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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (40 page)

Me iba asomando a la sala de los italianos, más grande, y volvía sobre mis pasos para mirar otro poco el cuadro alemán, que ya no me daba miedo pero me intrigaba. Desde el umbral vi también
La Anunciación
de Fra Angélico, del cual una copia excelente a su tamaño presidía y había presidido el salón de mi padre desde que yo tenía memoria, él y mi madre se la habían encargado a un copista amigo, un Custardoy de los años treinta o cuarenta, Daniel Canellada su nombre, lo recordaba; divisar aquella pintura era para mí como estar en casa. En uno de mis breves desplazamientos a la sala contigua me entretuve de más ante el Baldung Grien, y al regresar a la italiana ya no vi al hombre delante del Parmigianino, quiero decir de la Condesa y sus hijos. Bajé los escalones de una zancada y miré a ambos lados con sobresalto, por fortuna lo distinguí en seguida, camino de la escalera que conducía a la planta superior y luego hacía la salida, su cuaderno bajo el brazo, ya cerrado. Así que allí empecé a seguirlo, o allí me convertí más en su sombra, de manera distinta de como lo había sido de Tupra durante nuestros viajes en ambos casos me relegaba. Una vez arriba, entró en la consigna y yo esperé de espaldas a que reapareciera, girando el cuello cada tres segundos para no perderlo de nuevo, y cuando salió descubrí con espanto que lo que allí había dejado y recogido ahora era un sombrero, quizá un fedora ('Un tipo con coleta y sombrero', pensé, 'quizá con fedora. Lo que faltaba'). Tuvo el detalle de no ponérselo mientras estuvo aún bajo techo, sino solamente cuando pisó la calle, y entonces vi —no me trajo mucho alivio— que era de ala más ancha que el susodicho fedora, más de pintor o de director de orquesta, más de artista, todo negro. Ya tocado, inició su descenso por las escaleras exteriores, frente al Hotel Ritz, y yo fui tras él, siempre a distancia. Cruzó el Paseo del Prado a buen paso y se detuvo ante una
brasserie,
estudió la carta y echó un vistazo al interior a través de las cristaleras, haciendo visera con una mano para quitarse reflejos (¿no le bastaba el ala de su presumido sombrero?), como si considerara almorzar en el local —pero para Madrid era temprano si no era uno guiri; tal vez yo estuviera en un error y él lo fuera; no me parecía, percibía algo inequívocamente español en el conjunto de su figura, en especial en los andares, o quizá era en los pantalones—, y yo aproveché aquel alto para mirar los escaparates de una tienda cercana de objetos de arte toledano, en la que vendían espadas; eminentemente para turistas, seguro, aunque hoy en día no se las dejarían llevar en ningún avión, tendrían que facturarlas y aun así, y no cabrían en las maletas fácilmente; tampoco les permitirían viajar con ellas en los trenes, me pregunté quién diablos las compraría ahora si no podían ser transportadas, un coleccionista de armas blancas decorativas como Dick Dearlove tendría que habérselas hecho enviar no sé cómo. La mayoría serían del celebérrimo acero toledano, bien españolas y bien medievales, pero me llamó la atención que también había, entre las expuestas, alguna que se presumía escocesa y hasta llevaba inscrito 'McLeod' en el guardamano, una concesión innoble a las masas anglosajonas cinematográficas. Se me pasó por la cabeza que debía comprarme una, no en aquel momento, claro está, sino más tarde, algo había aprendido de Tupra sobre el efecto que puede producir esa arma arcaica. Casi todas, sin embargo, eran mucho más largas y grandes, a buen seguro más difíciles de manejar y pesadas que la 'destripagatos' o lansquenete o
Katzbalger,
se
les
veían unas hojas bestiales. Cortarían una mano de un tajo
.
Descuartizarían. 'Pero no', pensé de nuevo, 'más valdría que fuera una espada de la que no tuviera que deshacerme, una que pudiera volver a su sitio, usada o no, da lo mismo, que no tuviera que tirar o dejar olvidada a propósito, para que luego la encontrara alguien siempre.'

El ya probable Custardoy siguió adelante por la Carrera de San Jerónimo, pasó junto a mi hotel, se asomó a la entrada, leyó la placa que hay allí y que dice algo tan increíble como que el Palace se concibió, diseñó y construyó en el cortísimo plazo de quince meses de 1911 y 1912, a cargo de la empresa Léon Monnoyer, francesa o belga, supongo, no sé cómo a los constructores de hoy —esa plaga, esa marabunta— no se les cae la cara de vergüenza, o de desvergüenza; se detuvo ante la estatua de Cervantes un poco más arriba a la izquierda, también él con su espada envainada, enfrente del Congreso más o menos, fue sólo un instante, había furgonetas de la policía estacionadas, cinco o seis agentes con metralletas fuera de ellas para proteger a sus señorías aunque no se viera a ninguna, estarían todas dentro o de excursión o en los bares. El hombre con coleta y bigote debía de haber recogido también, en la consigna del Museo, una cartera sin asas en la que habría metido el cuaderno, la llevaba bajo el brazo y andaba rápido, con seguridad, con la vista alzada o a la altura del hombre, mirando abiertamente a su alrededor y a las personas con las que se cruzaba, ya muy cerca de Lhardy me llevé un pequeño susto, porque aminoró el paso y volvió la cabeza para observarle las piernas a una chica con la que casi había chocado, me pregunté si intencionadamente. Temí que me distinguiera, que me reconociera, quiero decir de antes, del Prado. Fue un gesto español ese suyo en el que también yo incurro a veces, cuando lo hacía en Londres tenía la sensación de ser el único, en Madrid no tanto, aunque cada vez somos menos los hombres que nos atrevemos a mirar lo que queremos, sobre todo cuando no somos mirados o lo mirado está de espaldas y por lo tanto no molestamos ni incomodamos, en esta época tan poco libre que los puritanos van imponiendo hasta la represión de los ojos, a menudo tan involuntarios. La suya fue una ojeada veloz, apreciativa y descarada, con aquellas gruesas canicas negras intensas y desazonantes, sin pestañas y separadas, más o menos coincidían con lo que me había dicho Cristina sobre su asimiento visual de las mujeres; pero no era para tanto acaso, yo mismo me fijo a veces en un culo y unas piernas que se alejan, de similar manera, quizá con ojos menos penetrantes y medidores, más irónicos o más festivos. Los suyos era como si salivaran.

Si al llegar a la destrozada Puerta del Sol continuaba recto adelante, sí no se metía en el metro ni se desviaba ni cogía un autobús o un taxi, estaríamos en el buen camino, quiero decir en la dirección de la casa o taller o estudio de Custardoy, y entonces él sería él, sin lugar a dudas. Temí que fuera a apartarse de la senda cuando al comienzo de la calle Mayor cruzó de acera, pero me tranquilicé en seguida al ver que era para entrar en una librería con buena pinta, Méndez de nombre. Desde el otro lado de la calle, a través del escaparate, lo vi saludar afectuosamente a los dueños o empleados (sendas palmadas en los brazos; y tuvo el detalle de quitarse el sombrero, algo era algo), y debió de gastarles bromas, porque los dos se rieron con ganas, risas generosas y espontáneas. Salió al cabo de unos minutos con una bolsa de la librería, algo habría comprado y me pregunté qué leería, y volvió a cruzar a mi acera, por lo que yo retrocedí bastantes pasos, hasta alcanzar de nuevo la distancia que con él había mantenido desde la salida del Museo. Pero hube de pararme otra vez de inmediato, y sacar dinero parsimoniosamente de un cajero automático para hacer tiempo y no adelantarlo, porque él se encontró con una conocida o amiga, una joven con pantalones y pelo corto y chaqueta de ante con flecos, a lo Daniel Boone o Davy Crockett o General Custer cuando lo ensartaron, le vi unos ojos azules. Ella le sonrió con simpatía y le estampó dos besos en las mejillas, el individuo debía de vivir en el barrio; hablaron unos minutos animadamente, debía de caer bien aquel hombre (ahora no se quitó el sombrero, pero al menos se tocó el ala con los dedos al avistar a la joven, el ademán clásico de respeto en la calle), y ella se rió a carcajadas con alguna frase que él dijo ('Es de los que hacen reír, como yo cuando me da la gana', pensé. 'Eso podría explicar lo de Luisa en parte. Mala suerte. Mala cosa'). Nadie sospecharía que pegaba a mujeres, o a una mujer, la que a mí aún más me importaba.

Se despidió y siguió, sus andares eran resueltos, casi fieros a ratos cuando apretaba el paso, seguro que a él no se le acercarían rateros ni atracadores de los que abundan en esa zona turística y despluman a los japoneses con preferencia; quizá tampoco mendigos, eran andares de alguien que no está para esa clase de bromas, por simpático que fuera; y el deber de pedigüeños y ladrones es notar eso al instante, adivinar con quién se las tienen. Dejó el mercado de San Miguel a la izquierda y prosiguió, ahora la calle se inclinaría un poco hacia abajo. En la pared de un edificio vi una inscripción en piedra que decía sobriamente, sin pompa: 'Aquí vivió y murió Don Pedro Calderón de la Barca', el dramaturgo que entusiasmó a Nietzsche en su día, y aun a la entera Alemania; y un poco más allá, en la otra acera, una placa más moderna señalaba: 'En este lugar estuvo la Iglesia de San Salvador, en cuya torre Luis Vélez de Guevara situó la acción de su novela
El diablo Cojuelo
-1641-', jamás se me había ocurrido leerla, ni siquiera en Oxford, Wheeler, Cromer-Blake y Kavanagh seguro que la conocerían. Custardoy se acercó un momento a la estatua que había justo enfrente, en la Plaza de la Villa, curioso que a un pintor lo llamaran tanto las tres dimensiones. 'A Don Alvaro de Bazán', se leía al pie escuetamente, el Almirante al mando de la flota española en la batalla de Lepanto, allí donde a Cervantes lo hirieron dejándole inutilizada la mano izquierda en 1571, a sus veinticuatro años, lo cual le permitió hacerse llamar 'el manco sano' en el mismo texto de sus adioses que yo le había citado a Wheeler sin que él quisiera enterarse: adiós a las gracias y a los donaires y a los regocijados amigos. Allí se encontraba asimismo la Torre de los Luxanes, donde se dice que permaneció prisionero Francisco I de Francia tras ser capturado por los españoles durante la batalla de Pavía en 1525; pero como en otros varios sitios de España se asegura que también estuvo cautivo en ellos, una de dos: o muchos mienten o el Emperador Carlos V se dedicó a pasear al Rey francés y a exhibirlo como un mono o un trofeo, de aquí para allá todo el rato.

Custardoy seguía en el buen camino, en el que debía ser el de su casa, siempre Mayor adelante, y yo tras él como su sombra algo distante o desgajada. 'Llevo ya un tiempo siendo sombra', pensé, 'lo he sido o lo soy lateral de Tupra, acompañándolo en sus viajes y despachando con él casi a diario, siempre a su lado como un subalterno, un intérprete, un apoyo, un aprendiz, un aliado, en alguna ocasión como un esbirro
("No doubt, an easy tool, deferential, glad to be of use.
Sin duda, una herramienta cómoda, deferente, contento de ser de utilidad"). Ahora lo estoy siendo de este hombre que aún no sé si es el que busco, pero no soy ninguna de esas cosas en lo que a él respecta; para él soy una sombra siniestra, punitiva, amenazante y de la que aún no sabe, como suelen ser las que van detrás y no ve uno; más le vale no seguir su camino, o que el suyo no sea al fin el que yo espero y quiero.' Justo después de estos pensamientos creí que acabaría librándose, porque al llegar a la altura de la Capitanía General o del Consejo de Estado (soldados con metralletas ahora, en la primera puerta), cruzó de nuevo la calle como si fuera a entrar en el Istituto Italiano di Cultura, que se halla justo enfrente. Sin embargo no lo hizo, y en cambio se metió por una bocacalle estrecha que venía a continuación, se desvió y me alarmé, no podía ser que él no fuera él a última hora y que ni siquiera se aproximara a aquel portal historiado ante el que me había parado ya dos veces. Al final de la callejuela, muy corta y para peatones, lo vi desaparecer a la izquierda, así que apreté un poco el paso para ver por dónde tiraba y no perderlo, y al alcanzar yo aquel punto estuvo en un tris de verme: había allí, en un recodo, la terraza de un bar antiguo, El Anciano Rey de los Vinos, en la que él se disponía a tomar asiento mirando hacia el Palacio Real oblicuamente; en Madrid, con el calentamiento, hace un tiempo más o menos veraniego durante casi seis meses al año, por lo que las terrazas están puestas mucho después y mucho antes de las épocas que les corresponden. Me di la vuelta en seguida para ocultarle el rostro, y fingí leer, como un turista, otra placa metálica que había allí mismo en alto (bueno, la leí de hecho, claro): 'Junto a este lugar estuvieron las casas de Ana de Mendoza y la Cerda, Princesa de Éboli, y en ellas fue arrestada por orden de Felipe II en 1579'. Aquella era la dama tuerta, intrigante y quizá espía, seguramente habría esparcido en su tiempo brotes de cólera, y de malaria, y peste, como había hecho Wheeler según me había confesado, y también Tupra a buen seguro, o éste había prendido mechas para provocar grandes incendios. (De este tipo de contagios ninguna época ha estado a salvo; en todas hay gente con teas, en todas hay gente que habla.) Se la representaba siempre, a la dama, con su parche negro en un ojo, me sonaba que en el derecho por el vago recuerdo de algún cuadro, y hasta creía haber visto una película, con Olivia de Havilland interpretándola.

Vi de reojo que Custardoy pedía al camarero, y retrocedí por la callejuela hasta la esquina con Mayor, pensando qué hacer, de momento quitarme de en medio. Desde allí no tenía visión de él, y desde casi cualquier otro punto él la tendría de mí, probablemente. Había allí una ridícula estatua ante la que Custardoy, con buen criterio, no se había detenido; era una de esas de 'tipos anónimos' que proliferan en nuestras ciudades (una contradicción en sí misma, la 'democratización' de los monumentos), pero el tipo se parecía sospechosamente a Hemingway, patrono de los turistas. Y había otra placa metálica en alto, que decía: 'En esta calle mataron al secretario de Don Juan de Austria, Juan Escobedo, el 31 de marzo de 1578, noche del Lunes de Pascua'. De nuevo me sonaba algo, aquel asesinato turbio; quizá la propia Princesa de Éboli había participado en él, aunque habría sido muy tonto mandar matar a un enemigo justo al lado de sus casas. (Más tarde fui a mirar en los libros y al parecer aún no se sabe si fue orden de la Princesa, del mismísimo Felipe II o de su conspirador secretario, Antonio Pérez, que acabó en el exilio; al cabo de cuatro siglos y pico todavía un crimen irresuelto, el de aquella calleja mínima llamada del Camarín de Nuestra Señora de la Almudena en aquel tiempo. Pero no sé por qué he dicho 'aún', 'todavía': de nada sirve el transcurso en algunos casos, tanto queda ignoto y negado y oculto, hasta para nosotros mismos de nuestros propios actos.) 'Mucho tuerto y mucho manco, mucho cojo y mucho muerto en estas antiguas calles', me sorprendí pensando. 'No se alterarán por uno más, si se tercia.'

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