivalía a vivir una experiencia religiosa. Sus ojos continuaron posándose en aquellas maravillas como los del amante que contempla, arrobado, a su dama, desnuda.

—Tijou —dijo Conor—. Jean Tijou.

En ese instante, Caroline se desilusionó. Confiaba que el herrero irlandés se mostraría a la altura de las esperanzas que, secretamente, había puesto en él. ¡Con qué seguridad lo había afirmado! Era evidente que no sabía distinguir entre un gran maestro y un imitador realmente bueno. Sin embargo, había de mostrarse magnánima sobre este punto. Habría sido muy indelicado rebajar todavía más a un obrero católico.

—Sí, ya sé —dijo—. Todo el mundo creía que era un Tijou. Schmidt también lo creyó, al principio. Pero me temo que no lo es.

—Es de Tijou —repitió Conor en voz baja.

Caroline perdía la paciencia. No quería enzarzarse en una larga discusión sobre el tema.

—No es posible —replicó sin embargo—. Hemos investigado el caso con un historiador de Oxford, entre otros.

—¿Cómo lo interpreta usted? —preguntó Conor.

—Entiendo que Jean Tijou fue un protestante francés que se refugió en Holanda, en Orange. Sabemos que vino a Inglaterra por el 1690 aproximadamente con el rey Guillermo y fue protegido por la corte de Guillermo y María. Realizó su obra entre 1690 y 1710. No consta que estuviera jamás en el Ulster.

—Pues sí vino al Ulster —la interrumpió Conor.

—Señor Larkin, tenemos cartas que demuestran que esta cancela fue hecha unos sesenta años antes de la época de Tijou; unas cartas irrefutables.

—No es verdad que lo sean —replicó llanamente Conor—. Ustedes han combinado y acoplado datos falsos.

Mientras la dama arqueaba el lomo, el herrero continuaba plantado ante la cancela, eufórico, aunque sin apasionamiento.

—Me gustaría saber de qué está hablando, señor Larkin.

Conor regresó junto a la mesa y bebió unos sorbos de té, dándole las gracias por la atención. Comprobó los dibujos, trazó unos garabatos sobre el papel durante unos momentos y cuando entrevió algo más del secreto de la cancela, sonrió y dejó el lápiz.

—Es probable que Daddo Friel supiera tanto de este castillo como la mayoría de condes que lo habitaron.

—¿Le importaría decirme quién es Daddo Friel?

—Era —corrigió el herrero—. Era un
shanache
, un maestro narrador. Mi mejor amigo y yo fuimos dos alumnos favoritos suyos. Era capaz de pasarse horas enteras, y hasta días, contándonos historias.

—¿Y les contó que los asaltantes de la costa echaron a Tijou de Inglaterra?

Conor se puso a reír, y dijo:

—Ah, no le reprocho esta reticencia. En serio, la versión de Daddo se ha demostrado exacta y sin el menor error en todo lo relativo a levantamientos y asedios ocurridos aquí.

Caroline sentía que le iban administrando cierta dosis de sortilegio irlandés, pero estaba demasiado intrigada para poner fin a la discusión, y el mismo Larkin la confundía en exceso. ¡Parecía tan seguro del terreno que pisaba!

—Durante el levantamiento campesino de 1641 —empezó Conor—, el conde de Foyle acaudilló las fuerzas antiinsurreccionales, como usted sabe. En determinada fase de la lucha, copó a quinientos labradores irlandeses, los llevó al Long Hall y los encerró detrás de la reja. No es preciso que me extienda en las subsiguientes torturas, hambres y matanzas que sufrieron los prisioneros.

—No había oído hablar nunca de un hecho semejante —replicó la dama en tono de reto.

—Tengo una historia en dos volúmenes sobre la insurrección del Ulster occidental, obra del historiador británico Wycliff y publicada hace un año por la Universidad de Oxford. Sus versiones son asombrosamente similares a las de Daddo Friel.

—Continúe —le ordenó ella en tono lacónico.

—El caso es que la reja se convirtió en un símbolo odiado. En mi pueblo, todavía forma parte del lenguaje de las madres, cuando quieren asustar a un niño, la frase de: «Te pondré detrás de la reja del conde.»

Caroline logró sonreír, al mismo tiempo que se decía que no debía dejarse arrastrar por entero.

—Durante el sitio de Derry en 1690, Hubble Manor fue atacada por las fuerzas de Jacobo, cuyo primer blanco fue la reja. Esta quedó completamente destruida, como lo fue casi todo el Long Hall y el castillo primitivo.

Caroline pensó que hasta el momento el folklore iba quedando en buen lugar como manantial histórico.

—En prueba de agradecimiento al conde de Foyle por sus servicios a la Corona, el rey Billy en persona despachó a Jean Tijou para Hubble Manor, a fin de sustituir la reja destruida.

La complacencia de Caroline se disipó. Estaba desconcertada. Era lógico que la reja primitiva fuera destruida. La época y los acontecimientos históricos indicaban que la cancela quizá fuese más nueva de lo que ella había creído y hasta era posible que hubiese salido de las manos de Tijou. Sin embargo, parecía que en la versión se intercalaba muchísima fantasía irlandesa, y todo el mundo sabía perfectamente que los
shanache
s eran capaces de urdir embustes mayúsculos.

—En 1772 hubo un corto levantamiento local —continuó Conor—. El Long Hall fue arrasado nuevamente, y cuando se hundió el tejado destruyó los dos tercios de la cancela de Tijou. El resto es lo que tenemos ante los ojos.

—Señor Larkin, ¿me está diciendo que el narrador de su pueblo tenía realmente noticias de Jean Tijou?

—No bajo este nombre; pero yo he oído hablar de «el francés» muchísimas veces en relatos sobre la insurrección de aquella época. El pueblo posee un pundonor singular y es tradición en él que el cura deje constancia escrita, día por día, de la historia de su parroquia. Después de la visita que usted me hizo la semana pasada, fui al pueblo y pedí prestado el volumen relativo a la época en cuestión. La referencia está en gaélico y en ella se menciona que treinta hombres del pueblo fueron al castillo Hubble, como se le llamaba entonces, y trabajaron en la restauración del Long Hall para el que se forjó una magnífica reja de hierro labrado, bajo la dirección de un francés.

Caroline había quedado reducida al silencio.

—Comprendo muy bien su escepticismo, condesa —añadió Conor—. No obstante, además de que los cabos sueltos concuerdan, la prueba definitiva está aquí —dijo señalando la reja misma—. Todo artesano deja su propia rúbrica, y la de Tijou se halla por toda esta cancela. Yo la distingo tan claramente como distingue usted a un pintor impresionista. Esta reja no se pudo forjar sesenta años antes de la época de Tijou. Por aquellos tiempos se hacían unos trabajos demasiado pesados, demasiado densos. Sólo Tijou supo hacer encajes con hierro y dejar flotar las hojas como si danzasen corriente abajo.

Conor buscó por entre los recientes planos de restauración, encontró lo que quería y lo extendió. Eran los detalles arquitectónicos para reforzar las vigas y los cimientos del Long Hall, precaución necesaria para que la reja se sostuviera con toda seguridad.

—Esta nota marginal está en francés.

—Sí, esta última restauración del Hall la hicieron unos franceses de la escuela de Le Duc.

—Sí. Yo no la sé leer exactamente, pero ¿no diría acaso que cada noventa centímetros encontraron pernos y otras piezas de sujeción que no tenían nada que ver con la reja actual?

Caroline revolvió los planos, se caló los impertinentes y luego fijó una mirada atónita en el herrero.

—Sí, eso dice.

—¿No sacaría usted la conclusión de que esos pernos sujetaban una reja anterior?

—¿La destruida durante las guerras de Cromwell? —preguntó ella, excitada—. De modo que, en efecto, Tijou hizo una posteriormente.

—Eso es lo que yo deduzco —dijo Conor.

—Señor Larkin, creo que debo pedirle excusas. He sido muy escéptica. Como usted sabe, esta cancela ha sido objeto de muchísimas indagaciones.

—Bueno, es que ustedes no habían oído a Daddo. El problema es: ¿Qué hacemos ahora?

—¿Cree que podría realizar una restauración completa de esta cancela?

Conor movió la cabeza negativamente.

—Venga acá, condesa; permítame enseñarle una cosa —ambos se acercaron hasta el límite que permitía el enfoque de la mirada, y Conor pasó los dedos por una barra curvada en ancho arco y que se trenzaba en un círculo cada vez más reducido para terminar dando nacimiento a una vegetación metálica que formaba un dibujo repetido y vuelto a repetir—. Aquí en este punto puede usted ver dónde termina Tijou y dónde empieza el maestro alemán Schmidt. No sólo son distintas las herramientas y diferentes los moldes, sino que la composición del hierro es distinta. Lo mismo que los óleos o los mármoles de diferente textura, ciertos hierros adquieren un carácter suyo propio y único. De todos modos, la diferencia mayor radica en que un maestro no puede penetrar en la mente de otro. Schmidt es muy bueno, pero ¿habría podido pintar Cézanne una imitación perfecta de Renoir?

—Comprendo su argumento —dijo ella, hechizada.

—Sin duda Tijou sabía que estaba creando una obra de arte tan importante como la reja que forjó para la fuente de Hampton Court, e introdujo unas trampas para asegurarse de que nadie pudiera reproducirla. Copiarla, sí, pero reproducirla, no. Fíjese en esas volutas de los ángulos, ¿quiere? Seguro que se trajo un herrero zurdo para ejecutarlas. En cuanto a la restauración italiana de la parte alta, la diferencia entre ella y el original es tan grande como la que existe entre Verdi y Wagner.

Caroline no le había dicho ni enseñado nada que pudiera indicarle que había trabajado en la reja un italiano también, pero era evidente que aquel nombre leía en la cancela como en un libro abierto, y la dama ya no pensaba discutir ni un momento más su maestría. Se sentía inundada de gozo al ver que aquello era ciertamente de Tijou, una verdadera obra inmortal en su clase.

—¿Qué debería hacer, Larkin? —preguntó la dama. Pero ya mientras salían las palabras de sus labios le vino la sombra de la duda de que quizá aquel hombre tratara de ganarse su confianza y quisiera lograr un encargo que hiciese famoso su nombre por toda la nación—. ¿Qué recomendaría usted?

—Si esto fuese mío, no habría alternativa —respondió Conor—. Jean Tijou significa tanto para mí como Da Vinci para usted. La tercera parte de una obra de Tijou vale por un centenar de las de Conor Larkin. Yo la dejaría tal como está. —Mientras los ojos del herrero volvían a recrearse en la contemplación de la reja, Caroline renunció definitivamente a poner nunca más en duda la rectitud de su intenciones—. Deberían hacerse unas cuidadosas reparaciones, y habría que quitar las falsificaciones que representan estas partes italiana y alemana.

—¿Querría encargarse de ello?

—Me gustaría intentarlo.

Acordaron que Conor vendría a la Manor una vez por semana para hacer el trabajo allí mismo.

—Siento curiosidad por saber dónde aprendió.

—Ah, caramba. Pues, en cierto número de lugares inverosímiles. En una pequeña herrería de mi pueblo, con un maestro excelente, y bajo un árbol…

—¿Bajo un árbol?

—Es donde suelo ir a leer. Luego está el patio de un picapedrero; un picapedrero muy bueno, de Derry, que vale mucho como escultor. Creo que el oficio de picapedrero es uno de los más antiguos del mundo. Precede a la escritura y hasta al trabajo del hierro en millares de años, de modo que esa gente ha de saber algo. Cuando le pregunté el secreto del labrado de la piedra me dijo que estudiase las hojas. «Mira —me dijo—, no hay dos hojas iguales.»

—De modo que Tijou es Tijou y Schmidt es Schmidt.

—Sí, algo por el estilo.

Caroline le dejó solo para que trazara unos esbozos. Ella se retiró a su boudoir. El alboroto de los muchachos, que jugaban fuera, la llevó hasta la ventana. Jeremy, Christopher y un grupo de visitantes venidos de Inglaterra disputaban un partido de rugby en el vasto prado de abajo. En esto su atención se desvió hacia Larkin, que salía del Long Hall.

Other books

Inherit the Earth by Brian Stableford
State of Siege by Eric Ambler
A Hope in the Unseen by Ron Suskind
Battle of Lookout Mountain by Gilbert L. Morris
Something More by Mia Castile
Faded Dreams by Eileen Haworth
Uncivil Seasons by Michael Malone
Tragic Desires by A.M. Hargrove