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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (35 page)

—Me voy ahora, papá —le contesté—. Iré viniendo estos días, cuando tenga un rato. ¿Quieres que te avise, que llame antes de pasarme?

Mi prolongada ausencia me hacía sentirme un poco intruso y tener ese miramiento, acaso impropio de un hijo respecto a la casa del padre, que también fue la suya durante muchos años. Yo estaba aún de pie, todavía con la mano en su hombro. Alzó la vista hacía mí, no sé si viéndome o adivinándome o recordándome. Su mirada era limpia en todo caso, sorprendida, ligeramente desamparada, como si no entendiera bien que me marchara. Se le veían muy azules los ojos en los últimos tiempos, más que en toda su vida, quizá porque ahora ya no usaba gafas.

—No hace falta, hijo. Para mí seguís viviendo todos aquí, aunque os hayáis marchado hace tiempo. —Se quedó callado y añadió—: También vuestra madre.

Me quedé con la duda de si ella seguía viviendo en la casa o si él le reprochaba que también se hubiera ido, al morir, hacía más tiempo que nadie. Serían las dos cosas, probablemente.

Y seguí sin perder tiempo, /
did not linger or delay or loiter or dally.
Aunque tenía muchas ganas de volver a ver a los niños y no digamos a Luisa, y a mi hermana, y por primera vez a mis hermanos y a unos pocos amigos, y de pasearme por la ciudad como un extranjero, me sentí con algo que hacer concreto y urgente, con algo que averiguar y que resolver o a lo que poner remedio. Eso sí lo había aprendido de Tupra, al menos en la teoría: Luisa estaba seguramente en peligro, y ahora entendía que a veces no cabía hacer sino lo que había que hacer y además en seguida, sin esperar ni dudar ni entretenerse: tan sólo había que llevarlo a efecto como un hombre distraído o más bien ocupado, con actitud de trabajo y sin preguntarse. Sí, había ocasiones en las que uno sabía lo que pasaría en el mundo si no hubiera coacciones ni impedimentos, en que uno veía capacidades seguras de las personas, y para evitar que se desplegaran con toda su fuerza debía haber alguien —yo, por ejemplo, y quién si no en aquel caso— que las disuadiera o se lo impidiera. A Tupra le bastaba convencerse de lo que se daría en cada oportunidad si no lo frenaban él u otro centinela —la autoridad o las leyes, el instinto, la luna, la tormenta, el miedo, la espada cernida, los invisibles vigías—, para adoptar medidas escarmentadoras si esas eran las recomendables, las que tocaban según su criterio. 'Es el estilo del mundo', decía ante tantas cosas y situaciones: lo decía ante las traiciones y las lealtades, las zozobras y la aceleración del pulso, los vuelcos y el vértigo y las vacilaciones y los tormentos y los daños involuntarios, ante el rasguño y el dolor y la fiebre y la herida incurable, ante las aflicciones y los infinitos pasos que todos damos creyendo que la voluntad los guía, o al menos que interviene en ellos. Todo le parecía normal y aun rutinario a veces, la prevención o el castigo y jamás correr un grave riesgo, sabía demasiado bien que la tierra está infestada de fervores y afectos y de inquinas y malevolencias, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o que, como dijo Wheeler, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'. Y probablemente esa disposición suya tan drástica, a veces ín-misericorde, o sólo práctica, era para Tupra un rasgo más de ese estilo del mundo al que él se conformaba o ceñía; esa actitud irreflexiva, inclemente, resuelta (o era de una reflexión tan sólo, la primera), también formaba parte de ese estilo inmutable a través de los tiempos y de cualquier espacio, y no había por qué cuestionarla, como tampoco hay que hacerlo con la vigilia y el sueño, o el oído y la vista, o la respiración y el caminar y el habla, o con cuanto se sabe que 'así es y así será siempre'.

Ahora yo me sentía como él, es decir, de los que no avisaban o no siempre, de los que tomaban resoluciones en la distancia y sin que sus motivos fueran apenas identificables, o sin que los actos establecieran con ellos un vínculo de causa a efecto, y todavía menos las pruebas de la comisión de tales actos. Tampoco yo las necesitaba, en aquella arbitraria o fundamentada vez —quién sabía, y qué importaba— en la que no pensaba mandar la menor advertencia o aviso antes de soltar el sablazo, ni siquiera necesitaba las acciones cumplidas o demostradas, los acontecimientos, los hechos ni la certidumbre para ponerme en marcha y arrancar de la vida de Luisa al hombre con el que se estuviera enturbiando y que la amenazaba, y a mis hijos también por tanto. Primero tenía que averiguar, después iría a encontrarlo. Ella no iba a decirme acerca de él ni una palabra, y menos tras haber yo sospechado inmediatamente de aquel sujeto aún sin nombre ni rostro, como responsable de su cara herida con los mil colores. Así que el siguiente paso, tras las conjeturas de mi padre y su creencia de que mi mujer le daría larga cuerda a quien la ilusionara ahora, o a quien ella enfocara (sí, es mi mujer todavía,
sensu stricto,
pensé. 'No nos hemos divorciado ni al parecer hay prisa, ninguno de los dos lo ha planteado', y eso me reafirmó en mi determinación, o en mi reflexión primera que no admitía segunda), era ir a ver a su hermana o hablar con ella por teléfono; y aunque nunca habíamos congeniado en exceso ni nos habíamos creado un trato propio; aunque llevaba una vida poco familiar e independiente y a los niños y a mí nos veía sólo de tarde en tarde, como una mera adherencia de Luisa, con ella sí solía quedar una o dos veces al mes, Luisa iba a visitarla a su casa sin hijos con el marido por lo general ausente, o bien almorzaban juntas en un restaurante y se contaban de sus respectivas vidas, no sabía hasta qué punto pero suponía que casi todo. Si alguien podía estar enterado, si alguien podía conocer a aquel hombre de la mano larga, conocer su rostro y su nombre, esa era ella, su híspida hermana menor Cristina. Y por mucho que se debiera a Luisa y a mí me hubiera considerado un prescindible apéndice, si algo la preocupaba —y aquel individuo era muy preocupante si mis deducciones eran acertadas, y también si no lo eran—, estaba seguro de que me lo diría y que no recibiría mal una voz afín sobre el asunto.

La llamé al caer la noche, se sorprendió, ni siquiera sabía que estaba en Madrid, tampoco tenía por qué a menos que hubiera hablado con su hermana en el día y ésta se lo hubiera comentado, me preguntó cómo me iba en Londres, me chocó que tuviera presente mi paradero, 'Bien', le contesté sin entrar en detalles, era sólo una pregunta refleja, y en seguida le pedí verla un rato lo antes posible, 'Imposible', dijo, 'mañana salgo de viaje y estoy muy liada con preparativos', 'Cuánto te vas', 'Una semana', 'A la vuelta será un poco tarde, tendría que ser antes, yo sólo estaré aquí quince días, bueno, ya menos, ¿a qué hora sales?', le insistí, 'A la hora de comer, pero antes estoy pillada, ¿no me lo puedes contar por teléfono? ¿Es sobre Luisa?', 'Sí, es sobre Luisa'. Entonces se quedó callada unos segundos y me pareció que tomaba asiento. 'A ver qué me vas a decir, Dime, venga', '¿Ahora?', 'Sí, ahora. Si es lo que me imagino no nos llevará mucho tiempo ni vamos a discutir, me parece, no vamos a estar en desacuerdo. Se trata de Custardoy, ¿verdad?'.

'¿Quién?'

'Custardoy, el tipo con el que está saliendo. ¿O es que no lo sabes? Ay Jaime, no me digas que no lo sabías.' Esto último no sonó como si temiera haber metido la pata conmigo, sino como si no diera crédito a mi posible ignorancia. Quizá me había considerado siempre un distraído, o aún peor, un pasmado.

'Acabo de llegar, no sabía el nombre.' Ahora ya lo sabía y sabía de su existencia en la actual vida de Luisa, luego eso ya no eran conjeturas. Sólo me faltaba conocer el rostro y averiguar dónde encontrarlo. Custardoy. Era un apellido infrecuente, extraño, en la ciudad no habría muchos. 'Llevo fuera un montón de tiempo, y en conversaciones telefónicas cuesta enterarse. ¿Quién es? ¿A qué se dedica?'

'Es pintor, o copista, o las dos cosas. Las malas lenguas dicen que también es falsificador de cuadros, en todo caso está metido en el mundo del arte. En realidad me alegra que me hayas llamado, estoy bastante preocupada con eso. Aunque no sé yo si se puede hacer nada, en este tipo de empeños casi nunca se puede hacer nada.'

'¿Preocupada? ¿Por qué? ¿Empeños?'

'Dime tú primero lo que querías decirme. ¿Qué te ha contado Luisa?'

Dudé si fingir que sabía algo más de lo que sabía, pero no me pareció prudente, Cristina era híspida y, si se daba cuenta, podía optar por no soltar ya más palabra. Eso era lo último que deseaba ahora, dependía de ella enteramente, sin querer ya me había dado mucho, sin necesidad de yo sonsacarle.

'La verdad es que muy poco, nada', admití por fin. 'Según Luisa, cuanto ella haga ya no es asunto mío, y tiene razón en principio. Lo que pasa es que la vi anoche un momento, fui a visitar a los niños, ella me evitó y se largó antes de que yo llegara, pero la esperé hasta su vuelta, tardó varias horas, no sé dónde fue, me dejó con la canguro, y creo que me evitó porque me la encontré con la cara hecha un cromo y no querría que se la viera. Dice que se golpeó con la puerta del garaje, pero tiene un ojo morado y para mí que alguien le ha soltado un puñetazo, y eso ya no me preocupa, me alarma, y además sí es asunto mío, cómo no va a serlo. Como si te lo hubieran pegado a ti, o a cualquier amiga. ¿Tú sabes algo de eso?'

'Como si me lo hubieran pegado a mí no, Jaime, que yo bien te traigo sin cuidado.' Mi cuñada tuvo la suficiente aspereza para contestarme eso primero. Luego cambió de tono y dijo como para sí: 'Otra vez entonces, no me digas. Esto no puede ser'.

'¿Otra vez? ¿Ya ha pasado antes?'

Cristina no me respondió en seguida. Hizo una pausa como si se mordiera el labio y calibrara algo. Pero su vacilación fue de un instante.

'Según ella, no, nunca ha pasado nada, ni lo que tú te sospechas ni lo que yo me he sospechado. Mira, te cuento esto porque estoy preocupada, y más aún con lo que me dices, no sabía nada, hace un par de semanas que no la veo y no me ha insistido para que nos encontráramos antes de este viaje mío, confiará en que a mi regreso no le quede ya marca y así no pueda preguntarle. Pero no creo que le haga gracia que hable contigo de esto. Si no me lo ha prohibido expresamente será sólo porque ni se le ha pasado por la cabeza que tú y yo fuéramos a tener contacto. A mí tampoco, la verdad. ¿Sabía ella que venías?'

'No, la avisé una vez en Madrid, ayer mismo. Quería que fuera una sorpresa para los niños.'

'No le ha dado tiempo a prepararse', reflexionó, 'ni a pensar en las filtraciones posibles. Seguramente no querrá que sepas ni que sale con ese hombre.'

'¿Qué es lo que tú te has sospechado?'

'Bueno, según ella, hace un par de meses o así resbaló en la calle y al caer se dio en la cara contra uno de esos pivotes metálicos del Ayuntamiento, lo cual no es extraño en principio dado que la ciudad está llena, creo que los llaman bolardos, hay que andar sorteándolos para no romperse las rodillas. ¿No te lo contó?'

'No, en absoluto. Y hablamos por lo menos una vez a la semana.'

'Pues mira, era como para contarlo. Se había hecho un buen corte. Superficial, pero le iba desde el lateral de la nariz hasta la mitad de la mejilla, una cosa bien visible.'
'Uno sfregio
' pensé, me vino en seguida la aprendida palabra, 'un chirlo'. 'Y tenía una raspadura en la barbilla. Por cómo me lo contó no me lo acabé de creer, y aquello tenía más pinta de arañazo, o de zurriagazo, o de guantazo, los conozco porque a una antigua medio amiga mía le cayeron unos cuantos hace años; luego el marido acabó cargándosela, cuando yo ya no la trataba, por suerte, algo fue algo.' Toqué madera instintivamente. 'Así que le pregunté a las claras si Custardoy le había puesto la mano encima, si le había podido soltar un manotazo. Me lo negó y me dijo que estaba loca, que cómo se me ocurría. Pero se ruborizó al decírmelo, y yo sé cuándo mi hermana miente, porque llevo desde pequeña viéndole la cara cuando lo hace. Además he tenido mis noticias luego.'

'¿Qué noticias? ¿Tú lo conoces, al tipo?' Me di cuenta de que ya prefería no mencionar su nombre, aunque lo tenía bien asido en la memoria, como si fuera un hallazgo, un tesoro. Era una información valiosa.

'Sí, de vista. Y de oídas. Hace unos años no era raro encontrárselo tomando copas de noche en Chicote, o en el Cock, o en el Del Diego o en otros, un tipo artístico, un ligón nocturno, aunque al parecer no sólo, sino de toda hora, uno de esos que al instante sabe reconocer quién quiere ser abordado y con qué propósito, o capaz de crear la disposición y el propósito en el otro, es decir, en las mujeres. Es lo que me han contado. No sé si ahora seguirá yendo a esos sitios, porque yo no voy. Lo mismo tú lo has visto alguna vez, en los ochenta o en los noventa.'

'¿Cómo es? ¿Lleva coleta?', le pregunté, no pude evitarlo. Ardía en deseos de saber eso,

'Sí, ¿cómo lo sabes?'

'Algo sé. Pero entonces no me suena. O no tengo memoria de nadie en particular con coleta. Bueno, la verdad es que dejé de salir de noche casi cuando nació Guillermo, y a lo mejor no la llevaba antes. El apellido no me dice nada, desde luego. ¿Qué noticias?'

'Después de verle ese corte a Luisa y de que me diera tan mala espina, le pregunté por Custardoy a un conocido, Juan Ranz, que lo conoce desde que eran chicos. Nunca se llevaron bien ni tienen apenas trato desde hace años, pero sus padres eran amigos y los dejaban juntos cuando se visitaban, para que jugaran y se entretuvieran, así que lo padeció bastante; dice que era un niño adulto, impaciente por subirse al mundo, como si quisiera salir de su cuerpo aún no formado. Luego, ya de mayor, Custardoy le hacía copias de cuadros al padre de Ranz, experto en arte (por lo visto es magnífico y te copia a la perfección cualquier cosa de cualquier periodo, cuesta distinguirlas de los originales y de ahí su fama de que falsifica), y por eso siguió viéndolo de vez en cuando, a través del padre. Juan es intérprete en las Naciones Unidas y su mujer también se llama Luisa, por cierto.'

'¿Y qué más te contó?'

'Lo más llamativo, o lo más inquietante, lo que más puede atañernos, es que, siendo un hombre de éxito con las mujeres, debe de haber en su trato con ellas un componente algo siniestro, porque Ranz sabe de algunas que han salido espantadas de su relación con él, quiero decir de su relación en la cama (algunas eran prostitutas y no habían tenido más que esa). Y luego ni siquiera han querido contarlo ni hablar de ello, como si necesitaran olvidarlo lo antes posible y zafarse de la experiencia. Como si la experiencia las quemara, su mero recuerdo, y no se prestara a hacer de ella un relato. E incluso si eran dos las putas que habían estado a la vez con él (al parecer es aficionado a los tríos, con mujeres siempre), las dos habían salido igualmente espantadas y sin querer soltar prenda. Y sucede lo esperable: que muchas otras, putas o no, sienten una curiosidad irresistible por saber qué diablos hace o no hace. Ya sabes que hay por ahí mucha tonta suelta.'

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