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Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (13 page)

—¡Que no es feliz aquí! ¡Pero si le estamos tratando mejor que si fuese un millonario espacial!

—¿Y qué importa eso? El pobre hombre está acostumbrado a su granja y a la compañía de su familia. Pasó allí toda su vida, ¿entiendes? Ahora acaba de sufrir una experiencia espantosa y quizá también bastante dolorosa, y su mente ha empezado a funcionar de otra manera. No puedes pretender que lo comprenda, papá. Debemos tener en cuenta sus derechos como ser humano y permitir que vuelva con su familia.

—Pero Pola... La causa de la ciencia...

—¡Oh, paparruchas! ¿Qué me importa a mí la causa de la ciencia? ¿Qué crees que opinará la Hermandad cuando se entere de que has estado haciendo experimentos sin su autorización? ¿Crees que a ellos les interesa lo más mínimo la causa de la ciencia? Si no quieres pensar en Schwartz, piensa al menos en ti mismo. Cuanto más tiempo esté retenido aquí, más aumentan las probabilidades de que te descubran. Envía a Schwartz a su casa mañana por la noche tal y como pensabas hacer en un principio. ¿Me has oído, papá? Ahora bajaré para ver si Schwartz necesita algo antes de almorzar.

Pero Pola regresó antes de que hubieran transcurrido cinco minutos. Tenía el semblante cubierto de sudor y tan blanco como la tiza.

—¡Papá, se ha ido!

—¿Quién se ha ido? —preguntó Shekt dando un respingo.

—¡Schwartz! —gritó Pola al borde de las lágrimas—. Oh papá... Se te debió de olvidar cerrar la puerta con llave cuando saliste de su habitación.

—¿Cuánto hace que se ha ido? —preguntó Shekt.

Se puso en pie y tuvo que apoyar una mano sobre la mesa para no tambalearse.

—No lo sé, pero no puede haber pasado mucho tiempo... ¿Cuándo estuviste allí por última vez?

—No hace ni un cuarto de hora... Cuando entraste llevaba como mucho un par de minutos aquí.

—Bien —exclamó Pola con súbita decisión—. Quizá esté vagando por los alrededores, así que iré a echar un vistazo. Tú te quedarás aquí. Si alguien le detiene no deben relacionarle contigo. ¿Me has entendido?

Shekt estaba tan aturdido que sólo consiguió asentir en silencio.

Cambiar el encierro de su habitación en el hospital por los grandes espacios de la ciudad no había hecho que Joseph Schwartz se sintiera más animado. No se había engañado a sí mismo diciéndose que contaba con un plan de acción, pues Schwartz sabía muy bien que se estaba limitando a improvisar a cada momento.

Si había algún impulso irracional que guiara sus pasos (y que se diferenciase del simple deseo ciego de cambiar la inactividad por una actividad de cualquier tipo), éste era la esperanza de que el tropiezo casual con alguna faceta de la existencia pudiera devolverle la memoria perdida. Schwartz había llegado a estar totalmente convencido de que padecía amnesia.

Pero el primer vistazo a la ciudad resultó bastante descorazonador. La tarde ya estaba avanzada, y Chica tenía un aspecto blanco lechoso bajo la luz del sol. Los edificios parecían construidos de porcelana, como aquella casita en el campo que había encontrado antes.

Un instinto profundamente arraigado en su interior le decía que las ciudades debían ser marrones y rojas, y que debían estar mucho más sucias. Schwartz estaba seguro de ello.

Empezó a caminar sin apresurarse. Algo le hacía sospechar que no sería objeto de una búsqueda organizada. Lo sabía sin comprender cómo había llegado a saberlo, y lo cierto era que durante los últimos días Schwartz se había ido volviendo cada vez más sensible a la «atmósfera», a la «sensación» de las cosas que le rodeaban. Eso formaba parte del enigma en que se había convertido su mente desde que..., desde que...

El pensamiento se disipó antes de que hubiera podido llegar a formarse.

Y estaba claro que en el hospital reinaba una atmósfera de clandestinidad que le había parecido estaba impregnada de temor, así que no armarían ningún escándalo para perseguirle. Schwartz lo sabía, sí, ¿pero por qué tenía que saberlo? ¿Sería posible que aquella extraña y nueva actividad de su mente tuviera alguna relación con lo que ocurría en los casos de amnesia?

Cruzó otra calle. Los vehículos con ruedas eran relativamente escasos. Los peatones eran..., bueno, eran peatones. Sus prendas resultaban un poco cómicas: no tenían costuras ni botones y tendían a lo multicolor. Pero a las suyas les ocurría lo mismo, claro. Schwartz se preguntó dónde estaría la ropa que llevaba puesta antes, y enseguida se preguntó si alguna vez habría llegado a tener ropas como las que recordaba. Cuando empiezas a dudar de tu memoria resulta muy difícil sentirse seguro de algo.

Pero Schwartz se acordaba con gran claridad de su esposa y de sus hijos. No podían ser creaciones de su imaginación. Se quedó inmóvil al borde de la acera e intentó recuperar la calma que había perdido tan de repente. Quizá su esposa y sus hijos no eran más que versiones deformadas de personas reales a las que debía encontrar en aquella vida de apariencia tan absurda.

La gente tropezaba con él al ir y venir por la calle, y algunas personas murmuraban frases hostiles. Schwartz reanudó la marcha, y de repente se le ocurrió que tenía apetito o que lo tendría muy pronto, y que carecía de dinero.

Miró a su alrededor. No había nada parecido a un restaurante a la vista. Bueno, ¿y cómo lo sabía? No era capaz de leer los carteles, ¿verdad?

Empezó a estudiar el interior de todos los establecimientos ante los que pasaba, y acabó encontrando uno que consistía en un salón con mesitas aisladas. En una de ellas había sentados dos hombres, y en otra había un hombre solo; y los tres estaban comiendo.

Por lo menos aquello no había cambiado. Cuando comían los seres humanos aún masticaban y tragaban.

Entró y se quedó inmóvil unos momentos contemplando el local con expresión sorprendida. No había barra, nadie cocinaba y no se veían rastros de que hubiese una cocina. Schwartz había pensado en ofrecerse a lavar los platos sucios a cambio de que le dieran de comer, ¿pero a quién podía dirigirse para ofrecer sus servicios como lavaplatos?

Se acercó recelosamente a los dos comensales.

—¡Comida! —articuló con dificultad mientras señalaba con el dedo—. ¿Dónde? Por favor...

Los dos hombres le miraron con cierta perplejidad. Uno de ellos habló muy deprisa diciendo algo incomprensible, y golpeó con la palma de la mano una estructura de pequeñas dimensiones instalada en el extremo de la mesa que se unía a la pared. El otro le imitó con más impaciencia.

Schwartz bajó la mirada. Se dio la vuelta disponiéndose a marcharse, y de repente sintió una mano sobre su manga...

Granz se había fijado en Schwartz cuándo éste sólo era un rostro regordete y preocupado pegado al escaparate que espiaba el interior.

—¿Qué querrá ese tipo? —había preguntado.

Messter, que estaba sentado al otro lado de la mesita dando la espalda a la calle, giró la cabeza, le miró, se encogió de hombros y no dijo nada.

—Está entrando —comentó Granz.

—¿Y qué? —replicó Messter.

—Nada. Era hablar por hablar...

Pero un momento después el recién llegado se acercó a ellos después de haber contemplado con expresión aturdida cuanto les rodeaba, y señaló el guiso de carne.

—¡Comida! ¿Dónde? Por favor... —dijo con acento extraño.

—La comida está aquí, compañero —replicó Granz levantando la vista—. Acerque una silla a la mesa que prefiera y utilice el alimentómata..., ¡el alimentómata! ¿No sabe lo que es? Fíjate en ese pobre idiota, Messter. Me mira como si no entendiera ni una sola palabra de lo que le estoy diciendo... Eh, compañero... Sí, esta cosa de aquí. Mire, eche una moneda dentro y déjeme comer en paz, ¿de acuerdo?

—No le hagas caso —gruñó Messter—. No es más que un mendigo que pide limosna.

—¡Eh, espere! —exclamó Granz, y cogió a Schwartz por la manga cuando éste se volvía para irse—. Dejemos que coma —le dijo a Messter en voz baja—. Probablemente no le falta mucho para llegar a los sesenta, así que lo menos que puedo hacer es echarle una mano—. Eh, amigo, ¿tiene dinero? Gran Galaxia, parece que sigue sin entenderme... ¡Dinero, amigo, dinero! Esto... —Sacó de su bolsillo una reluciente moneda de medio crédito y la hizo girar entre sus dedos para que reflejase la luz—. ¿Tiene algo? —insistió.

Schwartz meneó lentamente la cabeza.

—¡Bueno, pues entonces le invito! —dijo Granz.

Volvió a guardar el medio crédito en su bolsillo y le ofreció una moneda bastante más pequeña.

Schwartz la cogió después de un leve titubeo.

—Muy bien... Y ahora no se quede ahí parado. Métala en el alimentómata..., en este aparato de aquí.

Y de repente Schwartz lo comprendió todo. El alimentómata tenía un serie de ranuras para las monedas de distintos tamaños, y otra serie de protuberancias circulares colocadas frente a rectangulitos blancos cuyas inscripciones no podía leer. Schwartz señaló la comida que había encima de la mesa, y deslizó el índice sobre la hilera de protuberancias mientras arqueaba las cejas y ponía cara de interrogación.

—No se conforma con un bocadillo, ¿eh? —comentó Messter, cada vez más asombrado—. Parece que los mendigos de esta ciudad se han vuelto muy aristocráticos últimamente... No se gana nada ayudándoles, Granz.

—Bah, sólo me costará ochenta y cinco céntimos de crédito, y de todas formas mañana es día de paga... Adelante, sírvase —añadió dirigiéndose a Schwartz. Metió las monedas en el alimentómata y sacó un recipiente metálico de un pequeño nicho que se abrió en la pared—. Ahora lléveselo a otra mesa... No, guárdese el cambio. Le servirá para tomar una taza de té.

Schwartz se apresuró a llevar el recipiente a una mesa cercana. En un lado del recipiente había una cuchara adherida mediante una cinta transparente que se rompió bajo la presión de su uña; y simultáneamente la tapa del recipiente se abrió en una juntura casi invisible y se dobló sobre sí misma.

A diferencia de lo que estaban comiendo los dos hombres, su guiso estaba frío, pero era un detalle sin importancia. Un minuto más tarde Schwartz notó que la comida se iba calentando poco a poco, y que el recipiente estaba perceptiblemente más caliente al tacto. Se alarmó un poco, dejó de comer y esperó.

El guiso despidió unas nubecillas de vapor y después burbujeó durante un rato. Schwartz esperó a que se hubiese enfriado un poco y acabó de comer.

Granz y Messter seguían allí cuando se marchó, igual que el tercer hombre al que Schwartz no había prestado ni la más mínima atención durante todo el tiempo que estuvo dentro del local.

Y después de haber salido del Instituto tampoco se había fijado en el hombrecillo delgado que, sin dar en ningún momento la impresión de que le seguía, había conseguido no perder de vista a Schwartz hasta entonces.

Después de darse una ducha y cambiarse de ropa, Bel Arvardan satisfizo su intención original de observar la subespecie terrestre del animal humano en su medio ambiente nativo. El clima era agradable, la brisa suave y refrescante y la aldea —perdón, la ciudad— misma ofrecía un aspecto resplandeciente, limpio y apacible.

No estaba nada mal.

«Chica, primera etapa —pensó Arvardan—. La mayor concentración de terrestres que existe en todo el planeta. Después Washenn, capital de la Tierra... ¡Y luego Senloo, Senfran, Bonair!» Había trazado un itinerario por todos los continentes occidentales (donde vivía la mayor parte de la escasa y altamente dispersa población de la Tierra), y si pasaba dos o tres días en cada ciudad se encontraría de regreso en Chica a tiempo para estar presente cuando llegara la nave en que emprendería su expedición.

Sería un viaje muy instructivo.

Entró en un local de alimentómatas cuando empezaba a declinar la tarde, y mientras comía observó el pequeño drama que se desarrolló entre los dos terrestres que habían entrado poco después que él y el hombre regordete de mediana edad que apareció más tarde; pero su contemplación fue indiferente y casual, y Arvardan se limitó a archivarla en su mente como un detalle pintoresco que compensaba la desagradable experiencia que había tenido en el estratosférico. Resultaba obvio que los dos hombres se ganaban la vida conduciendo aerotaxis y que no eran ricos, pero sin embargo se mostraron caritativos.

El mendigo abandonó el local, y Arvardan hizo lo mismo dos minutos después.

La jornada laboral tocaba a su fin, y las calles estaban visiblemente más transitadas.

Arvardan se apresuró a hacerse a un lado para no chocar con una muchacha.

—Disculpe —dijo.

La muchacha vestía una prenda blanca que tenía las líneas estereotipadas típicas de un uniforme, y parecía no haberse dado cuenta de que habían estado a punto de chocar. La expresión de ansiedad de su rostro, la forma en que giraba la cabeza hacia uno y otro lado y su aire de preocupación general hacían que la situación resultara obvia.

Arvardan rozó su hombro con un dedo.

—¿Puedo serle de utilidad en algo, señorita?

La muchacha le lanzó una mirada asombrada. Arvardan calculó su edad entre los diecinueve y los veintiún años, y observó con atención su cabellera castaña y sus ojos oscuros, sus pómulos altos y su mentón pequeño, la cintura fina y la esbeltez general del cuerpo. De repente descubrió que el saber que aquella personita del sexo femenino era terrestre daba una especie de picardía perversa a su atractivo.

Pero la muchacha seguía observándole con expresión desconcertada, y cuando habló lo hizo en un tono de voz tembloroso y entrecortado que parecía indicar que estaba a punto de perder el control de sus nervios.

—Oh, es inútil —dijo—. No se preocupe por mí... Es ridículo pensar que se puede encontrar a una persona cuando no se tiene ni la menor idea del sitio al que ha ido. —Estaba agobiada por la desilusión, y tenía los ojos húmedos. La muchacha se irguió e hizo una profunda inspiración de aire—. ¿Ha visto a un hombre regordete que mide aproximadamente metro sesenta, viste de verde y blanco, va sin sombrero y es bastante calvo?

—¿Cómo? —exclamó Arvardan mirándola asombrado—. ¿Que viste de verde y blanco? Oh, no creo que ese... Oiga, ¿el hombre al que se refiere tiene..., tiene dificultades para hablar?

—¡Sí, sí! ¡Oh, sí! ¿Entonces ha visto a ese hombre?

—Hace menos de cinco minutos estaba ahí dentro comiendo con dos hombres. Son esos de ahí. Eh, ustedes dos...

Arvardan les hizo señas.

—¿Taxi, señor? —preguntó Granz, que fue el primero en llegar.

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