Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
Un haz que se expandiese en línea recta podría recorrer varios kilómetros antes de apartarse de la curvatura de la Tierra lo suficiente como para que no se produjeran nuevos daños, y cuando eso ocurriese su sección habría alcanzado un diámetro de unos tres metros.
Después se proyectaría en el vacío, expandiéndose y debilitándose, y constituyendo un hilo extraño en la trama del cosmos.
El doctor Smith nunca le habló a nadie de aquella fantasía.
Nunca le dijo a nadie que al día siguiente había solicitado que le trajeran los diarios de la mañana —aún estaba en la enfermería—, y que revisó las columnas de texto impreso con un propósito muy definido en su mente.
Pero en una metrópoli gigantesca desaparecen muchas personas al día, y nadie había corrido a una comisaría para gritar a los policías que un hombre (¿o acaso sería medio hombre?) había desaparecido delante de sus ojos..., o por lo menos ningún periódico hablaba de algo semejante.
Y el doctor Smith acabó consiguiendo olvidar lo ocurrido.
Para Joseph Schwartz todo ocurrió entre un paso y el siguiente. Había levantado el pie derecho para pasar por encima de la muñeca de trapo y se había sentido mareado durante un instante, como si hubiera quedado atrapado fugazmente en el interior de un ciclón que hubiese vuelto su cuerpo del revés. Cuando volvió a bajar el pie derecho dejó escapar todo su aliento en una exhalación jadeante, y se sintió caer y resbalar lentamente sobre el césped.
Esperó con los ojos cerrados durante bastante rato..., hasta que acabó abriéndolos.
¡Era cierto! Estaba sentado sobre el césped, en el mismo sitio donde antes había estado caminando sobre el pavimento.
¡Y las casas habían desaparecido! ¡Todas las casas blancas, cada una con su jardín, que se alineaban a ambos lados de la calle..., todas habían desaparecido!
Y Schwartz no estaba sentado en un jardín, porque el césped crecía en abundancia y estaba descuidado, y había muchos árboles a su alrededor, y se veían más árboles recortándose contra el horizonte.
Fue entonces cuando se llevó la mayor de todas sus sorpresas, porque algunas hojas de los árboles tenían un color rojizo; y un instante después Schwartz sintió la seca aspereza de una hoja muerta en la curva de su mano. Schwartz era un hombre de ciudad, pero sabía reconocer el otoño cuando lo veía.
¡El otoño...! Y, sin embargo, él había levantado el pie derecho en un día de junio, cuando toda la vegetación estaba teñida de un verde fresco y resplandeciente.
Cuando pensó en eso bajó la mirada automáticamente hacia sus pies. Schwartz lanzó una exclamación estridente y extendió los brazos hacia abajo. La muñequita de trapo sobre la que había pasado, un pequeño hálito de realidad, un...
¡Oh, no! Schwartz la hizo girar entre sus manos temblorosas. La muñeca no estaba entera, pero tampoco estaba destrozada: estaba cortada. ¡Y eso sí que era realmente extraño! La muñeca había sido rebanada en sentido longitudinal de manera tan concienzuda que no se había movido ni una sola hilacha del relleno de estopa. Todos los hilos terminaban en extremos limpiamente cortados.
Y un instante después el débil brillo de su zapato izquierdo atrajo la atención de Schwartz. Pasó el pie sobre su rodilla levantada sin soltar la muñeca de trapo. El extremo delantero de la suela, esa parte que se extiende sobresaliendo un poquito de la puntera del zapato, estaba perfectamente cortado. Había sido cercenado de una forma que no podría haber sido duplicada por el cuchillo de ningún zapatero del mundo. La nueva superficie revelada por el corte era increíblemente suave, y desprendía un brillo casi líquido.
La confusión había ido subiendo poco a poco por la médula espinal de Schwartz moviéndose en dirección al cerebro, y cuando llegó hasta él su mente quedó paralizada por el horror.
Y al fin, y porque incluso el sonido de su voz podía ser un elemento tranquilizador en un mundo donde todo lo demás era totalmente absurdo, Schwartz habló. La voz que llegó a sus oídos sonaba apagada, tensa y jadeante.
—En primer lugar, no estoy loco —dijo—. Me siento igual que me he sentido siempre por dentro... Claro que si estuviese loco no lo sabría, ¿o me equivoco? No... —Schwartz sintió que la histeria crecía en su interior, y luchó por reprimirla—. Tiene que haber alguna otra posibilidad... ¿Un sueño, quizá? —se preguntó—. ¿Cómo puedo averiguar si esto es un sueño o si no lo es? —Se pellizcó y sintió el dolor, pero meneó la cabeza—. Supongo que se puede soñar que sientes un pellizco, así que esto no es una prueba de que esté soñando.
Miró desesperadamente a su alrededor, y se preguntó si los sueños podían llegar a ser tan nítidos y detallados y durar tanto tiempo. En una ocasión había leído que la inmensa mayoría de los sueños no duraba más de cinco segundos, que eran provocados por las perturbaciones insignificantes que sufría el durmiente y que su duración aparente era totalmente ilusoria.
¡No era un gran consuelo, desde luego! Schwartz estiró hacia arriba el puño de su camisa y echó un vistazo a su reloj de pulsera. El segundero giraba, giraba, giraba... Si se trataba de un sueño, los cinco segundos se estaban prolongado de una manera increíble.
Miró en otra dirección, y se pasó la mano por la frente en un inútil intento de enjugar la transpiración helada que la cubría.
—¿Y si fuese amnesia?
En vez de responder a su propia pregunta, Schwartz fue inclinando lentamente la cabeza hasta sepultarla en sus manos.
Si había levantado un pie, y al hacerlo su mente había abandonado los rieles gastados y bien engrasados por los que se había estado encarrilando con tanta fidelidad durante tanto tiempo; si tres meses más tarde, en otoño, o un año y tres meses después o diez años y tres meses después había bajado el pie en aquel lugar desconocido en el preciso instante en el que su mente volvía a... Sí, claro, le habría parecido que se trataba del mismo paso, y entonces todo aquello... ¿Dónde había estado y qué había hecho durante aquel intervalo de tiempo?
—¡No! —exclamó.
El monosílabo brotó en forma de grito estridente. ¡Era imposible! Schwartz se miró la camisa. Era la misma que se había puesto aquella mañana —o lo que debía de haber sido esa mañana—, y estaba recién lavada. Recapacitó, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una manzana.
Le dio un mordisco casi desesperado. La manzana estaba madura, y aún conservaba un poco del frescor de la nevera en cuyo interior había estado guardada hasta dos horas antes..., o lo que deberían haber sido dos horas.
¿Y qué pensar de la muñequita de trapo?
Schwartz empezó a sentirse vagamente furioso. O se trataba de un sueño o se había vuelto realmente loco.
Notó que la hora del día había cambiado. La tarde ya estaba avanzada o, por lo menos, las sombras se estaban empezando a alargar. La silenciosa desolación de aquel lugar inundó de repente a Schwartz produciéndole un extraño efecto paralizante.
Se puso en pie. Estaba claro que tendría que buscar a alguien —a cualquier persona—, y resultaba no menos obvio que tendría que buscar una casa, y la mejor forma de encontrarla sería buscar un camino.
Se volvió automáticamente en dirección al lugar donde los árboles raleaban un poco y empezó a caminar.
Cuando llegó a la recta e impersonal cinta de asfalto el frescor del crepúsculo ya se estaba infiltrando por debajo de su chaqueta, y las copas de los árboles se habían vuelto indefinidas y un poco amenazadoras. Schwartz corrió hacia la carretera lanzando sollozos de alegría, y le complació sentir la dureza del pavimento bajo los pies.
Pero cuando miró en ambas direcciones vio que sólo había una desolación total, y por un momento volvió a experimentar un escalofrío. Había esperado encontrar automóviles. Lo más sencillo habría sido hacerles señas para que se detuviesen y preguntar «Oiga, ¿va por casualidad a Chicago?» (Schwartz estaba tan nervioso que pronunció las palabras en voz alta).
¿Y si no estaba cerca de Chicago? Bueno, iría a cualquier ciudad importante, a cualquier lugar donde pudiese encontrar un teléfono. Sólo tenía cuatro dólares con veintisiete centavos en el bolsillo, pero siempre se podía recurrir a la policía.
Schwartz empezó a caminar por el centro de la carretera escrutándola continuamente en ambas direcciones. No prestó ninguna atención a la puesta del sol, y cuando salieron las primeras estrellas tampoco se fijó en ellas.
Ningún coche. ¡Nada! Y estaba empezando a ponerse verdaderamente oscuro...
De repente vio un resplandor en el horizonte, hacia su izquierda, y lo primero que pensó fue que quizá estuviera sufriendo una repetición del mareo anterior; pero el gélido fulgor azulado visible entre los claros de la arboleda era real. No se trataba del rojo llameante que Schwartz imaginaba podía corresponder a un incendio forestal, sino de una débil fosforescencia que parecía deslizarse entre las tinieblas; y el pavimento que tenía debajo de los pies también parecía emitir una débil claridad. Schwartz se agachó para tocarlo, pero le pareció normal al tacto. Aun así, seguía viendo aquel tenue resplandor con el rabillo del ojo.
Echó a correr desesperadamente por la carretera. Las suelas de sus zapatos chocaban con el asfalto en un ritmo veloz e irregular haciendo mucho ruido. De repente, Schwartz se dio cuenta de que su mano seguía sosteniendo la muñeca de trapo que había sufrido aquel extraño rebanamiento, y la arrojó por encima de su cabeza impulsándola con todas sus fuerzas.
Aquella parodia de vida con su sonrisa burlona...
Y entonces el terror surgió de la nada e hizo que Schwartz se detuviera de repente. Fuera lo que fuese, la muñeca de trapo era una prueba de su cordura. ¡La necesitaba! Se puso de rodillas y empezó a arrastrarse moviendo las manos a tientas en la oscuridad hasta que encontró la muñeca, una mancha oscura recortada contra aquella fosforescencia casi imperceptible. El relleno había empezado a salirse, y Schwartz volvió a meterlo distraídamente.
Un instante después volvía a caminar. «Estoy demasiado aturdido para correr», se dijo.
Empezaba a sentir hambre y a estar realmente asustado cuando vio aquel resplandor hacia la derecha.
¡Era una casa, naturalmente!
Gritó y no obtuvo respuesta, pero era una casa, una chispa de realidad que le hacía guiños a través de la horrible desolación sin nombre de las últimas horas. Schwartz salió de la carretera y empezó a correr a campo traviesa. Saltó zanjas, esquivó árboles, cruzó matorrales y vadeó un arroyo.
¡Qué extraño! Las aguas del arroyo también emitían un tenue resplandor fosforescente, pero aquel hecho inexplicable sólo fue captado por una parte minúscula del cerebro de Schwartz.
Y de repente estuvo junto a la casa, y estiró las manos para tocar la dureza de la estructura blanca. No era ladrillo ni piedra ni madera, pero no se preocupó por eso. La casa parecía estar hecha de una porcelana mate y muy resistente, pero a Schwartz le daba absolutamente igual con qué estuviese construida. Estaba buscando una puerta, y cuando llegó a ella y no vio ningún timbre la atacó a puntapiés y empezó a gritar como si se hubiera vuelto loco.
Oyó un movimiento en el interior, y después oyó el maravilloso sonido de una voz humana que no era la suya.
—¡Eh, los de dentro! —volvió a gritar.
Hubo un débil zumbido de engranajes bien engrasados, y la puerta se abrió. Una mujer apareció en el umbral y contempló a Schwartz con un brillo de alarma en los ojos. Era alta y nervuda, y detrás de ella había un hombre alto y de rasgos bastante marcados y toscos vestido con ropa de trabajo... No, no era ropa de trabajo. En realidad Schwartz nunca había visto unas prendas parecidas, pero por algún motivo indefinible le recordaron a la clase de ropa que un hombre se pone para trabajar.
Pero en aquellos momentos no se sentía demasiado inclinado al análisis. Las dos personas y sus ropas le parecieron increíblemente hermosas, tanto como sólo puede serlo la presencia de rostros amigos para un hombre que está totalmente solo.
La mujer habló con voz líquida y suave, pero en un tono perentorio, y Schwartz tuvo que agarrarse a la puerta para mantenerse erguido. Sus labios se movieron sin lograr emitir ningún sonido, y todos sus temores más descabellados volvieron de repente para agarrotarle la garganta y oprimirle el corazón.
Porque la mujer acababa de hablar en un idioma que Schwartz no había oído jamás.
Loa Maren y Arbin, su estólido esposo, estaban jugando a las cartas y disfrutando del frescor de la noche cuando el anciano sentado en la silla de ruedas a motor arrugó coléricamente el periódico entre sus manos haciéndolo crujir.
—¡Arbin! —gritó.
Arbin Maren no respondió enseguida. Acarició delicadamente los suaves rectángulos de finos bordes que sostenía en las manos, y pensó en cuál sería su próxima jugada.
—¿Qué quiere, Grew? —preguntó por fin mientras tomaba una decisión sin apresurarse.
El anciano de cabellos canosos llamado Grew lanzó una mirada airada a su yerno por encima del periódico y volvió a hacerlo crujir. Producir aquella clase de ruidos era uno de sus desahogos preferidos. Cuando un hombre desborda energía y se encuentra confinado en una silla de ruedas con dos estacas muertas por piernas, tiene que encontrar alguna forma de expresarse, y Grew utilizaba su periódico. Lo hacía crujir y gesticulaba con él, y cuando era necesario lo utilizaba para golpear las cosas.
Grew sabía que fuera de la Tierra había máquinas teleinformadoras que emitían rollos de microfilme con las últimas noticias, y que bastaba con tener un modelo normal de visor de libros–película para leerlos; pero Grew se burlaba en silencio de aquel tipo de cosas. ¡Otra costumbre estéril y degenerada!
—¿Te has enterado de que van a enviar una expedición arqueológica a la Tierra? —preguntó Grew.
—No —respondió Arbin sin inmutarse.
Grew se había enterado de ello porque era el primero en leer el periódico, y la familia había tenido que vender su holovisor el año pasado; pero en realidad su pregunta sólo había sido un gambito de apertura.
—Bien, así que va a venir una expedición arqueológica —dijo—. Y por concesión imperial, nada menos... ¿Qué opinas de eso? —Grew bajó la mirada hacia el periódico, y empezó a recitar el texto del artículo con ese tono inexplicablemente vacilante y entrecortado que adoptan la mayoría de las personas cuando leen en voz alta—. «Durante una entrevista concedida a Prensa Galáctica, Bel Arvardan, Director de Investigaciones del Instituto Arqueológico Imperial, manifestó que confiaba en obtener valiosos resultados de los estudios arqueológicos que proyecta llevar a cabo en el planeta Tierra, situado en las inmediaciones del Sector de Sirio (ver mapa). "La civilización arcaica y el entorno excepcional de la Tierra —manifestó el doctor Arvardan— nos ofrecen una cultura atrasada que ha sido dejada de lado durante mucho tiempo por nuestros sociólogos excepto como ejemplo de dificultades en el gobierno local. Albergo grandes esperanzas de que los años venideros producirán cambios revolucionarios en algunos de los conceptos sobre la evolución social y la historia humana que hemos tenido por fundamentales hasta el momento"». Etcétera, etcétera —concluyó Grew con una sonrisa.