Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
—No deseo discutir las posibles diferencias raciales —dijo sin levantar la mirada—, especialmente porque no tienen ninguna relación con el problema real. Yo estoy hablando de los terrestres de la prehistoria. Los terrestres actuales han vivido aislados durante mucho tiempo, y han estado sometidos a la influencia de un entorno altamente inusual..., y aun así debo decir que creo un error apresurarse a hablar de ellos de una forma tan despectiva. —Se volvió hacia Ennius—. Procurador Ennius, creo recordar que me habló de un terrestre antes de la cena...
—¿De veras? No me acuerdo.
—Un físico. Shekt.
—Oh, sí... Sí, cierto.
—¿Se refería por casualidad a Affret Shekt?
—Sí. ¿Había oído hablar de él con anterioridad?
—Creo que sí. Desde que usted me habló de él me he pasado coda la cena pensando, y creo que por fin he conseguido recordar de quién se trata exactamente. ¿No trabaja en el Instituto de Investigaciones Nucleares de...? Oh ¿cómo demonios se llama ese lugar? —Arvardan se dio un par de palmadas en la frente—. ¿De Chica, quizá?
—Exacto. Bien, ¿qué ocurre con Shekt?
—Oh, nada. Verá, en agosto la revista Estudios de física publicó un artículo suyo... Me fijé en él porque estaba recogiendo toda clase de material que tuviera relación con la Tierra, y en las revistas de circulación galáctica aparecen muy pocos artículos escritos por terrestres... Bien, quería llegar a lo siguiente: ese hombre afirma haber creado un aparato, al que llama sinapsificador, que se supone mejora la capacidad de aprendizaje del sistema nervioso de los mamíferos.
—¿De veras? —preguntó Ennius en un tono de voz excesivamente frío—. Nunca he oído hablar de ese aparato.
—Si lo desea le daré la referencia exacta... Es un artículo muy interesante, aunque naturalmente no pretendo haber entendido todos sus cálculos matemáticos. Lo que ha hecho Shekt es tratar con el sinapsificador a un animal nativo de la Tierra que creo se llama rata, y después hizo que la rata «resolviera» un laberinto. Supongo que ya saben a qué me refiero, ¿no? «Resolver» un laberinto significa averiguar el trayecto correcto que lleva hasta una provisión de alimentos. Utilizó ratas no tratadas como controles del experimento, y descubrió que las ratas sinapsificadas siempre resolvían el problema en menos de un tercio del tiempo que necesitaban las otras ratas. ¿Comprende el significado de todo esto, coronel?
—No, doctor Arvardan, me temo que no —respondió con voz indiferente el militar que había iniciado la discusión.
—Pues entonces se lo explicaré: estoy convencido de que por muy terrestre que sea, un hombre de ciencia capaz de inventar semejante aparato es innegablemente mi igual intelectual, por lo menos..., y si me perdona la suposición, también el suyo. Además...
—Discúlpeme, doctor Arvardan, pero me gustaría volver al sinapsificador —le interrumpió Ennius—. ¿Sabe si Shekt llegó a probar su aparato con seres humanos?
—Dudo mucho que lo hiciera, Procurador Ennius —dijo Arvardan, y se rió—. Nueve de cada diez ratas sinapsificadas murieron durante el tratamiento. Shekt no se atreverá a emplear cobayos humanos hasta que no haya hecho más progresos.
El Procurador Ennius se recostó contra el respaldo de la silla con el ceño ligeramente fruncido, y a partir de aquel momento no habló ni comió durante el resto del banquete.
Y antes de que llegara la medianoche se separó en silencio de los comensales, y partió en su nave particular para hacer el trayecto de dos horas a Chica después de haberse despedido lacónicamente de su esposa. Seguía teniendo el ceño fruncido, y la preocupación hacía que su corazón latiera más deprisa de lo normal.
Ésa fue la cadena de circunstancias que dio como resultado el que la misma tarde en la que Arbin Maren llegó a Chica con Joseph Schwartz para que éste fuese tratado con el sinapsificador, Shekt hubiera pasado más de una hora encerrado en una habitación nada menos que con el Procurador Imperial de la Tierra.
Estar en Chica hacía que Arbin se sintiera muy nervioso. Tenía la impresión de hallarse rodeado. En algún lugar de Chica —una de las mayores ciudades de la Tierra, de la que se decía que contaba con una población de cincuenta mil seres humanos— había funcionarios del gran Imperio Galáctico.
Arbin nunca había visto a un habitante de la Galaxia, naturalmente, pero desde que estaba en Chica no paraba de volver el cuello de un lado a otro temiendo ver uno. Si le hubieran interrogado al respecto no habría podido explicar cómo pensaba diferenciar a un espacial de un terrestre, aun suponiendo que viera uno, pero Arbin tenía el vago presentimiento de que debía existir alguna diferencia fácilmente reconocible.
Antes de entrar en el Instituto miró por encima de su hombro. Su vehículo estaba aparcado en un área abierta, con un cupón dándole derecho a ocupar la plaza de estacionamiento durante seis horas. ¿Y si esa extravagancia resultaba sospechosa? Todo le asustaba. El aire parecía estar lleno de ojos y oídos.
Esperaba que aquel hombre tan extraño se acordara de que debía mantenerse escondido en el fondo del compartimiento trasero. Había asentido enfáticamente, ¿pero le había entendido? Arbin se sintió súbitamente encolerizado consigo mismo. ¿Por qué había permitido que Grew le convenciera de hacer algo tan absurdo?
Y entonces la puerta se abrió delante de él, y una voz interrumpió el hilo de sus pensamientos.
—¿Qué desea? —preguntó la voz.
Parecía un poco impaciente. Quizá ya le había hecho esa misma pregunta varias veces y Arbin no la había oído.
—¿Es aquí donde hay que ofrecerse para el sinapsificador? —preguntó con voz enronquecida, sintiendo que las palabras se le atascaban en la garganta como si fuesen partículas de polvo.
—Firme aquí —dijo la recepcionista mirándole fijamente.
Arbin cruzó las manos detrás de la espalda.
—¿A quién he de ver para lo del sinapsificador? —preguntó.
Grew le había dicho cómo se llamaba el aparato, pero al salir de sus labios la palabra le sonó extraña y ridícula, como si fuese un balbuceo carente de significado.
—Oiga, si no firma en el registro de visitantes no podré atenderle —dijo la recepcionista con voz firme y seca—. Lo exige el reglamento, ¿entiende?
Arbin giró sobre sí mismo sin abrir la boca y se dispuso a marcharse. La muchacha sentada detrás del escritorio tensó los labios, y su pie hizo bajar el pedal de señales que había al lado de la silla.
Arbin luchaba desesperadamente por pasar inadvertido, y sabía que estaba fracasando. La muchacha le miraba fijamente, y Arbin pensó que mil años después aún se acordaría de él. Sintió un deseo casi incontenible de echar a correr hacia su vehículo y volver a la granja.
Una persona vestida con una bata blanca de laboratorio salió con paso apresurado de la otra habitación, y la recepcionista alzó una mano.
—Un voluntario para el sinapsificador, señorita Shekt —dijo—. No ha querido decir cómo se llama.
Arbin levantó la mirada. La persona de la bata blanca era una mujer, y el que fuese bastante joven aumentó la ya considerable confusión de Arbin.
—¿Es usted la encargada de la máquina, señorita?
—No —respondió ella sonriendo con cordialidad, y Arbin sintió que se relajaba un poco—. Pero puedo llevarle hasta el encargado —añadió—. ¿Es verdad que ha venido para ofrecerse como voluntario a ser tratado con el sinapsificador?
—Quiero ver al encargado —insistió tercamente Arbin.
—De acuerdo —dijo la joven.
La brusquedad de Arbin no pareció molestarla en lo más mínimo, y volvió a entrar en la habitación de la que había salido. Hubo una breve espera, y por fin un dedo le hizo señas de que...
Arbin siguió a la joven hasta una pequeña antesala. El corazón le palpitaba con gran violencia.
—Si puede esperar, el doctor Shekt le atenderá dentro de media hora —dijo la joven con afabilidad—. Ahora está muy ocupado. Si desea algunos libros–película y un visor para distraerse, me encargaré de traérselos.
Pero Arbin meneó la cabeza. Las cuatro paredes de la pequeña habitación parecían estarse acercando para encerrarle en una trampa. ¿Estaría atrapado? ¿Y si los Ancianos estaban viniendo a por él en aquel mismo instante?
Fue la espera más larga de toda la existencia de Arbin.
El Procurador Ennius no había tenido ninguna de las dificultades experimentadas por Arbin a la hora de hablar con Shekt, aunque estaba casi tan nervioso como él. Era su cuarto año en el cargo de Procurador Imperial, pero una visita a Chica seguía siendo un gran acontecimiento. Teóricamente ser el representante legal del lejano Emperador de la Galaxia colocaba a Ennius al mismo nivel que los Virreyes Imperiales que gobernaban inmensos sectores galácticos que extendían sus volúmenes iridiscentes a través de centenares de parsecs cúbicos de espacio, pero su posición real apenas estaba un poco por encima del exilio.
Estar atrapado en el vacío estéril del Himalaya y verse involucrado en las disputas igualmente estériles de un pueblo que odiaba a Ennius y al Imperio que representaba hacía que incluso un viaje a Chica fuese un gran acontecimiento.
Además, sus escapadas eran breves. Tenían que serlo, pues en Chica era necesario usar continuamente ropas impregnadas de plomo incluso para dormir y, lo que resultaba todavía peor, era preciso tomar constantemente metabolina.
Ennius habló con bastante amargura de todo aquello a Shekt.
—La metabolina quizá sea el símbolo más exacto de todo lo que su planeta significa para mí, amigo mío —dijo el Procurador alzando la píldora rojiza delante de sus ojos—. Su función consiste en aumentar la velocidad de todos los procesos metabólicos mientras estoy sumergido en la nube radiactiva que me rodea, esa nube que usted ni tan siquiera percibe. —Ennius tragó la píldora—. ¡Listo! Ahora mi corazón latirá más deprisa, mi respiración iniciará una carrera por voluntad propia y mi hígado hervirá en esas síntesis químicas que, según afirman los médicos, lo convierten en el laboratorio más importante de mi cuerpo; y a cambio de todo esto después tendré que pagar un tributo en forma de jaqueca y cansancio.
El doctor Shekt le estaba escuchando con visible diversión. Shekt daba la impresión de ser miope, no porque usara gafas o sufriera de alguna afección visual, sino simplemente porque su trabajo le había hecho adquirir la costumbre inconsciente de observar las cosas con fijeza y de sopesar meticulosamente todas las circunstancias antes de emitir una opinión. Era alto y bastante mayor y su delgada silueta siempre estaba un poco encorvada.
Pero poseía amplios conocimientos sobre la cultura galáctica, estaba relativamente libre de la expresión de hostilidad y desconfianza universal que hacían tan repulsivo al terrestre medio, incluso a los ojos de un habitante del Imperio tan cosmopolita como Ennius.
—Estoy seguro de que en realidad no necesita la píldora para nada —comentó Shekt—. La metabolina no es más que otra de las supersticiones, Procurador, y usted lo sabe. Si yo sustituyese sus píldoras de metabolina por comprimidos de glucosa sin que se enterase no se sentiría peor, y además esas jaquecas que le afligen después de haber ingerido la metabolina son provocadas por usted mismo y tienen un origen totalmente psicosomático.
—Dice eso porque vive en su propio ambiente, Shekt. ¿Acaso niega que su metabolismo basal tiene un ritmo de actividad superior al mío?
—Pues claro que no lo niego, ¿pero qué importancia tiene eso, Ennius, sé que en el Imperio hay una superstición muy extendida, que afirma que los habitantes de la Tierra somos distintos de los otros seres humanos, pero no existe ninguna diferencia esencial ¿O ha venido aquí en calidad de embajador de los antiterrestres?
—¡Oh, por la vida del Emperador! —gruñó Ennius—. Sus camaradas de la Tierra son los mejores misioneros de esa causa... Mientras sigan viviendo como lo han hecho hasta ahora y continúen encerrados en su planeta letal alimentándose con su odio, los terrestres sólo serán una úlcera en el costado de la Galaxia. Sí, Shekt, hablo en serio... ¿Qué otro planeta tiene tal cantidad de rituales presente en su vida diaria y los cumple con la furia masoquista con que lo hacen ustedes? No pasa un solo día sin que reciba la visita de delegaciones de alguno de sus Consejos de Gobierno que vienen a pedir la pena de muerte para algún pobre desgraciado cuyo único delito ha sido entrar en una Zona Vedada, tratar de escapar a la Costumbre de los Sesenta, o quizá simplemente comer una ración mayor que la asignada.
—Ah, pero usted siempre concede la pena de muerte, Procurador... Me parece que su disgusto idealista no es lo bastante fuerte como para impulsarle a rechazar la petición.
—Las estrellas son testigos de que hago cuanto puedo para negar la condena que me piden. ¿Pero qué puedo hacer yo? El Emperador exige que todas las subdivisiones del Imperio conserven sus costumbres locales..., y es una medida muy acertada, porque quita toda posibilidad de obtener apoyo popular a los imbéciles que de lo contrario provocarían una rebelión cada día. Además, si me mantuviese inflexible cuando sus Consejos, Senados y Cámaras exigen la pena de muerte, estallaría tal tempestad de protestas, gritos y denuncias contra el Imperio y todas sus dependencias administrativas que preferiría dormir veinte años rodeado por una legión de demonios antes que enfrentarme a la Tierra en ese estado aunque sólo fuera durante diez minutos.
Shekt suspiró y se alisó los escasos cabellos que le quedaban en el cráneo.
—Suponiendo que se nos tenga en cuenta, para el resto de la Galaxia la Tierra no es más que un guijarro en el cielo; pero para nosotros es la patria..., la única patria que conocemos. Sin embargo, no somos distintos de ustedes, sino únicamente más desgraciados. Estamos hacinados en un mundo casi muerto, envueltos por un muro de radiaciones que nos aprisiona, rodeados por una Galaxia inmensa que nos rechaza. ¿Qué podemos hacer para luchar contra el sentimiento de frustración que nos consume? ¿Estaría dispuesto a enviar al espacio nuestro exceso de población, procurador Ennius?
—¿Cree que me importaría hacerlo? —replicó Ennius encogiéndose de hombros—. Pero los habitantes de los otros mundos jamás lo aceptarían. No quieren ser víctimas de las enfermedades terrestres.
—¡Las enfermedades terrestres! —repitió Shekt con voz malhumorada—. Eso no es más que una idea absurda que debe ser eliminada... Los terrestres no somos portadores de la muerte. Usted Vive entre nosotros, Procurador. ¿Acaso ha muerto?