Un guijarro en el cielo (29 page)

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Authors: Isaac Asimov

—No pierdas el tiempo con él —dijo Pola con dulzura mirando a Arvardan—. Deja que hable y que termine de una vez.

Arvardan le sonrió. Fue una sonrisa extraña y casi espasmódica, porque tuvo que hacer un gran esfuerzo para ponerse en pie y conservar un equilibrio tambaleante y tembloroso.

Balkis dejó escapar una leve risita y recorrió lentamente la distancia que le separaba del arqueólogo de Sirio. Después extendió una mano con idéntica lentitud, la apoyó sobre el robusto pecho de Arvardan..., y empujó.

Sus brazos entumecidos no respondieron a la orden de iniciar un movimiento defensivo que envió el cerebro de Arvardan, y sus músculos todavía insensibles no consiguieron reaccionar con la rapidez suficiente para ajustar el equilibrio corporal al repentino cambio de postura, y Arvardan cayó al suelo.

Pola lanzó un gemido, y también empezó a bajar lentamente de su losa de plástico obligando a sus músculos y huesos rebeldes a que obedecieran su voluntad.

Balkis dejó que la muchacha se arrastrase hacia Arvardan.

—Ah, su fuerte y valeroso amante espacial... —dijo—. ¡Vamos, muchacha, corra hacia él! ¿A qué está esperando? Abrace a su héroe y apóyese contra su pecho para olvidar que está empapado por el sudor y la sangre de mil millones de terrestres martirizados... Ahí yace el heroico espacial, derribado por el empujoncito insignificante que le ha dado un terrestre.

Pola había conseguido arrodillarse al lado de Arvardan y sus dedos se movían bajo sus cabellos buscando sangre o la blandura fatal indicadora de una fractura ósea. Los ojos de Arvardan se fueron abriendo lentamente y sus labios se movieron articulando un «Estoy bien...» inaudible.

—¡Es usted un cobarde! —exclamó Pola—. ¿Cómo es capaz de luchar con un hombre que está medio paralizado y enorgullecerse de su pírrica victoria? Bel, te aseguro que hay muy pocos terrestres como él...

—Lo sé, porque de lo contrario tú no serías terrestre —logró decir Arvardan.

—Como les he dicho hace unos momentos, sus vidas están condenadas —murmuró el secretario mientras se erguía—, pero a pesar de eso aún pueden ser compradas. ¿Les interesa conocer el precio?

—Si se encontrara en nuestra situación le interesaría muchísimo saberlo —replicó orgullosamente Pola—. Estoy absolutamente segura de ello.

—Silencio, Pola —intervino Arvardan, que aún no había conseguido recuperar del todo el aliento—. ¿Qué nos propone?

—Oh, ¿está dispuesto a venderse? —preguntó Balkis—. ¿Igual que yo, por ejemplo? ¿Igual que haría un vil terrestre?

—Nadie sabe mejor que usted mismo lo que es —replicó Arvardan—. En cuanto al resto de lo que ha dicho, no me estoy vendiendo, sino que compro la vida de Pola.

—Me niego a ser comprada —dijo Pola.

—Muy conmovedor —comentó el secretario—. Se rebaja hasta el nivel de nuestras mujeres..., de nuestras terraquejas, y aún es capaz de jugar a sacrificarse.

—¿Qué nos propone? —insistió Arvardan.

—Ahora lo sabrán. Resulta evidente que se ha producido una filtración y que nuestros planes han sido descubiertos. No es difícil saber cómo llegaron hasta el doctor Shekt, pero no entiendo cómo llegaron al Imperio; por lo que nos gustaría averiguar qué sabe exactamente el Imperio... No me refiero a lo que usted ha averiguado, Arvardan, sino a lo que sabe el Imperio en estos momentos.

—Soy arqueólogo, no espía —replicó secamente Arvardan—, y no tengo ni idea de lo que sabe el Imperio..., pero espero que sepa mucho.

—Ya me lo imaginaba. Bien, quizá cambie de idea... Voy a dejar que lo piensen.

Schwartz no había intervenido durante todo aquel tiempo, y ni tan siquiera había levantado la mirada.

El secretario aguardó en silencio unos momentos.

—Voy a dejar bien claro el precio de no colaborar con nosotros —dijo, y su voz ya no sonaba tan tranquila como antes—. No será simplemente la muerte, porque tengo la seguridad de que todos ustedes están preparados para enfrentarse a esa desagradable e inevitable eventualidad. El doctor Shekt y su hija, que desgraciadamente para ella está seriamente complicada en el caso, son ciudadanos de la Tierra. Teniendo en cuenta las circunstancias, creo que lo más adecuado será que ambos sean sometidos a tratamiento con el sinapsificador. ¿Entiende lo que acabo de decir, doctor Shekt?

Los ojos del físico reflejaban un pánico atroz.

—Sí, ya veo que lo ha entendido —comentó Balkis—. Naturalmente, se puede ajustar el sinapsificador para que dañe el tejido cerebral hasta el extremo de obtener una imbecilidad total... Es un estado deplorable, créanme: el resultado de ello es una persona que debe ser alimentada para que no muera de inanición, que vive en la mugre a menos que otros cuiden de su aseo, que debe ser encerrada para que no horrorice a quienes la rodean... Servirán de ejemplo para los demás en el gran día que no tardará en llegar. En cuanto a usted y a su amigo Schwartz —añadió el secretario volviéndose hacia Arvardan— son ciudadanos del Imperio y, por lo tanto, nos servirán para llevar a cabo un experimento muy interesante. Nunca hemos probado el virus concentrado de la fiebre en un par de perros de la Galaxia... Será interesante averiguar hasta qué punto son exactos nuestros cálculos. Si diluimos lo suficiente la dosis que hay que inyectar, la enfermedad seguirá su curso durante una semana hasta el inevitable desenlace final. El proceso será altamente doloroso. —Hizo una pausa y les contempló con los párpados entrecerrados—. La alternativa a todo eso es muy sencilla y mucho más agradable: basta con algunas palabras bien escogidas. ¿Qué sabe el Imperio? ¿Hay otros espías en activo actualmente? ¿Cuáles son sus planes, si es que los tienen, y cómo podemos contrarrestarlos?

—¿Qué garantía tenemos de que no nos matará en cuanto le hayamos proporcionado la información que desea? —preguntó el doctor Shekt con un hilo de voz.

—Tienen la garantía de que si se niegan a proporcionarme esa información morirán de una manera horrible, así que deben correr el riesgo de la alternativa. Bien, ¿qué me dicen?

—¿No nos concede un plazo para pensarlo?

—¿No es precisamente lo que les estoy dando ahora? Han transcurrido diez minutos desde que entré aquí, y sigo estando dispuesto a escuchar... Bien, ¿tienen algo que decir? ¿Nada? Supongo que comprenderán que el plazo no se va a prolongar indefinidamente, ¿verdad? Arvardan, veo que aún intenta tensar los músculos... Quizá cree que conseguirá llegar hasta mí antes de que haya tenido tiempo de desenfundar mi desintegrador. ¿Y si lo consigue, qué? Fuera hay cientos de Ancianos y guardias, y mis planes seguirán adelante sin mí. Mi ausencia ni tan siquiera afectará al cumplimiento de los castigos que les he prometido. O quizá usted, Schwartz... Usted mató a nuestro agente. Fue usted, ¿verdad? Quizá cree que podrá matarme igual que hizo con él...

Y Schwartz miró a Balkis por primera vez.

—Puedo hacerlo, pero no lo haré —dijo con voz gélida.

—Qué bondadoso es usted...

—Se equivoca. Soy terriblemente cruel, y usted mismo ha dicho que hay cosas peores que la muerte.

Arvardan descubrió que estaba mirando a Schwartz, y sintió que una nueva esperanza se iba adueñando de él.

18
¡El duelo!

La mente de Schwartz se había convertido en un torbellino. Sentía una extraña tranquilidad tan intensa que casi resultaba absurda. Una parte de él parecía tener el control absoluto de la situación, y otra parte no podía creerlo. Le habían aplicado el tratamiento paralizador después que a los demás, e incluso el doctor Shekt se estaba sentando mientras que Schwartz apenas podía mover poco más que un brazo. Y mientras contemplaba el rostro sonriente e infinitamente maligno y cruel del secretario, empezó el duelo...

—Al principio, yo estaba en su bando a pesar de que usted planeaba matarme —dijo Schwartz—. Creía comprender sus sentimientos y sus intenciones, pero las mentes de las otras personas que se encuentran aquí son relativamente inocentes y puras en tanto que la suya es..., es indescriptiblemente horrenda. Usted no lucha por los terrestres, sino para obtener más poder personal. No veo en usted una imagen de la Tierra libre, sino de la Tierra nuevamente esclavizada. No veo en usted la destrucción del poder del Imperio, sino su sustitución por una dictadura personal..., la suya.

—Así que ve todo eso, ¿eh? —replicó Balkis—. Bien, por mí puede ver lo que le dé la gana... Después de todo, la información que puede proporcionarme no es tan importante como para que deba aguantar sus impertinencias. Parece ser que hemos adelantado la hora del golpe. ¿Se lo esperaban? Es sorprendente lo que se puede llegar a conseguir ejerciendo la presión adecuada sobre las personas, incluso cuando éstas te habían jurado una y otra vez que no se podía ir más deprisa. ¿También ha visto eso, mi melodramático lector de pensamientos?

—No —respondió Schwartz—. No buscaba ese dato, y lo pasé por alto... Pero ahora sí puedo verlo. Dos días..., no, menos... Veamos... Martes..., seis de la mañana, hora de Chica.

Y de repente el desintegrador estaba en la mano del secretario. Balkis fue rápidamente hacia la losa de plástico sobre la que yacía Schwartz y se inclinó sobre sus tensas facciones.

—¿Cómo lo ha sabido?

Schwartz se envaró. Sus antenas mentales se extendieron y empezaron a tantear. En el aspecto físico, los músculos de sus mandíbulas se contrajeron y sus cejas se fruncieron hacia abajo; pero todo aquello eran detalles sin importancia, meras consecuencias involuntarias del verdadero esfuerzo. Aquello con lo que estaba buscando el contacto mental de Balkis y se aferraba a él se encontraba dentro del cerebro de Schwartz.

Para Arvardan, que sentía el precioso derroche de segundos, la escena no tenía sentido. La repentina inmovilidad y el silencio del secretario no eran significativos.

—Lo tengo... —murmuró Schwartz con voz entrecortada—. Quítele el arma... No puedo seguir conteniéndole...

Su voz se cortó con un gruñido.

Y entonces Arvardan lo comprendió todo, y se puso a cuatro patas. Después volvió a erguirse lenta y dificultosamente utilizando todas sus reservas de energía hasta que consiguió quedar en pie. Pola intentó acompañarle en su movimiento, pero no lo logró. Shekt se deslizó fuera de la losa de plástico y cayó sobre sus rodillas. Schwartz fue el único que permaneció inmóvil con el rostro contorsionado.

El secretario parecía estar fascinado por la mirada de la Medusa. La transpiración iba perlando lentamente la lisa piel de su frente, y su rostro inexpresivo no reflejaba ninguna emoción. Sólo su mano derecha, que empuñaba el desintegrador, daba muestras de vida. Si se la observaba con atención se podía ver que temblaba levemente, y se notaba la curiosa flexión del dedo sobre el botón de disparo. El dedo ejercía una presión suave que no bastaba para activar el arma, pero insistía en ella una y otra vez...

—Siga sujetándole —jadeó Arvardan con una alegría feroz—. Se apoyó contra el respaldo de una silla e intentó recuperar el aliento—. Espere a que haya llegado hasta él.

Empezó a moverse arrastrando los pies. Era como una pesadilla en la que pisaba melaza o intentaba nadar entre el alquitrán. Arvardan forzó sus músculos torturados y avanzó..., despacio, muy despacio.

No era ni podía ser consciente del duelo mortal que se estaba librando delante de él.

El secretario tenía un solo propósito, y éste consistía en reunir una pequeña cantidad de fuerza en su pulgar para moverlo ejerciendo una pequeña presión: exactamente la equivalente a setenta y cinco gramos de peso, porque ésta era la presión requerida para disparar el desintegrador. Para lograr aquello su mente sólo necesitaba dominar un tendón mantenido en un tenso equilibrio y que ya estaba medio contraído, y eso bastaría para..., para...

Schwartz sólo tenía una meta, y ésta consistía en impedir que el pulgar del secretario ejerciese aquella presión; pero la masa caótica de sensaciones que le presentaba el contacto mental del secretario era tan inmensa que Schwartz no lograba identificar la pequeña fracción de la mente que dominaba el pulgar. Eso hacía que no le quedase más remedio que esforzarse en lograr una parálisis total.

El contacto mental del secretario forcejeaba y se rebelaba contra el poder de Schwartz. El todavía inexperto control que era capaz de ejercer el hombre del pasado debía luchar contra una mente veloz, aún más aguzada por la amenaza que pesaba sobre ella. La mente del secretario permanecía quieta y como a la expectativa durante unos segundos, y de repente tiraba desesperadamente de un músculo o de otro en un esfuerzo brutal.

La situación de Schwartz era muy parecida a la de un luchador que consigue inmovilizar a su rival y que debe conservar la ventaja obtenida a cualquier precio, a pesar de la frenética resistencia que opone su prisionero.

Pero nada de todo aquello tenía un reflejo exterior. Lo único visible eran las contracciones nerviosas de la mandíbula de Schwartz o el temblor de sus labios ensangrentados por la mordedura de sus dientes, y el ocasional movimiento casi imperceptible del pulgar del secretario que seguía luchando..., luchando...

Arvardan se detuvo para descansar. No quería hacerlo, pero no le quedaba más remedio. Su dedo estirado ya casi rozaba la túnica del secretario, y por un momento le pareció que sería incapaz de seguir moviéndose. Sus pulmones doloridos no conseguían bombear el aire que tanto necesitaban sus miembros entumecidos. Sus ojos estaban nublados por las lágrimas del esfuerzo y su mente se hallaba envuelta en una neblina de dolor.

—Unos momentos más, Schwartz —jadeó—. No le suelte..., no le suelte...

—No puedo..., no puedo... —murmuró Schwartz.

Schwartz tenía la impresión de que el mundo se le escapaba para perderse en un caos de turbiedad opaca. Las antenas de su mente estaban rígidas y se habían vuelto casi insensibles.

El pulgar del secretario volvió a ejercer presión sobre el botón, pero éste no cedió. La presión fue aumentando lentamente.

Schwartz sentía que los ojos le iban a saltar de las órbitas y que las venas se dilataban en su frente. Podía percibir la sensación de triunfo que estaba invadiendo la mente de su rival...

Y Arvardan saltó. Su cuerpo rígido que se negaba a dejarse vencer por la parálisis cayó hacia delante, con los brazos extendidos moviéndose frenéticamente de un lado a otro.

El debilitado secretario que ya estaba medio prisionero de una mente ajena cayó con él. El arma salió despedida hacia un lado y rebotó sobre el duro suelo.

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