Un final perfecto (50 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Pensaba que habías muerto —dijo el Lobo decepcionado.

—Fui a tu funeral —añadió la señora de Lobo Feroz lastimeramente desde el otro lado de la habitación, donde de repente se había desplomado en la cama, rodeándose las rodillas con los brazos a la altura del pecho, como una niña infeliz. Hablaba en un tono quejumbroso como si esta artimaña fuese de alguna manera poco honesta e injusta.

—Estoy muerta —repuso Sarah con crudeza sin apartar la vista del Lobo.

Miró por el cañón de la pistola entrecerrando los ojos.

—Jordan tiene razón —añadió con frialdad—. Matémoslos a los dos ya.

—No, por favor —gimió la señora de Lobo Feroz. Un hilillo de sangre le caía por la comisura de los labios, en el punto donde había aterrizado un afortunado golpe de Sarah. Tenía el pelo encrespado en una maraña de nudos. Estaba pálida y la parte de Karen que seguía siendo doctora pensó que en cuestión de segundos la mujer había envejecido años. De repente se acordó de su corazón. «Puede ceder en cualquier momento. Le habremos provocado un infarto. ¿En ese caso sería un asesinato? ¿O justicia?»

La señora de Lobo Feroz se dirigió a Karen.

—Por favor, doctora, por favor… —se volvió hacia Jordan—, Jordan, eres una buena chica, tú no puedes…

—No, no lo soy —la interrumpió Jordan furiosa—. Puede que lo fuese en otro tiempo, pero ya no. Y sí que puedo. —No dijo lo que «puedo» implicaba en ese preciso instante. Empuñó el cuchillo con más fuerza.

—Espera —dijo Karen.

Las otras dos pelirrojas la miraron.

—Todavía no lo hemos averiguado todo.

Pelirroja Dos y Pelirroja Tres la miraron con expresión burlona.

—Antes de matarlos, necesito saberlo todo —agregó.

Sentía una frialdad en su interior. Parecía como si por primera vez desde que había recibido su carta, su vida empezase a centrarse. La claridad por fin empezaba a borbotear cerca de la superficie, donde quizá lograse atraparla. Se agachó, bajó la cabeza y la acercó a la del Lobo Feroz, para que su aliento lo envolviese.

—Abuelita, abuelita, qué ojos tan grandes tienes.

Rio con una dureza que no sabía que poseía.

—Esa es la pregunta. La recuerdas, ¿no? ¿Y te acuerdas de dónde proviene? De un cuento. ¿Qué te parece? Un maldito cuento que ninguna de nosotras había leído desde que éramos niñas. Es igual, la respuesta adecuada es: «Para verte mejor, Caperucita.»

«La cinta aislante es algo fantástico —pensó Karen mientras ataba las manos y los pies de la señora de Lobo Feroz con la cinta—. Adhesiva y práctica. Estoy segura de que los verdaderos criminales la usan de buena gana continuamente.»

Los dos lobos estaban uno al lado del otro en el sofá del salón, inmovilizados con la cinta gris. Parecían una pareja de adolescentes en su primera cita, no llegaban a tocarse. La señora de Lobo Feroz tenía dificultades para controlar sus emociones. Parecía que retumbaban en su interior de cualquier manera. A su marido, por otra parte, le embargaba una profunda ira. Apenas decía nada, pero sus ojos seguían a las tres pelirrojas como si imaginase a cuál iba a matar primero cuando consiguiese, por arte de magia, soltarse, coger un arma y, de forma extraordinaria, volver las tornas a las tres mujeres.

—Perfecto —exclamó Karen, mientras retrocedía y admiraba su obra.

Pelirroja Dos y Pelirroja Tres estaban unos pasos detrás de ella. Las dos empuñando su arma.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jordan.

Ninguna de las tres pelirrojas se había percatado del cambio de dirección que había tenido lugar en la casa. El Lobo Feroz era totalmente consciente de la diferencia. Entraba perfectamente dentro de su especialidad.

Se rio, brevemente.

—Habéis cometido un error—dijo. Levantó las muñecas atadas con cinta—. Un error mayúsculo, maldita sea.

—¿Qué error? —espetó Jordan.

El Lobo Feroz sonrió.

—No tenéis ni idea de asesinar, ¿verdad?

Las tres pelirrojas no le contestaron. Él no esperaba que lo hicieran.

—En una pelea, en defensa propia —el Lobo Feroz sermoneaba despacio, con voz queda y regular, lo que subrayaba su conocimiento—, puedes hacer casi cualquier cosa. Todo depende de lo desesperado que estés. Apuñalar a una persona con un cuchillo. Apretar el gatillo de una pistola. Machacarle el cráneo a tu oponente. Salvarte en la lucha cuerpo a cuerpo. Es muy sencillo defenderte cuando luchas. Cualquiera puede encontrar la fuerza para vencer y hacer todo lo que sea necesario en medio del calor, la sangre y la lucha.

Se reclinó un poco en el sofá.

—Pero ahora ya no estamos peleando. La batalla ha terminado. Habéis vencido. Pero en realidad no habéis vencido, porque ahora, para poder sobrevivir a esta noche, tenéis que matar. A sangre fría. Es un poco tópico, ¿no os parece? Pero las tres lo sentís, ¿no es así? ¿Alguna de vosotras cree que tiene esa fuerza? Una cosa es una pelea. Otra cosa es un asesinato.

Las tres pelirrojas callaban.

El Lobo Feroz se instaló en el sofá. No parecía asustado, ni siquiera muy disgustado por la situación.

—Una madre es capaz de matar para defender a sus hijos. Un hombre puede que sea capaz de hacerlo para defender su hogar y su familia. Un soldado lo hará sin pensar para proteger a sus camaradas. Pero eso no es lo que tenemos aquí esta noche, ¿o me equivoco? ¿Cuál de vosotras cree que puede ser una asesina?

Empezó a reírse. Karen estaba desconcertada, como si la carga psicológica del momento la hubiese abofeteado en la cara. Jordan se dio cuenta de que su respiración era superficial, casi dolorosa. «¡Pero hemos vencido!», se dijo. En ese momento de duda, Sarah pasó por delante de las otras dos pelirrojas con un estallido de energía.

—¿Crees que no podemos matarte? —preguntó Sarah casi a gritos. Cruzó deprisa la habitación y clavó el cañón de la pistola en la frente del Lobo Feroz. Su esposa gimió, pero él se limitó a sonreír burlonamente.

—Demuéstrame que me equivoco —le retó. Mantuvo la mirada clavada en los ojos de Pelirroja Dos, ignorando el riesgo que corría.

Sarah liberó el martillo del percutor. El dedo se tensó en el gatillo. Lo soltó con un gemido largo e iracundo.

Y entonces retrocedió.

—No es fácil, ¿verdad? —dijo el Lobo Feroz.

Enseguida volvió a apuntar la pistola a su frente.

—Soy capaz de hacerlo —repuso.

—Si fueses capaz, ya lo habrías hecho —contestó.

Pelirroja Dos y el Lobo Feroz se estremecieron un poco.

Karen y Jordan estaban seguras de que iba a apretar el gatillo. Y ambas estaban seguras de que no lo haría. Ideas totalmente contradictorias batallaban en su interior.

Karen fue quien habló primero.

—Sarah, apártate.

Transcurrió un segundo, después otro y Sarah bajó el percutor de su pistola y se apartó del Lobo.

—Veis, creéis que habéis logrado algo esta noche aquí. Sin embargo, no es así. No sabéis nada sobre asesinar mientras que yo lo sé todo y eso significa que vosotras siempre perderéis y yo siempre ganaré.

Volvió a sonreír.

—¿Queréis saber una cosa obvia para cualquiera que realmente sepa lo que es asesinar?

Las tres pelirrojas no respondieron, pero el Lobo Feroz prosiguió igualmente.

—No va a entrar por la puerta ningún leñador fortachón con su buena hacha. No hay una abuelita a salvo escondida en el armario lista para salir a abrazar a Caperucita. Esta historia solo tiene un final verdadero y es el único que siempre ha sido posible. El primer final.

Las tres guardaban silencio.

—Nunca podréis salvaros. No una vez que yo haya empezado.

El Lobo se recostó. Sonrió.

—Sois inteligentes —prosiguió el Lobo Feroz. Su tono de voz era casi amable. Tenía esa especie de familiaridad de las bromas entre viejos amigos que se encuentran de forma inesperada—. Por eso os elegí, para empezar. Y las tres sois lo bastante listas como para saber que esta noche no tenéis escapatoria. Nunca debisteis haber venido. Tendríais que haberme dejado hacer lo que fuese que iba a hacer. O tal vez deberíais habernos asesinado a los dos arriba. Tal vez podríais haberlo hecho. Y tal vez, como dice Pelirroja Dos, incluso me podáis matar ahora. Tal vez, pero solo tal vez, estéis tan enfadadas y asustadas. Pero ¿sois capaces de matar a mi esposa? —Hizo un gesto con la cabeza señalando a su esposa—. Porque ella es inocente. Ella no ha hecho nada.

El Lobo Feroz se encogió de hombros.

—Para eso sí que se necesita una maldad especial. Matar a alguien simplemente porque está en el lugar adecuado en el momento equivocado. ¿Creéis que tenéis esa capacidad? ¿Sois capaces de ser tan malvadas?

A Karen le daba vueltas la cabeza. Era como si alguien hubiese impregnado la habitación de algún perfume que le impidiese pensar con claridad. Pensaba que todo lo que el Lobo decía era cierto. Nunca serían libres. «Asesinarlo y vivir siempre con la culpa. Perdonarle la vida y preguntarse siempre si las seguiría de nuevo. Asesinar a la mujer y somos igual que él.» Este pensamiento casi le produjo náuseas. A su lado, la mano de Sarah se contrajo. La pistola que sujetaba le resultaba de pronto increíblemente pesada y no estaba segura de tener la fuerza necesaria para seguir empuñándola. Ni siquiera estaba segura de que le quedasen fuerzas para apretar el gatillo. Parecía como si toda la energía de sus músculos se hubiese evaporado. Jordan se apoyó en la pared. Se hacía preguntas que no tenían respuesta.

Y en ese momento de debilidad para las tres pelirrojas, la señora de Lobo Feroz soltó:

—Solo es un libro. Es el libro que está escribiendo. Nadie tiene que morir esta noche.

«Todos los escritores necesitan historias —pensó Karen—. Las roban de sus propias vidas y de las vidas de las personas que los rodean. Las roban de sus familias y de sus amigos. Las roban de la historia y de los acontecimientos actuales. Las roban de los artículos de prensa y de las conversaciones que escuchan por casualidad y a veces incluso se las roban unos a otros.»

En ese instante oyó gritar a Jordan.

Era una mezcla de grito y de chillido, el sonido que una persona que se haya cortado accidentalmente profiere por la sorpresa y el susto. Los ojos de Karen se dirigieron inmediatamente al Lobo Feroz, que gruñó, y cuya imperturbable apariencia de indiferencia se empezaba a desvanecer. «Lo sabe», pensó.

—Ve tú —indicó Sarah. Hizo un gesto con la pistola en dirección a la explosión de Jordan. Sarah estaba sentada en el suelo enfrente de los dos Lobos, la espalda apoyada en la pared, la pistola sobre las rodillas que se había llevado al pecho.

Karen oyó que Jordan gritaba: «¡Aquí dentro!», y siguió el sonido de la voz, que parecía temblar con una nueva tensión. Cuando entró en la habitación oyó los sollozos de Jordan.

«Algo sucede —pensó—. Pelirroja Tres es fuerte. Ha sido fuerte desde el principio.»

Lo primero que vio fueron las lágrimas que resbalaban por su rostro. La adolescente era incapaz de decir nada. Se limitaba a señalar la pared.

No había tardado mucho en encontrar la puerta cerrada del despacho. Tampoco había sido difícil encontrar la llave; una de ellas se encontraba en el llavero del Lobo Feroz que estaba colgado al lado de la puerta principal.

Entonces entró en el despacho y vio lo que allí había acumulado y perdió el control.

Fotografías. Horarios. Perfiles. Un cuchillo de cazador.

Un estudio detallado de la vida de las tres.

Y la forma en que iba a acabar con ellas.

Karen se vio fumándose un cigarrillo a escondidas. Vio a Jordan en la cancha de baloncesto. Vio a Sarah en la puerta de una licorería. Imagen tras imagen, amontonadas una encima de otra, formaban el montaje de una obsesión mortal. Pero lo que vio que superaba el impacto que le habían provocado sus respectivas historias personales fue la energía que había invertido en crear todo lo que se encontraba en las paredes. Era como si las tres pelirrojas estuviesen de pie desnudas en el despacho del Lobo Feroz. Era una profunda violación de su intimidad. Era como si nunca hubiesen tenido un momento de privacidad, él había estado cerca cada segundo, pero ellas no lo habían sabido.

Le abrumaba el tiempo y la dedicación a la muerte. Sintió que las rodillas le flaqueaban y se arrodilló, como un suplicante en una iglesia.

—¿Qué pasa? —gritó Sarah desde la otra habitación.

—Somos nosotras —susurró como respuesta.

A Jordan le embargaba la ira. Cogió a Karen de los hombros y la levantó, zarandeándola.

—¡Tenemos que matarlo! —exclamó con voz ronca—. ¡No nos queda otra opción!

Karen no contestó. Lo único que podía pensar era: «¿Cómo podemos salir impunes? Él es el asesino. No nosotras.»

Dejó caer el hombro bruscamente. Jordan la soltó y con un angustiado grito de ira, saltó de pronto hacia las paredes y empezó a arrancar todas las fotografías. Arrancó todos los horarios y todos los perfiles de sus vidas. Arañaba todo elemento del mural que tenía ante sí. Los fragmentos de papel volaban a su alrededor. Sollozaba con sonidos guturales, pero Karen no conseguía entender las palabras.

Extendió el brazo para detener a Jordan, pero dudó. «Destrúyelo todo», pensó de pronto. Y se sumó a la tarea, arrancando fotografías y rompiéndolas en trozos diminutos, para después tirarlos por la habitación, como si al destrozar todo lo que el Lobo había construido para matarlas, lograsen de alguna forma liberarse.

Mientras Jordan golpeaba sin sentido la exposición y tiraba por el despacho los fragmentos del diseño de sus muertes, Karen se giró y vio el ordenador y las páginas de un manuscrito en el escritorio debajo de un álbum de recortes encuadernado en piel. Cogió el bastón y se disponía a hacer añicos la pantalla cuando Jordan dijo:

—Espera.

Se detuvo en mitad del movimiento.

—Si todo esto está ahí —añadió, señalando los trozos de lo que había en la pared—, ¿crees que todavía hay más ahí? —Jordan señaló el ordenador.

Karen asintió con la cabeza. Levantó el bastón por segunda vez.

—¿Qué más? —preguntó Jordan.

Y en ese momento, Karen encontró la respuesta.

43

Karen dispuso tres objetos delante del Lobo Feroz. Si hubiese podido extender el pie, los podría haber tocado con los dedos.

«Su ordenador.»

«Su manuscrito.»

«Su álbum de recortes.»

No dijo nada. Solo quería que el Lobo Feroz mirase esas cosas durante unos minutos y que digiriese lo que podría hacer con ellas.

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