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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (33 page)

No perdí tiempo. Al día siguiente fui a visitar a mi padre, como le había anunciado; me quedé a almorzar con él, y a los postres apareció mi hermana, que solía pasar a verlo casi a diario y nada sabía aún de mi llegada (mi padre había olvidado mencionárselo, 'Ah, creía que lo sabríais todos'), le fue motivo de sorpresa y contento. Y cuando él fue a echarse un rato a instancias de su cuidadora y nos dejó a los dos solos, Cecilia me puso al tanto de la situación médica con más detalle (no eran optimistas las previsiones, a medio o más bien corto plazo), y una vez que también me hubo contado acerca de ella y de su marido, y que yo hice lo posible por no contarle de mí más que inocuas imprecisiones, me atreví a preguntarle si sabía algo de Luisa: qué vida hacía, si se veían, si estaba enterada de si salía con alguien o no todavía. Lo ignoraba casi todo, me dijo: hablaban por teléfono de vez en cuando, sobre todo para cuestiones prácticas relacionadas con los respectivos hijos, y en alguna ocasión coincidían allí, en la casa de nuestro padre, pero por lo general pocos minutos, Luisa solía ir con prisa, saludaba cariñosamente y dejaba a los niños para que pasaran un rato con su abuelo o con sus primos, los hijos de mi hermana o los de mis hermanos, se cruzaban con unos u otros si era sábado o domingo; luego, al cabo de un par de horas, pasaba de nuevo a recoger a Guillermo y Marina, apurada también de tiempo. Tenía entendido que se presentaba ella sola de tarde en tarde, entre semana, a hacerle compañía y darle charla a su suegro, siempre habían tenido buena relación propia. Así que quizá hablaría más con él, o de asuntos más personales, que con ningún otro miembro de la familia, aunque fuera de Pascuas a Ramos. No, no tenía idea de la vida que hacía en sus horas libres, no podrían ser muchas en ningún caso. Tampoco le había comunicado que viera a nadie, pero eso no significaba ni que sí ni que no, Luisa no iba a tenerla a ella al corriente de sus progresos o pasos, o no de los de esa clase. Su marido se la había encontrado una tarde, haría dos o tres meses, saliendo de una galería de pintura o de una exposición, no recordaba, en compañía de un hombre que él no conocía, lo cual no tema nada de particular, obviamente, lo contrario habría sido lo raro; la actitud en que iban le pareció normal, de compañeros o amigos, quería decir que ni siquiera los había visto cogidos del brazo, nada. Lo único que pensó fue que sería un artístico. En aquel momento la interrumpí (empezaban a faltarme reflejos en mi propia lengua).

—¿Quieres decir un artista? ¿Por qué? ¿Te dijo qué aspecto tenía?

—No, llamamos artísticos a los que van así, de artísticos, de originales. Pueden o no ser artistas, es lo de menos. Pero llevan algo que les da ese sello, es una cosa voluntariosa, para que se les note la intensidad, o eso, la artistería, no sé, puede ser un jersey negro de cuello alto, o un bastón de adorno con asquerosa cabeza de galgo en el puño, o un sombrero anacrónico que nunca se quitan, o un pelo de músico, con oleaje, ya sabes. —E hizo el gesto correspondiente con las manos por encima de la cabeza, más o menos como si se la lavara a distancia, sin rascarse. 'O una redecilla goyesca ridicula', me dio tiempo a pensar fugazmente. 'O tatuajes en cualquier sitio, pero no digamos en los talones'—. O en mujeres un bonete, o medias de esas flojas que sólo llegan a cubrir la rodilla, o una gorra marinera o de negra chula y creída, o un horrendo trenzadillo rasta.

Me hizo gracia comprobar que detestaba esas medias. No tenía ni idea, en cambio, de a qué se refería con 'una gorra de negra chula y creída', y me dio curiosidad, por cierto. Pero no podía entretenerme, mi otra curiosidad ya era una urgencia.

—Ya. ¿Y qué es lo que llevaba el tipo? ¿O lo llevaba todo, el jersey, el bastón, el sombrero?

—Coleta. A Federico le llamó la atención porque además no era joven, de tu edad o por ahí. De la nuestra.

—Sí, no es demasiado raro verlos ahora en algunos ambientes. Hombres hechos y derechos, sujetos maduros que llevan eso y se creen muy piratas o bandoleros; o perilla, y entonces se creen el Cardenal Richelieu o un psiquiatra o sabio de película, es una epidemia entre los profesores universitarios; o bigote y mosca y se creen muy mosqueteros. Todos unos farsantes. —Con mi hermana me podía permitir mostrarme tan arbitrario, exagerado y maniático como solía serlo ella, era cosa humorística de familia, compartida por todos excepto por mi padre, al que no habíamos salido mucho, en ecuanimidad ni en buen temple. Yo, por ejemplo, tengo por costumbre no fiarme tampoco de los individuos que calzan sandalias más o menos de fraile, los tengo a todos por impostores y traicioneros; ni de nadie con bermudas o pantalones cortos (me refiero a hombres), lo cual me lleva a no fiarme hoy en día de casi ningún varón en verano, sobre todo en España, paraíso de los atuendos ignominiosos y desvergonzados. Quizá esas intuiciones convertidas en normas, esos drásticos prejuicios, o superficialidades que para mí definen sin más fundamento que el de una experiencia personal limitada (como por lo demás lo son todas), me habían ayudado no obstante con Tupra en mi ya no tan nuevo trabajo, aunque sólo fuera por la rotundidad con que, una vez adquiridas la confianza para juzgar en voz alta y la irresponsabilidad a que obliga toda emisión de un veredicto, me manifestaba a veces sobre los sujetos de interpretación y apuesta. Con todo, esas generalizaciones se basan en algo, aunque pertenezca tan sólo a la esfera de las percepciones: en cada persona hay ecos de otras y no podemos desoírlos, se producen lo que he llamado 'afinidades' entre individuos muy distintos o incluso opuestos, que en ocasiones nos conducen a ver o captar sombras de parecidos físicos en principio descabellados. 'No hay ningún rasgo común objetivo entre esta hermosa mujer y mi abuelo', pensamos, 'y sin embargo ella me lo trae a la mente y me lo recuerda', y entonces tendemos a atribuirle el carácter y las reacciones, la irascibilidad y el ventajismo de aquel despótico antepasado nuestro. Y lo sorprendente es que acertamos mucho —cuando contamos con tiempo para comprobarlo—, como si la vida estuviera llena de inexplicables parentescos no consanguíneos, o como si cada ser que existe y pisa la tierra o cruza el mundo dejara en el aire invisibles e intangibles partículas de su personalidad e hilos sueltos de sus actos y resonancias tenues de sus palabras, que
se
posan al azar luego en otros como la nieve sobre los hombros, y así se perpetúan de generación en generación indefinidamente, como una maldición o una leyenda, o como un recuerdo padecido ajeno, logrando de esta manera la infinita y agotadora combinación eterna de los mismos elementos—. ¿Y qué más te dijo? ¿Cómo era, aparte de la coleta? ¿Cómo iba vestido? ¿No se lo presentó? ¿Cómo se llamaba? ¿A qué se dedica?

—Yo qué sé, no lo sé. No se fijó ni lo vio apenas. Se cruzaron nada más, y ella y él se saludaron, 'adiós, adiós', pero sin pararse. Tampoco se conocen tanto, Federico y Luisa.

—Ya, ¿la parejita llevaba prisa?

—Sin pararse nadie, Jacobo, ni Federico ni ellos. No empieces ahora a mirar mal, o a mirar raro, a cualquier tipo con coleta. Y además, fuera quien fuese, a lo mejor desde entonces ya se la ha cortado. Tampoco los llames parejita, porque no hay ningún motivo para ello, ni el menor indicio, ya te he dicho cómo fue el encuentro, veo que no se te puede contar nada. Así es como se calienta uno sin necesidad la cabeza.

Preferí no hablarle del puñetazo, del golpe intolerable, del ojo a la virulé o a la funerala, era mejor que siguiera investigando yo solo sin alarmarla, si Cecilia no sabía más que lo que me había contado tampoco iba a aportarme ninguna pista al respecto, no me importaba que achacara mi inquietud exclusivamente a los celos, bastaban para justificar mi curiosidad insistente y al fin y al cabo existían, quizá tanto como mi preocupación por que a Luisa pudiera maltratarla un chulo, un miserable, con coleta o sin ella, qué más daba: alguien que probaba a ocupar mi sitio pero que difícilmente iba a quedarse, no le tocaba. Aun así había que echarlo. Si era violento, si era un peligro, si levantaba la mano, había que echarlo sin tardanza, sin que tuviera oportunidad de prolongarse, porque también se lleva uno sorpresas y siempre existe ese riesgo de que lo sin futuro no acabe. Y a falta de la voluntad, la fuerza, la dureza o la valentía de ella, yo era el único capacitado para intentarlo, o eso me dije.

Así que esperé a que se levantara mi padre (o a que lo ayudaran a levantarse y lo acompañaran al salón, hasta el sillón en el que siempre había leído, bajo su lámpara de luz agradable) y a que mi hermana se marchara, para continuar con mis indagaciones, o con mis tanteos. No confiaba en que él supiera mucho, o apenas nada, pero si era, de cuantos tenía yo a mano, quien acaso más hablaba con Luisa de sus asuntos personales, según había apuntado Cecilia, aunque fuese de tarde en tarde y con las limitaciones naturales entre una nuera y un suegro, o más bien entre dos personas con tantísima edad por medio, tal vez pudiera orientarme, si no en lo relativo al aspirante a mi puesto —ella nada le contaría de eso; y a lo mejor había varios—, sí al menos en lo que me atañía: cómo me veía ahora, tras haber abandonado yo el campo y haberme expulsado a mí mismo mansamente de su existencia —incluso de su vida práctica—, y haberme descabalgado sin objeciones de su tiempo y del de nuestros hijos. Le pregunté a mi padre por ella y volvió a decirme que no venía mucho a verlo, aunque fui descubriendo, o comprobando, que ahora medía mal las duraciones de la presencia o ausencia de determinadas personas, como si le pareciera que las más gratas o amenas lo visitaban siempre poco, aunque de algunas me constara que se pasaban por allí casi a diario —era el caso de mi hermana de mis sobrinas mayores, él había tenido debilidad por la compañía de las mujeres y la tenía ahora más todavía, cuando ya estaba tan débil y necesitado de suavidades—. Deduje que algo semejante le ocurriría con Luisa, quien ni de lejos aparecería con la misma frecuencia, pero que, por la familiaridad con que se refería a ella y algún comentario significativo, debía de hacerlo más a menudo de lo que él se figuraba o sentía. Le insistí ('Pero qué te dice, qué te cuenta cuando viene, ¿habla de mí contigo o procura no mencionarme? ¿Crees que tiene dudas, que puede estar medio arrepentida, o sueno ya siempre en sus labios como si me hubiera encontrado un lugar del que no me muevo ni va a moverme, uno demasiado estable y tranquilo?'), y de pronto se me quedó mirando con sus ojos claros sin contestarme, la frente apoyada en una mano, en un brazo del sillón el codo, era su postura habitual cuando pensaba preparándose para decir algo, tenía la impresión a veces de que componía mentalmente sus frases, las primeras, unas pocas, antes de pronunciarlas (luego ya no, las siguientes). Se me quedó mirando con una mezcla de interés, leve impaciencia y leve lástima, como si yo no fuera exactamente su hijo sino un cuitado amigo más joven, al que apreciara de veras y en el que encontrara extrañas dos cosas, tal vez decepcionantes: una, que me afanara tanto por una cuestión de sentimiento ajeno quizá de cálculo ajeno, contra los que nada puede hacerse; la otra, que todavía no entendiera, siendo ya bien adulto, siendo padre, a mis años y con mi experiencia, la índole incombatible de estos dolores, o acaso sólo son desasosiegos, con sus lamentos.

—Te veo muy inconforme, Jacobo —me dijo por fin, al cabo de un rato de considerarme—, y tienes que conformarte. Si alguien ya no quiere estar con uno, uno tiene que aguantarse. A solas, y sin estar pendiente de la observación o la evolución de ese alguien, a la caza de señales y a la espera de vuelcos. Si se produce uno de éstos, no será porque tú estés mirando, ni preguntándome a mí ni sondeando a nadie. No se puede estar encima, no se puede aplicar una lupa ni un catalejo, ni recurrir a espías, ni agobiar, ni por supuesto imponerse. Tampoco fingir sirve de mucho, no sirve hacerse el displicente ni tan siquiera el civilizado, si uno no se siente civilizado ni displicente al respecto, y no me parece que tú te sientas ninguna de las dos cosas, todavía. Ella te lo notará, ese fingimiento. Ten en cuenta que una de las características del enamoramiento, o de sus aledaños, incluso de sus disfraces involuntarios (se confunde mucho con el empecinamiento, en la fase primera y en la fase última, cuando el amor del otro se percibe aún sin arraigo o ya perdiéndose), es la transparencia. A la persona querida, o que así se siente o se ha sentido (a la que ha conocido eso), es muy difícil engañarla, a no ser, claro está, que ella misma prefiera engañarse, lo cual no es infrecuente, eso lo admito. Pero uno sabe siempre cuándo ya no se lo quiere, si está dispuesto a enterarse: cuándo todo se ha reducido a costumbre, o a falta de arrojo para ponerle término, o a deseo de no armar revuelo y de no hacer daño, o a miedo vital o económico, o a mera ausencia de imaginación, la mayoría de la gente no es capaz de imaginarse otra vida que la que lleva y ya sólo por eso no la cambia, ni se mueve, ni se lo plantea; pone parches, aplaza, busca distracciones, se echa un amante, se va de timbas, se convence de que lo que hay es llevadero, se encomienda al tiempo; pero ni se le ocurre intentarlo. Al sentimiento sólo lo vence el cálculo, y sólo a veces. Y de la misma manera uno sabe cuándo aún se lo quiere, sobre todo si lo que está deseando es que eso ya se aplaque o mejor cese, como suele ser el caso entre los que se separan. El que tomó la decisión, si no es egoísta ni sádico, ansia que el otro se salga, que se desprenda de la tela de araña, que deje de quererlo y de oprimirlo con ello. Que pase a otra persona o que no pase a ninguna, pero que de una vez se desentienda. —Mi padre se calló un momento y volvió a fijar en mí con atención sus ojos, como mira uno a veces en las despedidas. Parecía que me escrutara, lo cual era improbable porque había perdido mucha vista y le costaba leer y hasta ver la televisión, yo creo que más bien la oía. Y sin embargo producía el efecto contrario, con su mirada azul cada vez más pálida clavada en mi rostro, como si me traspasara y al hacerlo supiera más de mí de lo que yo sabía—. Creo que tú tienes que desentenderte de Luisa, Jacobo. No lo has hecho, aunque te hayas ido lejos respetuosa y caballerosamente y todo lo que tú quieras. No lo has hecho. Y no te queda más remedio, tanto si puedes como si no puedes. Déjala respirar del todo, déjale aire, no te interpongas. Déjale toda la iniciativa. Nada está en tu mano. Si un día se da cuenta de que sin ti no está bien, si descubre que te echa de menos hasta el punto de la desgracia, no creo que tenga reparo en decírtelo ni en pedirte que vuelvas, por lo que la conozco. Sabe rectificar,
y no es
soberbia. Mientras no haga eso será que no quiere, y no va a cambiar por lo que tú hagas o digas ni por cómo te comportes, aquí o a distancia; para ella eres transparente, como ella lo será para ti si estás dispuesto a ver de veras y a reconocer lo que veas. Que no lo estés es otro asunto, y lo comprendo. Pero no me preguntes lo que yo no puedo saber y tú sí, en cambio: ella para mí no es transparente. —Y añadió sin transición—: ¿Tienes alguna novia allí en Londres?

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