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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (37 page)

Me quedé callado un momento. Encendí un Karelias, me había traído diez paquetes, en Madrid no podría comprarlos.

'Hay algo que no casa mucho, Cristina. No me pega que Luisa tolere a un individuo que la maltrate, menos aún si lo ha conocido hace nada, hace unos meses. Si nuestras sospechas son ciertas, no le ha pegado una vez, sino dos. No entendería que aún lo viera y se acostara con él como si nada; que no hubiese cortado a la primera, no digamos a la segunda. Ayer mismo me lo negaba; en cierto modo lo protegía, o se protegía, quiero decir su relación con él, que nadie la toque ni se inmiscuya, que nadie se meta. Se puede comprender que yo sea el último con el que esté dispuesta a hablar de un novio, más aún si es problemático, y aunque le represente un peligro. Pero, ¿contigo? ¿Cómo te explicarías tanto aguante? Y encima en una mujer nada sumisa como ella'. Me di cuenta de que era la primera vez que lo decía y también que lo pensaba o me lo figuraba de veras, como algo real y regular, continuado:'... y se acostara con él como si nada', había salido de mi boca. Sí, claro, se acostaban, es una de las gracias de los noviazgos y es la costumbre. Pero eso no significa mucho, no por fuerza', me apresuré a pensar para rebajar la imaginación fugaz y las palabras; 'también yo me he acostado con Pérez Nuix y con otras y es casi como si no hubiera ocurrido. No están en mi pensamiento, no me acuerdo de ellas, o sólo de tarde en tarde y sin emoción alguna. Bueno, con Pérez Nuix es distinto, porque la veo a diario y cada vez que la veo me acuerdo o más bien lo sé, aunque mi polvo con ella fuera el más impersonal, cómo decir, casi a ciegas, casi anónimo, silente. También me acosté con otras mujeres regular y continuadamente, en el pasado, con Clare Bayes en Inglaterra sin ir más lejos, o con aquella novia en la Toscana a la que debo mi italiano. Y qué, son sólo datos de un archivo, registrados hechos que desde hace mucho no me condicionan ni influyen. No, eso no significa gran cosa, una vez que cesa. Lo único es que lo de Luisa está sucediendo y aún no ha cesado, y además le hace daño y nos amenaza a todos, a los cuatro.'

Ahora fue Cristina la que se quedó pensativa unos segundos. La oí resoplar al otro lado del hilo, quizá se había hartado ya de la charla o debía reanudar sus preparativos de viaje.

'Yo qué sé, Jaime. A lo mejor estamos equivocados y no le ha hecho nada, se dio contra un pivote y contra la puerta del garaje, una mala racha. Lo malo es que ni tú ni yo nos creemos eso. A mí me da que está empeñada en tirar adelante con él, por mucho que se haga la tonta o la distanciada, y en estos casos todo es posible, cuando alguien quiere querer no lo disuade nada circunstancial ni externo. Sólo el querido cuando rechaza su querer, y ni así a veces. La gente tiene mucho más aguante de lo que pensamos. Una vez enredadas, las personas lo aguantan casi todo, al menos durante un tiempo, lo sé por propia experiencia. Creen que podrán hacer cambiar lo malo, o que lo malo es pasajero. Y Luisa es paciente, tiene mucha correa, mira cuánto tardó en terminar contigo. Lo que no sé es por qué estamos hablando. Ella de momento no nos va a decir ni a contar nada, ya lo hemos visto. Ni siquiera podríamos intentar convencerla. No veo que nada esté en nuestra mano. Tengo que seguir con mis asuntos, Jaime, me voy mañana y esta conversación no nos lleva a ningún lado, aparte de a alimentarnos la preocupación mutuamente.' Me quedé callado, me quedé pensando en sus palabras: 'Una vez enredadas, las personas lo aguantan casi todo, al menos durante un tiempo'. 'Todo es cuestión de enredar al otro, de intervenir, de pedirle, de preguntar, exigirle. De hablar con él y entrometerse', seguí pensando y seguí callado. 'Jaime, ¿estás ahí?'

'Podríamos intentar convencerlo a él', dije entonces.

'¿A él? No lo conocemos, sobre todo tú. Vaya ocurrencia. Conmigo no cuentes. Además me voy mañana. Y si fueras a hablar tú con él, lo mismo se te reía en la cara o te soltaba un puñetazo, ¿no te das cuenta?, si efectivamente es un violento. ¿O es que le vas a ofrecer dinero para que se quite de en medio, como un padre antiguo? Bah, por lo que yo sé, ni siquiera lo necesita, trabaja para coleccionistas forrados. Luego le iría con el cuento a Luisa, y ya me dirás cómo ibas a justificarle a ella semejante intromisión en su vida, estáis separados. No te volvería a dirigir la palabra, eso lo sabes, ¿no? Te haces cargo.'

Pero tal vez nada de eso ocurriría con mi tentativa de convencimiento. De modo que hice caso omiso de sus objeciones y me limité a preguntarle, como si ahora no la hubiera oído:

'Aparte de la coleta, dime: ¿cómo es, qué aspecto tiene?'

Había aprendido de Reresby y Ure y Dundas y hasta me había contagiado algo de Tupra, pero todavía no era como él ni deseaba serlo, excepto en alguna ocasión suelta, aquella era una ocasión suelta. Tal vez no se pueda imitar a la gente tan sólo a ratos y a conveniencia, y para actuar una vez como el modelo —una vez única— antes deba asemejársele uno en todo momento y circunstancia, es decir, también a solas y cuando no le hace falta, y para eso hay que tener motivos más fuertes que los encontrados, esto es, que los que vienen de fuera y nos asaltan. Hay que tener una necesidad profunda, una íntima voluntad de cambio, no era mi caso. Me comporté como pensaba que él se habría comportado, inicialmente, pero llegó un instante en el que ya no estuve seguro o no supe imaginármelo, o preferí no estarlo o no me imaginé a mí mismo, y me entraron dudas, lo que él no debía de padecer casi nunca; y así volví a pensar que podría ayudarme, o al menos darme consejo y reafirmarme, o al menos no disuadirme. No lo llamé hasta entonces, cuando habían pasado ya unos días desde mi llegada y mi primera visita a los niños, mi robada visión de Luisa, mi encuentro con mi hermana y mi padre, mi conversación telefónica con mi cuñada Cristina Juárez, y tras haber dado unos pocos pasos en su estela imaginaria.

Empecé por consultar el listín y buscar aquel infrecuente apellido, Custardoy. Descubrí que me había quedado corto en mis suposiciones, porque no es que figuraran pocos, sino que en todo Madrid sólo había uno: vivía en la calle de Embajadores y por desgracia la inicial de su nombre no era la E de Esteban, sino una maldita R de Roberto, Ricardo, Raúl, Ramón o Ramiro, quién los quería. Estaría su número bajo otro nombre, acaso el de su casero si vivía en régimen de alquiler, aunque me parecía improbable que no poseyera casa o estudio propios, si le pagaban tan bien los coleccionistas, seguramente por falsificaciones con las que dar un cambiazo en una iglesia mal vigilada o que vender como auténticos a museos ingenuos y provinciales, ya había decidido que aquel hombre era un estafador, un corrupto, en mi composición de lugar, en mi pensamiento. También podía ser que apareciera bajo su segundo apellido, algunas personas recurren a eso para no ser muy molestadas, a él lo alterarían los timbrazos cuando trabajaba, le harían perder precisión, concentración, daría pinceladas erróneas o agujerearía el lienzo por los nervios, la pintura se le correría, era un artístico, quién sabía su segundo apellido, ni siquiera Luisa, probablemente. Llamé a Información por si acaso, y pregunté por un Custardoy en la calle Mayor, no tenían noticia de ninguno, sólo del de Embajadores de nuevo. Entonces me desplacé hasta el tramo breve de esa primera calle, el tramo más allá de Bailén y anterior al inicio de la Cuesta de la Vega y al inmediato parque, llamado de Atenas, que no conocía más que de atravesarlo en coche algún remoto día, y allí tuve suerte, porque sólo había dos portales y uno se correspondía con dependencias del Ayuntamiento cercano, deduje que sería el otro, el número 81. En el portero automático no figuraban nombres sino tan sólo los pisos, cuatro y un bajo. Era casi la hora de comer —un mal cálculo mío— y la enorme puerta de madera historiada estaba cerrada, luego no pude saber si además había portero de carne y hueso al que preguntar en otro momento. Pensé en llamar a un par de timbres e inquirir por Custardoy, pero si por casualidad acertaba y me contestaba él en persona, furioso por la inesperada interrupción de sus fraudulencias, tendría que improvisar algún invento, decir que le traía un telegrama y no subir luego, cuando me abriera, los empleados de Correos son informales e incomprensibles, se quedaría un rato aguardando, lanzaría maldiciones y se olvidaría en seguida, reclamado por su arte falso. Probé con un timbre cualquiera y no respondió nadie. Probé con un segundo y al cabo de un rato oí la voz de una señora.

'¿Don Esteban Custardoy, por favor?', dije.

'¿Quién dice?' Era una señora de cierta edad, sin duda.

'Cus-tar-doy', lo pronuncié lento y claro. 'Don Es-te-ban.'

'No, aquí no es.'

'Me habré equivocado de piso. ¿Sería tan amable de decirme cuál es, señora? Le traigo un telegrama.'

'¿Me trae un telegrama? ¿De quién? Aquí no recibimos telegramas.'

'A usted no, señora.' Me di cuenta de que con ella no llegaría a ninguna parte. 'Es para su vecino, el señor Custardoy. ¿Qué piso es, si me hace el favor?'

'¿Aquí? Es el segundo derecha', contestó. 'Pero no hay ningún Bujaraloz, se ha equivocado.' Siempre suenan fatal esos telefonillos, pero aquella mujer, además, debía de ser aragonesa y sorda, como Goya, para que le saliera tan fluido y fácil el nombre de ese pueblo zaragozano no tan famoso, Bujaraloz. Me disculpé y le di las gracias, lo dejé estar.

Me atreví a probar con un tercer timbre y no hubo respuesta, la gente sale a almorzar fuera como loca en Madrid. Aún probé con un cuarto, y al instante oí otra voz femenina, era más joven y esperanzadora.

'¿Esteban Buscató?', me dijo. Aquel era el apellido de un antiguo jugador de baloncesto, sería aficionada, pensé. 'No, no lo conozco, no me suena que viva aquí.' Se oían crujidos y un mar de fondo, era como si tuviera una caracola pegada al oído y hubiera por allí un barco a punto de naufragar.

'Es Custardoy', repetí. 'Cus-tar-doy. Un señor que es pintor, quizá pueda decirme en qué piso vive o tiene su estudio. Es pintor, el pintor.'

'Aquí no hemos pedido ningún pintor.'

'No, yo no soy el pintor, señora', insistí ya con poca fe. 'Traigo un telegrama para el señor Custardoy.
Él
es el pintor. ¿No le suena que viva un pintor aquí? Un pintor, no de brocha, sino como Goya, ¿no le suena?'

'Sí, claro que me suena Goya. Es el de
La maja
' Y sonó un poco ofendida. 'Pero, como puede usted imaginar, no vive aquí. Ni en ningún otro sitio, no sé si se ha enterado de que ya murió.'

Maldije para mis adentros el extraño apellido del falsificador y abandoné. No podía estarme allí tanto rato, llamando a todos los timbres, o lo haría en otra ocasión (de dos en dos, no debía abusar), o regresaría a otra hora en la que pudiera estar el portero humano, si es que lo había. De todas formas se me ocurrió que quizá Custardoy hubiera alquilado o comprado su piso o estudio bajo un nombre falso, como correspondería a un delincuente, o bien con su verdadero nombre y que Custardoy fuera un pseudónimo. En ninguno de esos dos casos nadie de aquella casa sabría darme razón de él.

No se me escapaba que Tupra, ante semejante fracaso parcial (tenía la casi seguridad del edificio, lo cual ya era mucho, pero había de cerciorarme y averiguar piso y puerta), no habría tenido reparo en apostarse frente a mi casa desde temprano —esto es, frente a la de Luisa—, esperar a verla salir y seguirla cuantas veces hiciera falta, en la certidumbre de que en alguna de ellas se dirigiría hacia aquella zona del Palacio Real y el adefesio catedralicio, de la Cuesta de la Vega y el Parque de Atenas, de los Jardines de Sabatini y el Campo del Moro, del Viaducto y las Vistillas o lo que quedara de ellas, había leído que entre el Ayuntamiento y la Iglesia planeaban cargárselas para sacar buen provecho al terreno con oficinas episcopales o viviendas semiclericales o un aparcamiento o algo así: hacía el Madrid de los Austrias, que se mezclaba con el de Carlos III, hasta desembocar en aquel u otro portal. Pero yo sí tenía reparo. No era sólo que seguirla a escondidas me pareciera mal, o ruin, sino que sobre todo temía ser descubierto y entonces todos mis planes se vendrían abajo: ella se pondría alerta, se enfadaría a buen seguro y me prohibiría entrometerme en cualquier aspecto o rincón de su vida, yo ya no podría hablar con Custardoy ni influirle sin que ella me atribuyera el resultado o el cambio, me culparía de la deseable ruptura o retirada del estafador y no me volvería a dirigir la palabra, como había vaticinado su hermana: si no ya nunca, durante largo tiempo. Había de salvarla sin que sospechara mi intervención, o lo menos posible. Algo se maliciaría siempre, por la coincidencia de mi estancia en la ciudad: justo cuando yo aparecía o poco después, su novio haría mutis, era demasiada casualidad y se quedaría con el convencimiento de que yo había tenido algo que ver. Pero si lo hacía bien y sin exponerme ante ella, sería un convencimiento sin pruebas ni tan siquiera indicios, y esos suelen debilitarse pronto, para acabar arrojados a la bolsa de las suspicacias y las figuraciones.

Durante los días siguientes visité o saqué por ahí a los niños lo más que pude, cruzándome en alguna ocasión con Luisa, al recogerlos o devolverlos, y en la mayoría no, sólo con la canguro polaca. Evité remolonear, como había hecho la primera noche; evité preguntarle a Luisa más por su golpe, o a lo más que me atrevía era a comentarios laterales y neutros: 'Veo que eso ya va mejor, a ver si tienes más cuidado'. Tampoco insistí en que quedáramos a solas un día, en que saliéramos a cenar y a charlar con tranquilidad, era preferible no verla apenas durante aquella estancia y lograr arrancarla de la relación siniestra en que se había metido, aunque ella no la considerara así o la atrajera, aún peor. Y en el caso de que llegara a extrañarse por mi falta de insistencia, siempre podría decirle con caballerosidad: 'Eres tú la más ocupada aquí. Yo estoy sólo de paso, soy casi un turista. He juzgado lo más correcto dejarte la iniciativa a ti. Además voy a ver a menudo a mi padre, que no está bien. Te envía sus saludos, pregunta por ti'. Así que procuré apartarme, no coincidir más que cuando en verdad coincidiera, no hacerme muy visible ni el encontradizo, como habría sido mi tentación y tendencia de no haberme sentido con aquella tarea imprevista, concreta, urgente, vital, nada más llegar a Madrid. No es que me resultara fácil guardar una actitud tan discreta, sobre todo porque pasaron los días de la primera semana sin que Luisa pareciera lamentar desaprovecharme ni —lo más hiriente— mostrara curiosidad por mi vida en Londres ni por el que yo era allí, por saber a quién trataba ni si me había convertido en otro, aunque fuera superficialmente, ni por mi actual trabajo del que por teléfono le había contado tan poco, hasta el punto de más bien rehuir sus ocasionales preguntas, quizá hechas perfunctoriamente y por educación, pero preguntas al fin. Ahora no había ninguna de ninguna clase, ni buscaba la oportunidad de formulármelas: durante aquella primera semana no partió de ella nada, ni vernos ni encontrarnos ni salir a almorzar, ni invitarme a quedarme un rato en la casa, a cenar o a tomar una copa en su compañía, cuando yo traía a Guillermo y Marina al atardecer tras haberlos llevado al cine o al Retiro o a cualquier otro lugar. Era como si no tuviera casi espacio mental para ocuparse de nada que no fuera su relación con Custardoy, o eso era lo que yo suponía que se lo llenaría entero, qué otra cosa podía ser. La veía embebida, enfrascada. Pero no era el enfrascamiento propio de la mera ilusión, ni de la plenitud. Tampoco el de la simple zozobra o el tormento o la angustia, sino el de quien está esforzándose por comprender, o por desentrañar.

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