Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
Los vasos altos parecieron surgir de la nada y quedaron colocados en sus nichos correspondientes esperando el momento de ser cogidos.
Arvardan cogió el verde, y por un momento sintió su frescura contra la mejilla. Después se llevó el vaso a los labios y saboreó su bebida.
—Perfecto —comentó, y dejó el vaso sobre el ancho brazo de su cómodo sillón—. Tal y como usted ha dicho, Procurador Ennius, hay miles de planetas radiactivos, pero sólo uno de ellos está habitado..., éste, Procurador.
—Bien... —Ennius hizo chasquear los labios sobre su vaso, y pareció perder parte de su sequedad después de tomar un trago del líquido que contenía—. Puede que la Tierra resulte excepcional en ese sentido, pero considero que es una distinción muy poco envidiable.
—Ah, pero no se trata tan sólo de una cuestión de particularidad estadística —dijo Arvardan con voz decidida hablando entre sorbo y sorbo—. Es algo que va mucho más lejos, y encierra potencialidades inmensas. Los biólogos han demostrado, o afirman haber demostrado, que en los planetas donde la intensidad de la radiactividad existente en la atmósfera y los mares supera cierto punto de la escala de medición nunca llega a desarrollarse la vida..., y la radiactividad de la Tierra supera ese punto por un margen considerable.
—Es interesante. No lo sabía, doctor Arvardan, y supongo que esto constituiría una prueba definitiva de que la vida de la Tierra es fundamentalmente distinta de la del resto de la Galaxia, ¿no? Eso debería satisfacerle, puesto que usted es de Sirio. —El comentario pareció hacerle sentir una alegría sarcástica—. ¿Sabe que el mayor problema con el que se tropieza uno al gobernar este planeta es el de controlar el intenso sentimiento antiterrestre que existe en todo el Sector de Sirio? —añadió a continuación el Procurador Ennius en tono confidencial—. Y los terrestres devuelven ese odio con creces, desde luego... No estoy afirmando que el sentimiento antiterrestre no exista de forma más o menos difusa en muchos lugares de la Galaxia, naturalmente, pero nunca con tanta intensidad como en el Sector de Sirio.
Arvardan respondió en un tono apasionado e impregnado de vehemencia.
—Procurador Ennius, rechazo lo que usted quiere dar a entender —dijo—. Le aseguro que soy el más tolerante de los hombres. Creo con toda mi convicción en la unidad de la raza humana, y eso incluye también a la Tierra. Toda la vida es fundamentalmente una, porque toda ella se basa en complejos proteínicos que se hallan en un estado de dispersión coloidal..., lo que llamamos protoplasma. El efecto de la radiactividad al cual acabo de hacer referencia no es aplicable únicamente a algunas formas de vida humana o a algunas formas de cualquier tipo de vida. Se aplica a toda la vida, porque es algo basado en la mecánica cuántica de esas macromoléculas; lo cual quiere decir que se aplica a usted, a mí, a los terrestres, a las arañas y a los microbios.
»Como probablemente ya sabe, tanto las proteínas como los ácidos nucleicos son agrupamientos inmensamente complicados de nucleótidos de aminoácidos y otros compuestos especializados dispuestos formando intrincadas arquitecturas tridimensionales que resultan tan poco estables como los rayos del sol en un día nublado. Esta misma inestabilidad es la vida, puesto que la vida cambia constantemente de posición en un esfuerzo por mantener su identidad..., igual que si fuese una vara muy larga colocada en equilibrio sobre la nariz de un acróbata.
»Pero esos productos químicos maravillosos tienen que ser formados a partir de la materia inorgánica antes de que pueda existir la vida. Así pues, en el principio mismo y por influencia de la energía irradiada por el sol que caía sobre esas inmensas soluciones que llamamos océanos, las moléculas orgánicas fueron aumentando gradualmente su complejidad pasando del metano al formaldehído y, finalmente, a los azúcares y almidones en una dirección y de la urea a los aminoácidos y las proteínas en otra. Estas combinaciones y desintegraciones de átomos son fruto de la casualidad, naturalmente, y en un mundo el proceso puede requerir millones de años mientras que en otro puede realizarse en sólo unos centenares de años; pero lógicamente lo más probable es que dure millones de años, y lo más probable es que no llegue a ocurrir nunca.
»Bien, los fisicoquímicos orgánicos han elaborado con gran exactitud toda la cadena de reacciones, especialmente en la parte energética..., es decir, las relaciones de energía generadas con cada cambio atómico. Ahora se sabe sin lugar a dudas que varias de las etapas cruciales del proceso de creación de la vida requieren la ausencia de energía radiada. Si esto le parece extraño, Procurador Ennius, me limitaré a decirle que la fotoquímica —es decir, la química de las reacciones inducidas por la energía radiada— es una rama muy bien desarrollada de la química general; y que existen innumerables casos de reacciones muy sencillas que se desarrollarán de manera distinta según se lleven a cabo en presencia o en ausencia de los cuantos de energía luminosa.
»En los planetas normales el sol es la única fuente de energía radiante o, por lo menos, la mayor. Los compuestos de carbono y nitrógeno se combinan una y otra vez al amparo de las nubes o durante la noche en las formas posibilitadas por la ausencia de esas diminutas fracciones de energía con que son bombardeados por el sol, como si se tratase de bolas que hacen impacto en un número infinito de palos de bolera de dimensiones infinitesimales.
»Pero en los planetas radiactivos la situación es muy distinta, ya que con sol o sin él cada gota de agua está iluminada por el veloz tránsito de los rayos gamma que embisten los átomos de carbono —o los activan, como dicen los químicos—, incluso en lo más tenebroso de la noche e incluso a diez kilómetros de profundidad; obligando a que ciertas reacciones clave sigan una determinada orientación..., una orientación que nunca acaba dando como consecuencia la vida.
Arvardan había vaciado su vaso. Lo dejó encima del armario, y el vaso quedó introducido instantáneamente en un compartimiento especial donde fue lavado, esterilizado y puesto en condiciones de volver a ser llenado.
—¿Otra copa? —preguntó Ennius.
—Pregúntemelo después de cenar —replicó Arvardan—. Por ahora ya he bebido bastante.
Ennius alzó un dedo, y una uña que había sido sometida a un concienzudo proceso de manicura repiqueteó sobre el brazo del sillón haciendo un ruidito casi imperceptible.
—Cuando habla consigue que los procesos de la vida parezcan fascinantes, doctor Arvardan —dijo—. ¿Pero cómo se explica entonces que haya vida en la Tierra? ¿Cómo llegó a desarrollarse?
—¿Ve? Usted también empieza a tener dudas, ¿no? Pero yo creo que en realidad la respuesta es muy sencilla: cuando el grado de radiactividad supera el mínimo requerido para detener la creación de la vida, aún no basta para destruir la vida que ya se ha formado. Puede modificarla, desde luego, pero no la destruye salvo cuando llega a alcanzar intensidades realmente excesivas; y en ese caso los procesos químicos son distintos. En el primer supuesto se trata de impedir que las moléculas crezcan, y en el segundo las moléculas complejas que ya se han formado deben ser destruidas. No es lo mismo, ¿comprende?
—No entiendo cuál es la aplicación de todo eso que me está diciendo —replicó Ennius.
—¿Acaso no le parece evidente? En la Tierra la vida se originó antes de que el planeta se volviese radiactivo. Mi querido Procurador, es la única explicación posible que no nos exige negar el hecho de que hay vida en la Tierra, y que no destruye un número tan elevado de teorías químicas como para poner patas arriba la mitad de esa ciencia.
—¡Oh, vamos, no puede estar hablando en serio! —exclamó Ennius mientras contemplaba a Arvardan con una expresión entre incrédula y desconcertada.
—¿Por qué no?
—¿Que por qué no? Bueno, ¿cómo es posible que un planeta llegue a volverse radiactivo? La vida de los elementos radiactivos de la superficie de un planeta se mide por magnitudes de millones y miles de millones de años..., al menos eso es lo que me enseñaron en la universidad, a pesar de que sólo tuve contacto con esas materias durante el curso previo a mis estudios de derecho. Su existencia pasada es tan larga que a efectos prácticos puede considerarse como indefinida, ¿no?
—Pero existe algo llamado radiactividad artificial, Procurador Ennius..., y puede llegar a existir a gran escala. Hay millares de reacciones nucleares con la energía suficiente para crear toda clase de isótopos radiactivos. Si los seres humanos utilizasen una reacción nuclear aplicada a fines industriales sin ejercer el control debido sobre ella, o incluso para librar una guerra..., suponiendo que pueda imaginarse una guerra librada en un solo planeta, naturalmente..., bien, entonces es muy razonable suponer que la mayor parte de la superficie podría acabar siendo radiactiva. ¿Qué opina de mi explicación?
El sol había muerto desangrado en las montañas, y el reflejo del ocaso había enrojecido el rostro de Ennius. Se levantó una suave brisa nocturna, y el adormecedor murmullo de las variedades de insectos cuidadosamente seleccionadas que vivían en los terrenos del recinto palaciego resultó más sedante que nunca.
—Me parece muy rebuscada y poco sólida —comentó el Procurador—. En primer lugar, no concibo que sea posible llegar a utilizar reacciones nucleares en la guerra, ni tampoco la posibilidad de que escapen al control de quienes las emplean hasta tal punto...
—Naturalmente, Procurador Ennius —replicó Arvardan—. Usted tiende a subestimar las reacciones nucleares porque vive en el presente y porque ahora resulta muy fácil controlarlas. ¿Pero qué habría ocurrido si un ejército hubiese usado esas armas antes de que se inventaran las defensas contra ellas? Habría sido el equivalente a utilizar bombas incendiarias antes de que los seres humanos supiesen que el agua o la arena pueden apagar el fuego.
—Hum —murmuró Ennius—. Habla usted igual que Shekt, doctor Arvardan.
—¿Quién? —preguntó Arvardan alzando rápidamente la mirada.
—Un terrestre. Uno de los pocos terrestres decentes..., quiero decir que es alguien con quien un caballero puede conversar. Es físico, y en una ocasión me dijo que la Tierra quizá no siempre hubiese sido radiactiva.
—Ah... Bien, la teoría que acabo de exponerle no es una creación mía, por lo que eso no tiene nada de extraño. Forma parte del
Libro de los Ancianos
, que contiene la historia tradicional o mítica de la Tierra prehistórica. En cierta forma, me he limitado a repetirle lo que dice ese libro, aunque he transformado su fraseología típicamente perifrástica en definiciones científicas equivalentes.
—¿El Libro de los Ancianos? —Ennius pareció sorprendido y un poco preocupado—. ¿Dónde averiguó todo eso?
—En distintos lugares. No fue fácil, y sólo obtuve algunos fragmentos. Aunque no sea de naturaleza realmente científica, toda esa información tradicional sobre la ausencia de radiactividad resulta muy importante para mi proyecto, naturalmente. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque ese libro es el texto sagrado que venera una secta fanática de terrestres, y a los no nacidos en la Tierra les está totalmente prohibido leerlo. Si fuese usted yo no iría comentando que lo ha leído mientras esté en la Tierra. Algunos no terrestres..., espaciales, como les llaman ellos, han sido linchados por motivos de menor importancia.
—Habla como si el poder de la Policía Imperial no fuese muy efectivo en la Tierra, Procurador.
—No lo es en caso de sacrilegio. ¡Le ruego que haga caso de mi consejo, doctor Arvardan!
Una campanilla emitió una melodiosa nota vibrante que pareció armonizarse con el susurro de las hojas de los árboles. El sonido se extinguió lentamente, y se fue perdiendo poco a poco y casi de mala gana, como si estuviese enamorado de su entorno.
—Es hora de cenar —dijo Ennius, y se puso en pie—. ¿Quiere acompañarme y gozar de la pobre hospitalidad que puede brindar esta isla del Imperio en la Tierra, doctor Arvardan?
Las excusas para celebrar una cena de gran gala eran demasiado escasas, y no se podía dejar pasar por alto ningún pretexto por frágil que resultase. Hubo muchos platos, y el ambiente fue delicioso en todo momento. Los hombres eran cultos, y las mujeres encantadoras; y hay que añadir que el doctor Bel Arvardan de Baronn, Sirio, fue agasajado y atendido hasta un extremo casi embriagador.
Durante la última parte del banquete Arvardan aprovechó el tener público para repetir una buena parte de lo que había dicho a Ennius, pero esta vez su exposición tuvo menos éxito.
Un caballero de rostro rubicundo que vestía uniforme de coronel se inclinó hacia Arvardan.
—Si no he interpretado mal sus exposiciones, doctor Arvardan —dijo en el marcado tono de condescendencia típico del militar que se encuentra ante un intelectual—, usted pretende hacernos creer que esos perros terrestres son los últimos representantes de una raza antigua que en tiempos quizá fuese la antecesora de la humanidad.
—No me atrevo a afirmarlo de una manera tan terminante, coronel, pero creo que existen bastantes probabilidades de que así fuese. Espero que dentro de un año podré emitir un juicio definitivo al respecto.
—Bien, doctor, si demuestra la veracidad de su teoría, de lo que dudo mucho, quedaré extraordinariamente sorprendido —observó el coronel—. Ya llevo cuatro años destinado a la Tierra, y he ido acumulando cierta experiencia. Todos los terrestres son unos bribones despreciables en los que no se puede confiar para nada, y no hay ninguna excepción. En el aspecto intelectual son claramente inferiores a nosotros. Les falta ese impulso que ha diseminado a la humanidad por toda la Galaxia... Son vagos, supersticiosos y avaros, y tienen el alma ruin y mezquina. Le desafío y desafío a quien sea a que me muestre un terrestre que pueda estar al nivel de un auténtico ser humano en cualquier terreno..., de usted y de mí, por ejemplo. Sólo entonces aceptaré que esos terrestres pueden ser los últimos representantes de una raza que quizá haya sido nuestra antecesora; pero hasta ese momento le ruego que me disculpe si le digo que su teoría me resulta totalmente inconcebible.
—Se suele decir que el único terrestre bueno es el terrestre muerto —dijo de repente un hombre bastante corpulento sentado en un extremo de la mesa—, ¡y aún así apesta! —añadió, y celebró su chiste con estruendosas carcajadas.
Arvardan clavó la vista en el plato que tenía delante y lo contempló frunciendo el ceño.