Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
Arvardan permaneció inmóvil.
—Lamento que el coronel quiera verle entero —dijo el teniente Claudy. Soltó una risita y guardó el arma—. Le recibirá a las cinco y cuarto.
—Y usted lo sabía..., lo ha sabido durante todo este tiempo...
Arvardan sintió el acre sabor de la frustración en la garganta.
—Por supuesto.
—Teniente Claudy, si las horas que me ha hecho perder acaban causando el desastre..., bueno, entonces a ninguno de los dos le quedará mucho tiempo de vida —dijo Arvardan en un tono de voz tan gélido e implacable que producía escalofríos—. Pero usted morirá antes que yo, porque le juro que dedicaré mis últimos minutos de vida a convertir su cara en un montón informe de huesos rotos y sesos pisoteados.
—Le estaré esperando, amigo de los terrestres... ¡Cuando quiera!
El comandante en jefe del Fuerte Dibburn se había curtido al servicio del Imperio. El ambiente de paz de las últimas generaciones hacía imposible que un oficial pudiese acumular un historial excesivamente glorioso, y al igual que sus colegas el coronel no había tenido ocasiones de distinguirse; pero durante su larga y penosa carrera iniciada como cadete había prestado servicios en todas las zonas de la Galaxia, por lo que para él incluso una misión en un planeta tan conflictivo como la Tierra no era más que una tarea adicional. Lo único que deseaba era conservar la apacible rutina de la vida normal. No pedía nada más que eso, y en aras de ello y si era necesario estaba dispuesto a humillarse hasta el extremo de pedir disculpas a una terrestre.
Cuando entró en su despacho Arvardan vio que el coronel parecía estar muy cansado. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado, y su chaqueta adornada con la resplandeciente insignia amarilla de la Nave y el Sol del Imperio colgaba descuidadamente del respaldo de su silla. El coronel hizo crujir distraídamente los nudillos de su mano derecha y observó a Arvardan. Estaba muy serio.
—Todo esto es muy confuso —murmuró—. Sí, es muy confuso... Me acuerdo de usted, joven. Usted es Bel Arvardan, de Baronn, el protagonista de un incidente muy desagradable de no hace mucho tiempo... ¿Es que no puede vivir sin meterse continuamente en líos?
—No soy el único que está metido en un lío, coronel. El resto de la Galaxia también lo está.
—Sí, ya lo sé —contestó el coronel impacientemente—. O al menos sé que eso es lo que usted afirma... Me han dicho que no tiene documentos.
—Me los quitaron, pero soy conocido en el Everest. El mismo Procurador Ennius puede identificarme, y espero que lo haga antes de que haya anochecido.
—Ya veremos —dijo el coronel. Cruzó los brazos ante él y echó su sillón hacia atrás—. Bien, ¿y ahora qué le parece si me cuenta su versión de la historia?
—Me he enterado de la existencia de una peligrosa conspiración tramada por un pequeño grupo de terrestres que se proponen derrocar al gobierno imperial por la fuerza, y si lo que sé no llega inmediatamente a oídos de las autoridades correspondientes, los conspiradores tendrán éxito y conseguirán destruir no sólo al gobierno imperial, sino también a una gran parte del mismo Imperio.
—Creo que va demasiado lejos al hacer esa afirmación tan audaz y apresurada, joven. Estoy dispuesto a aceptar que los terrestres son muy capaces de sublevaciones altamente molestas, de sitiar este fuerte imperial y de causar destrozos considerables..., pero no creo ni por un momento que estén en condiciones de expulsar a las fuerzas imperiales de este planeta, y menos aún de destruir el gobierno imperial. Aun así, estoy dispuesto a escucharle mientras me expone los detalles de esta..., de esta supuesta conspiración suya.
—Coronel, por desgracia la gravedad de la amenaza es tan grande que creo imprescindible que el Procurador en persona se entere de los detalles; por lo que solicito que me ponga en comunicación con él ahora mismo si no tiene inconveniente en ello.
—No nos apresuremos demasiado. Supongo que sabe que el hombre al que trajo prisionero con usted es el secretario del Primer Ministro, que es miembro de la Sociedad de Ancianos y alguien muy importante entre los terrestres, ¿no?
—¡Pues claro que lo sé!
—¿Y usted insiste en que es uno de los principales cabecillas de la conspiración de la que me habla?
—Lo es...
—¿Qué pruebas tiene de ello?
—Coronel, estoy seguro de que me comprenderá si le digo que no puedo hablar de este asunto con nadie que no sea el Procurador Ennius.
—¿Acaso pone en duda mi competencia para ocuparme de este asunto? —preguntó el coronel frunciendo el ceño mientras se estudiaba las uñas.
—En absoluto, coronel. Se trata sencillamente de que el Procurador Ennius es el único que tiene la autoridad necesaria para tomar las medidas drásticas que requiere la gravedad del asunto.
—¿A qué clase de medidas drásticas se refiere?
—Cierto edificio de la Tierra debe ser bombardeado y destruido por completo en algún momento dentro de las próximas treinta horas, o de lo contrario la mayoría de los habitantes del Imperio o quizá todos ellos morirán irremisiblemente.
—¿De qué edificio se trata? —preguntó el coronel con voz de apacible.
—Le ruego que me permita hablar con el Procurador Ennius —replicó Arvardan.
Hubo un silencio cargado de tensión.
—¿Es consciente de que ha secuestrado por la fuerza a un terrestre y de que puede ser juzgado y castigado por las autoridades de la Tierra? —preguntó secamente el coronel—. Lo habitual es que el gobierno imperial proteja a sus ciudadanos por una cuestión de principios, y casi siempre se insiste en que el proceso se lleve a cabo según las leyes galácticas; pero la situación actual en la Tierra es bastante delicada, y he recibido instrucciones terminantes de evitar cualquier posible motivo de fricción. Por lo tanto y si no contesta con claridad a mis preguntas, usted y sus compañeros serán entregados a la policía terrestre... No tendré más remedio que hacerlo, ¿comprende?
—¡Pero eso equivaldría a una condena a muerte..., incluso para usted! Coronel, soy ciudadano del Imperio y solicito una audiencia con el Procu...
Arvardan fue interrumpido por el zumbido del intercomunicador que había encima del escritorio. El coronel se volvió hacia él y pulsó un botón.
—¿Sí?
—Señor, una turba de nativos ha rodeado el fuerte —dijo una voz firme y clara—. Se cree que están armados.
—¿Ha habido actos de violencia?
—No, señor.
El rostro del coronel no reflejó ninguna emoción. Había sido educado precisamente para aquel tipo de situaciones.
—Preparen la artillería y las aeronaves, y que todos los hombres acudan a sus puestos de combate. No hagan fuego salvo en defensa propia. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor. Un terrestre con bandera de parlamentario solicita ser recibido.
—Que entre en el fuerte..., ah, y envíeme también al secretario del Primer Ministro. —El coronel se volvió hacia el arqueólogo y le contempló sin inmutarse—. Espero que comprenda la gravedad del conflicto que ha provocado.
—¡Solicito estar presente durante la entrevista! —gritó Arvardan, al que la furia casi hacía desvariar—. También le exijo que me explique por qué permitió que estuviera encerrado durante horas mientras usted conversaba con un traidor nativo, y le informo de que no ignoro que se entrevistó con él antes de recibirme.
—¿Me está acusando de algo, señor? —preguntó el coronel, levantando la voz tanto como lo había hecho Arvardan—. En ese caso, le ruego que sea claro.
—No le acuso de nada, pero le recuerdo que a partir de este momento usted será el único responsable de sus actos y que en el futuro, si es que hay algún futuro, quizá sea recordado como el hombre cuya testarudez destruyó a todo su pueblo.
—¡Cállese, doctor Arvardan! Una cosa está clara, y es que no soy responsable ante usted. A partir de ahora manejaremos este asunto a mi manera. ¿Me ha entendido?
El secretario entró por la puerta que un soldado mantenía abierta. Sus labios amoratados e hinchados se curvaban en una débil y gélida sonrisa. Hizo una reverencia al coronel y pareció pasar por alto la presencia de Arvardan.
—Señor, he comunicado al Primer Ministro los detalles de su presencia en este lugar y la forma en que llegó aquí —dijo el coronel—. Naturalmente, su permanencia aquí viola todas las reglas, y tengo el firme propósito de dejarle en libertad lo antes posible; pero también tengo aquí al doctor Arvardan, que como usted probablemente sabe ha presentado una acusación muy grave contra su persona. Dadas las circunstancias actuales, debemos averiguar si hay algo de cierto en esa acusación, y...
—Lo comprendo, coronel —replicó secamente el secretario—, pero como ya le he explicado antes creo que este hombre apenas lleva dos meses en la Tierra, por lo que su desconocimiento de nuestra política interna es prácticamente total. Le aseguro que dispone de una base muy poco firme sobre la que sostener cualquier acusación.
—Soy arqueólogo, y durante los últimos tiempos me he especializado en el estudio de la Tierra y en sus costumbres —dijo Arvardan en un tono bastante encolerizado—. Mis conocimientos sobre su política interior son bastante profundos y, de todas maneras, no soy el único que hace esa acusación.
El secretario no miró al arqueólogo ni entonces ni después. Cada vez que hablaba se dirigía exclusivamente al coronel.
—Uno de nuestros científicos también está complicado en este asunto —dijo—. Es un anciano muy próximo a cumplir los sesenta años, por lo que sufre delirios de persecución. También se halla involucrado otro hombre de antecedentes desconocidos, y que parece sufrir un cierto retraso mental. No me parece que sea un trío de acusadores muy digno de confianza, coronel.
—¡Exijo ser escuchado! —exclamó Arvardan poniéndose en pie.
—Siéntese —ordenó secamente el coronel—. Se ha negado a hablar del asunto conmigo, ¿no? Bien, pues ahora mantenga su negativa... Que entre el hombre que ha venido con la bandera de parlamentario.
Era otro miembro de la Sociedad de Ancianos, y cuando vio al secretario la única señal de emoción que dio fue un fugaz parpadeo. El coronel se puso en pie.
—¿Habla en nombre de la gente que está fuera? —preguntó.
—Sí, señor.
—Bien, entonces he de suponer que esta reunión tumultuosa e ilegal tiene como objetivo exigir que les devolvamos a este compatriota suyo, ¿no?
—Sí, señor. Debe ser puesto en libertad inmediatamente.
—¡Ya! Pero los intereses de la ley y el orden y el respeto debido a los representantes de Su Majestad Imperial en este mundo requieren que el asunto no sea discutido mientras haya hombres reunidos en rebelión armada contra nosotros. Tendrá que ordenar a sus compañeros que se dispersen.
—El coronel tiene toda la razón, hermano Cori —intervino afablemente el secretario—. Le ruego que calme a la gente. Estoy totalmente a salvo, y no hay ningún peligro..., para nadie. ¿Me ha entendido, hermano? Para nadie... Le doy mi palabra de Anciano al respecto.
—De acuerdo, hermano, y me alegra ver que se encuentra bien.
El emisario fue acompañado hasta la puerta.
—Haremos que salga de aquí sano y salvo en cuanto la ciudad haya vuelto a la normalidad —dijo secamente el coronel—, y le agradezco su actitud de cooperación en este conflicto que acaba de resolverse felizmente.
—¡Lo prohíbo! —exclamó Arvardan volviendo a ponerse en pie—. ¿Piensa dejar en libertad a este hombre que planea asesinar a toda la raza humana, mientras que me impide ejercer mis derechos como ciudadano galáctico obteniendo una entrevista con el Procurador Ennius? ¿Es que piensa tratar con más consideración a un asqueroso terrestre que a mí? —acabó gritando en un paroxismo de frustración.
El secretario empezó a hablar apenas hubo terminado el estallido de furia casi incoherente de Arvardan.
—Coronel, si es lo que desea este hombre, yo no tengo ningún inconveniente en permanecer aquí hasta que mi caso sea sometido a la consideración del Procurador Ennius. Una acusación de traición es algo muy grave, y por muy absurda que pueda parecer, la mera sospecha podría llegar a ser suficiente para anular los servicios futuros que puedo prestar a mi pueblo. Así pues, le agradecería sinceramente que me brindase una oportunidad de demostrar al Procurador Ennius que el Imperio no tiene un servidor más leal que yo.
—Admiro sus sentimientos, señor secretario —replicó el coronel en un tono muy serio—, y le confieso que si me encontrara en su situación mi actitud sería muy distinta. Su pueblo puede sentirse orgulloso de usted... Intentaré comunicarme con el Procurador Ennius.
Arvardan no volvió a abrir la boca hasta que le condujeron a su alojamiento.
El arqueólogo esquivó las miradas de sus compañeros. Permaneció sentado e inmóvil durante largo rato mordisqueándose un nudillo con los dientes.
—¿Y bien? —acabó preguntando Shekt.
—Faltó poco para que lo estropease todo —respondió Arvardan meneando la cabeza.
—¿Qué hizo?
—Perdí los estribos, ofendí al coronel, no conseguí nada... Me temo que no he nacido para diplomático, Shekt. —Arvardan experimentó una súbita necesidad de disculparse—. ¿Qué podía hacer? —gritó—. Balkis ya había hablado con el coronel, de modo que no podía confiar en él. ¿Y si le habían ofrecido perdonarle la vida? ¿Y si había tomado parte en la conspiración desde el primer momento? Sé que son sospechas absurdas, pero no podía correr ese riesgo... Desconfiaba demasiado de él, así que quería ver a Ennius en persona.
El físico se incorporó con las manos sarmentosas entrelazadas a la espalda.
—¿Entonces Ennius vendrá?
—Supongo que sí, pero únicamente porque Balkis solicitó que viniera..., y eso es algo que no entiendo.
—¿Balkis pidió que viniera? Entonces Schwartz debe estar en lo cierto...
—¿Qué dijo Schwartz?
El terrestre bajito y regordete estaba sentado en su catre. Cuando todas las miradas se volvieron hacia él se encogió de hombros y movió las manos en un gesto de impotencia.
—Capté el contacto mental del secretario cuando pasó delante de nuestro cuarto hace unos momentos. Estaba claro que había mantenido una larga conversación con el mismo oficial con el que habló usted.
—Lo sé.
—Pero no había ni rastro de traición presente en la mente del oficial.
—Bien, entonces me equivoqué —comentó Arvardan tristemente—. Cuando venga Ennius tendré que tragar mi ración de bilis... ¿Y qué me dice de Balkis?