Un final perfecto (51 page)

Read Un final perfecto Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Se revolvió en su asiento.

«¿Alguien ha pasado alguna vez una noche así con un asesino en serie?», se preguntó Karen durante un instante. Sospechó que la respuesta era negativa.

Esbozó ante el Lobo Feroz una sonrisa socarrona que esperó le intranquilizase todavía más. En sus adentros, se advertía: «Presiona. Pero no en exceso. Actúa, pero no sobreactúes. La facultad de Medicina no me enseñó nada sobre teatro. Lo he tenido que aprender sola.» Se preguntó si algún humorista se había encontrado alguna vez frente a un público tan hostil como el que tenía ante sí esa noche.

Dejó a Pelirroja Dos y a Pelirroja Tres delante de los lobos sin decirles tampoco nada mientras iba a la cocina y después al baño. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba: bolsitas de plástico. Tijeras. Un cuchillo grande del pan. Bastoncitos de algodón. Un rotulador negro.

Cuando volvió al salón parecía que regresaba de una extraña salida de compras. Sonreía, pese a que sentía las punzadas de las costillas donde le había golpeado, y cuando miró en dirección al Lobo Feroz, le dejó claro que cualquier duda que hubiese podido tener se había esfumado. Todo era pura interpretación por su parte, pero sabía cómo hacer para que un público molesto no le fastidiase el número. «Hay que seguir contando chistes. No aflojes. No dejes que el espectador molesto o el gilipollas que siempre interrumpe se hagan con el espectáculo. Tú eres quien manda.» Las otras dos pelirrojas no podían disimular su curiosidad. No tenían ni idea de lo que Karen estaba a punto de hacer.

Empezó a tararear y a cantar fragmentos inconexos de un éxito de los años sesenta. Daba igual lo mal que lo hiciese porque sabía que el Lobo Feroz probablemente reconocería su versión de la canción que Sam the Sham and the Pharaons hicieron famosa: «Ey, Caperucita Roja.» Esperaba que le irritase.

Esperó unos instantes y entonces le preguntó:

—¿A cuántas personas has matado?

El Lobo Feroz no respondió enseguida. Entornó los ojos y desplegó una amplia sonrisa. Sintió una repentina oleada de seguridad. Puede que tuviese las manos y los pies atados, pero Pelirroja Uno estaba entablando una conversación. Eso era tentador.

—Ninguna. Una. Cientos. ¿Cuántas crees? —repuso.

Karen le miró. Intentó identificar algún rasgo de su rostro, alguna indicación en la forma en que se sentaba en el sofá, algún olor corporal o postura, un tono de voz, cualquier cosa que reflejase lo que era. Era como contemplar la masa informe del mar azul grisáceo durante los últimos minutos del atardecer. Las ondulaciones de las olas en la superficie ocultaban todas las corrientes que confluirían con vientos y mareas cuando se cerniese la oscuridad y repentinamente se convertirían en un peligro. Comprendió que ahí radicaba su poder: en el aspecto poco atractivo que ocultaba su verdadera naturaleza.

A su lado, el cuerpo entero de la señora de Lobo Feroz tembló de ira. Frunció el ceño y casi gritó su respuesta a la misma pregunta.

—¿Qué te hace pensar que ha matado a alguien? —explotó—. ¡Lo he comprobado! Incluso he hablado con la policía. ¡No hay pruebas de nada! No es más que un escritor. Ya te lo he dicho. ¡Tiene que investigar!

Karen asintió con la cabeza, ignorando lo que la señora de Lobo Feroz había dicho.

—Siempre sales impune, ¿no es así?

El Lobo Feroz se encogió de hombros.

Se dirigió a la señora de Lobo Feroz.

—Y tú… —empezó, pero entonces calló la pregunta. Podía ver todas las respuestas que necesitaba en el rostro de la señora de Lobo Feroz. «Tu vida está cambiando esta noche, ¿no es así?» Quería preguntarle, pero algunas preguntas no hacía falta formularlas.

Karen se estremeció. Respiró hondo y volvió a dirigirse al Lobo Feroz.

—¿Qué es lo que más te gusta utilizar? —le preguntó—. ¿Pistola? ¿Cuchillo? ¿Las manos? ¿Otra cosa? ¿Cuántas maneras diferentes existen para matar a una persona?

—Cada arma tiene ventajas e inconvenientes —respondió—. Todo escritor de novela negra lo sabe. —Miró de reojo el manuscrito que tenía delante, en el suelo—. Está en el libro —añadió con sequedad.

Karen la doctora y Karen la humorista habían aprendido una lección en ambos ámbitos de su vida que se disponían a aplicar en ese instante.

—¿Puedes matar a una persona con la incertidumbre? —preguntó.

Las tres pelirrojas vieron cómo en ese instante el rostro del Lobo Feroz se paralizaba. Por primera vez, se dieron cuenta de que las mismas dudas que ellas habían experimentado desde el primer momento en que las contactó empezaban a enraizar en él. Su esposa, por otro lado, simplemente parecía confundida, como si no comprendiese la pregunta.

Karen no esperó una respuesta.

Se adelantó. Lo primero que hizo fue utilizar las tijeras para cortarle un mechón de pelo. Lo introdujo en una bolsita de plástico. Después, con un bastoncito de algodón cogió un poco de sangre coagulada del cuello, donde Jordan le había hecho un corte en la piel. Esa muestra también fue a parar a otra bolsita. Utilizó el rotulador negro para identificar las bolsas, escribiendo cuidadosamente en el exterior la hora y el día. Entonces levantó la mano enfundada en el guante quirúrgico y estiró la superficie estéril como si fuese una goma. Le susurró al Lobo Feroz:

—Me imagino que tus huellas están por todo el ordenador. Pero las nuestras no. —Volvió a estirar el guante cerca de su rostro por segunda vez. Cogió otro bastoncito de algodón—. Abre la boca —le ordenó, como si estuviese en su consulta.

El Lobo Feroz apretó los dientes. Karen le miró.

—Venga, va —le dijo en un tono amable que ocultaba toda su furia. Era el tono que hubiese utilizado con un paciente de pediatría reacio a hacer lo que le piden.

Estaba tan enfrascada en su tarea que el dolor prolongado de las costillas heridas se había evaporado.

—Unas pocas células extra—agregó. Dejó caer el bastoncillo en otra bolsa de plástico. A continuación, se acercó a la señora de Lobo Feroz—. El mismo procedimiento —dijo.

La señora de Lobo Feroz la miró sorprendida de verdad cuando un mechón de su pelo desapareció en la bolsa, seguido de una muestra de sangre y de un toque en el interior de la boca.

Karen reunió todas las muestras y las metió en la talega de Sarah. Después cogió uno de los teléfonos móviles y con rapidez sacó varias fotos de los dos lobos. Hizo varios primeros planos y se preocupó de que fuesen de perfil y de frente.

Cuando terminó, se dirigió al Lobo Feroz.

—Explícale a tu mujer lo que hemos hecho —dijo.

—Sangre. Pelo. ADN. La versión médica de quiénes somos —explicó quedamente.

—Puede que médica no —prosiguió Karen—. ¿No crees que forense es una palabra más adecuada?

»Me pregunto —añadió—, si habrá alguien por ahí interesado en estas muestras. ¿Crees que algún policía con un caso abierto podría encontrarlas… no sé… intrigantes?

Karen sonrió.

—La situación es la siguiente: todo este material va a un lugar seguro. Tal vez una caja de seguridad. Tal vez la caja fuerte del despacho de un abogado. Ya lo decidiremos. Pero te aseguro que va a ser un lugar que nunca vas a encontrar. Tu ordenador, el álbum de recortes, las fotografías… todo lo que hemos cogido esta noche. Tres personas tendrán acceso a ese escondite. Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres. Dejaremos que Sarah, que es la única que no vas a poder encontrar jamás, escoja un bonito escondite muy lejos. Si algo, cualquier cosa, nos amenazase de nuevo, a nosotras las caperucitas, la persona que quede sabrá qué hacer. ¿Lo has entendido?

El Lobo Feroz asintió con la cabeza. Su rostro se había ensombrecido. Las tres pelirrojas imaginaron que en ese momento tensaba todos los músculos de su cuerpo para lograr liberarse de la cinta adhesiva. Su ira podía ser asesina. Pero mientras lo observaban, vieron cómo las venas hinchadas de su cuello se relajaban y una temerosa resignación se deslizaba sin querer en su mirada. Parecía como si viese un tipo diferente de atadura, mucho más restrictiva que la cinta adhesiva.

Todo lo que les había hecho, ahora se lo devolvían. La sonrisa de Karen había desaparecido. Por un instante, pensó: «¿A cuántas personas has asesinado?» Y comprendió, con la comprensión que un médico tiene de la muerte, que no podía hacer nada por las personas que ya habían muerto. Pero podía inmunizar al resto de ese momento en adelante. Así que utilizó el tono de voz que emplearía para comunicarle a alguien que odiase de veras que padecía una enfermedad mortal.

—No nos has dado más que incertidumbre y después querías matarnos. Ahora, nosotras te damos lo mismo. Nunca podrás oír que llaman a la puerta y no pensar que es la policía. Nunca podrás levantar la vista y ver un coche de policía detrás de ti y no pensar que esta vez todo se ha acabado, o caminar por una calle y no imaginar que un detective te sigue. Cuando te despiertes por la mañana, pensarás que puede ser tu último día de libertad. Cuando te vayas a la cama por la noche, no sabrás si al día siguiente tu patética e insignificante vida de mierda se acabará. Y otra cosa, no será solo la policía. Me imagino que habrá familiares de las víctimas que estarán interesados en estas conexiones. O quizás algunos abogados defensores que puedan utilizar estas pruebas para sacar de la cárcel a algún cliente. Y me pregunto cómo se sentirá con respecto a ti algún pobre cabrón que se haya pasado quince años en el corredor de la muerte. No creo que sean generosos.

Hizo un gesto indicando los objetos.

—Piensa en ellos como una enfermedad. Una enfermedad terminal.

Dudó y después añadió:

—No intentes huir. Si desapareces, nos enteraremos y todo esto se distribuirá… de la forma adecuada. Y no creo que puedas despedirte de nosotras y encontrar otra pobre mujer a quien asesinar para así darte el gusto. Todo ha terminado. Quienquiera que fueses hasta este mismo instante, se ha acabado. A partir de ahora, eres un tipo corriente que no tiene absolutamente nada de especial. Nada de nada. Suena bastante mal, ¿no te parece?

Karen respiró hondo. Pensó que pasar con tanta rapidez de la grandiosidad del lobo a menos de cero podía ser fatal. Eso esperaba. «La humillación —pensó— puede ser un arma peligrosa.»

—Te lo preguntaré otra vez: ¿puedes matar a una persona con la incertidumbre?

La habitación estaba en silencio. El Lobo Feroz sabía la respuesta a esa pregunta y sabía que no era necesario decirla en voz alta.

Karen se dirigió a las otras pelirrojas.

—Señoras —dijo—. Es hora de irse.

Agarró el cuchillo de sierra para el pan que había cogido en la cocina y lo colocó sobre el televisor.

—Tomad —dijo—. Os costará un poco llegar hasta aquí, cogedlo entre las manos y cortad las ataduras.

No pudo resistir hacer una broma sarcástica.

—Ya casi se ha hecho de día. Y no vayáis a llegar tarde al trabajo.

Recogieron todo. Cuando iban a salir, Jordan tampoco pudo contenerse. Susurró a las otras dos pelirrojas:

—¿Sabéis una cosa? He aprendido que odio con toda mi alma los malditos cuentos. —Se rio a carcajadas con un entusiasmo desmedido.

A continuación, cuando se dirigía hacia la puerta se dio media vuelta y le dijo al Lobo Feroz:

—Supongo que el último capítulo va a ser diferente a lo que pensabas, ¿no crees?

Ocho de la mañana

Pelirroja Tres insistió en llenar cada milímetro de la bandeja del desayuno con un bol de cereales con leche, un plato de tostadas con huevos, fruta, café y zumo de naranja. Esperó al final de la cola a que un gigantesco
linebaker
del equipo de fútbol americano del colegio se pusiese delante de ella para dirigirse hacia el mostrador de los desayunos y entonces interpuso la bandeja en su camino. La bandeja se cayó al suelo con un estrépito de platos rotos, un desastre instantáneo y asqueroso. Esa mañana, había cerca de setenta y cinco alumnos y profesores en el comedor. Los alumnos —como hacían siempre que se caía una bandeja— empezaron a aplaudir. Los profesores —también como siempre— se dispusieron inmediatamente a llamar a un bedel para que recogiese los platos rotos, y a hacer callar a los alumnos que aplaudían. Lo único que a Jordan le importaba es que todo el mundo se acordase de ella esa mañana y que la idea de que hubiese pasado parte de la noche enfrentándose a un asesino resultase totalmente irracional, una fantasía de adolescente que nadie en su sano juicio creería jamás.

Pelirroja Dos se deslizó entre el grupo de mujeres que preparaba a una manada de niños para subir al autobús escolar en el exterior del centro de acogida. Pese a todo el estrés que suponían las amenazas de sus ex parejas, los niños tenían que seguir yendo al colegio. Siempre era un momento de tensión y confusión —uno de los hombres podía aparecer repentinamente— y también de total normalidad del tipo «no vayas a llegar tarde al colegio». Parecía una melé y las mujeres que se alojaban en el centro apreciaban otro par de manos y de ojos mientras intentaban mantener alguna sensación de orden en unas vidas, que habían sido totalmente trastocadas por la violencia doméstica. Nadie se había dado cuenta de que Sarah se había sumado al grupo desde la calle y no desde el interior del centro. Solo sabían que la mujer sola que se llamaba Cynthia era ese día de gran ayuda, comprobando una vez más que los niños llevasen la comida y que hubiesen hecho los deberes, simpática, riendo y haciendo bromas con ellos mientras a la vez vigilaba con desconfianza que no apareciese alguna de las amenazas que sabía podían surgir en cualquier momento. Desconocían que por primera vez en muchos días, Cynthia sentía que podía ser libre.

Pelirroja Uno saludó al primer paciente del día con una alegría que podría haber parecido inapropiada al tratarse de una persona que padecía un doloroso herpes zóster. Karen bromeó mientras le examinaba y después le recetó un tratamiento. Se cercioró de que todas las anotaciones en el historial clínico electrónico del paciente indicasen la hora. Cuando acabó la consulta, acompañó al paciente a la sala de espera principal para que los otros pacientes que tenían cita esa mañana la viesen en ese día increíblemente típico, que no tenía en absoluto nada fuera de lo común. Antes de recibir al segundo paciente de la mañana, Karen se dirigió a la recepcionista.

—Ah —le dijo despreocupadamente a la mujer que estaba detrás de un pequeño tabique, como si esto fuese la cosa más sencilla del mundo. Le entregó el informe de la señora de Lobo Feroz—. Me gustaría que esta tarde llamase a esta paciente y concertase una cita en las próximas semanas. Me preocupa mucho su corazón.

Other books

Envy - 2 by Robin Wasserman
Bigfoot War by Brown, Eric S.
The Book of Old Houses by Sarah Graves
Cherry by Karr, Mary
The Two-Family House: A Novel by Lynda Cohen Loigman
The Fall by Claire Merle
Leave Me Alone by Murong Xuecun
What a Carve Up! by Jonathan Coe