Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
Arbin Maren no le había prestado mucha atención.
—¿Qué quiere decir eso de «cultura atrasada»? —murmuró.
Loa Maren no había escuchado nada de cuanto había dicho el anciano.
—Arbin, te toca jugar —se limitó a decir.
—Bien, ¿no vas a preguntarme qué razón ha podido tener el Tribune para publicar esto? —siguió diciendo Grew—. Ya sabes que no publicarían una noticia remitida por Prensa Galáctica ni a cambio de un millón de créditos a menos que hubiera un buen motivo para ello, ¿no? —Grew guardó silencio durante unos momentos esperando una respuesta que no llegó—. Pues porque también publican un editorial sobre el tema —continuó—, un editorial de una página entera dedicado íntegramente a meterse con el tal Arvardan... Un tipo quiere venir a la Tierra con fines científicos, y enseguida lo ven todo negro y hacen cuanto pueden para impedírselo... ¡Lee esta difamación! ¡Vamos, léela! —Grew agitó el periódico en dirección a su yerno—. ¿Por qué no la lees?
Loa Maren bajó sus cartas y tensó sus delgados labios.
—Papá, hemos tenido un día muy pesado —dijo—, así que no lo compliquemos ahora con la política. Quizá más tarde, ¿eh? Por favor, papá...
—Por favor, papá..., por favor, papá —la imitó Grew frunciendo el ceño—. Me parece que debes de estar muy harta de tu anciano padre si le prohíbes incluso el decir unas cuantas palabras sobre la actualidad, ¿no? Supongo que te estorbo, ¿verdad? Sentado en este rincón dejando que vosotros dos trabajéis por tres... ¿Quién tiene la culpa de eso? Soy fuerte. Quiero trabajar, y los dos sabéis que con un tratamiento adecuado mis piernas volverían a estar tan bien como antes. —Grew se las palmeó mientras hablaba. Las palmadas fueron asestadas con una fuerza salvaje, y Grew oyó el considerable ruido que hicieron, pero no sintió los impactos—. El único motivo de que no pueda trabajar es que ellos consideran que soy tan viejo que no vale la pena curarme. ¿No os parece que eso es un buen ejemplo de «cultura atrasada»? ¿De qué otra manera se puede calificar a un planeta en el que un hombre puede trabajar, pero no se lo permiten? ¡Por todas las estrellas...! Creo que ya va siendo hora de que acabemos con todas esas tonterías sobre lo que ellos llaman «nuestras instituciones peculiares». ¿Peculiares? ¡Absurdas, así las llamo yo! Creo que...
Grew había empezado a agitar los brazos y la cólera le congestionaba el rostro.
Arbin se levantó, fue hacia el anciano y puso una mano sobre su hombro apretando con fuerza.
—Vamos, Grew, ¿por qué se pone tan nervioso? —preguntó—. Cuando usted haya terminado con el periódico leeré el editorial, ¿le parece bien?
—Sí, ¿pero de qué servirá eso si estás de acuerdo con ellos? Ah, los jóvenes sois todos unos peleles..., un montón de barro en las manos de los Ancianos.
—Cálmese, padre —se apresuró a decir Loa—. No empiece con eso, ¿quiere?
Se quedó escuchando en silencio durante un momento. No podría haber explicado por qué lo hacía, pero...
Arbin experimentó aquel cosquilleo helado que sentía siempre que se mencionaba a la Sociedad de Ancianos. Hablar como lo hacía Grew, burlarse de la cultura de la Tierra..., era una imprudencia, no cabía duda.
Vaya, pero si era asimilacionismo puro. Arbin tragó saliva. «Asimilacionismo»..., una palabra obscena incluso cuando estaba confinada en el pensamiento.
Durante la juventud de Grew se habían dicho muchas estupideces sobre la ruptura con las viejas costumbres, cierto, pero entonces eran otros tiempos. Grew tendría que saberlo..., y probablemente lo sabía, pero no resulta fácil ser razonable y comprensivo cuando estás atrapado en una silla de ruedas esperando que pasen los días hasta el próximo Censo.
Grew quizá era el que se había alterado menos de los tres, pero no dijo nada más. Se fue tranquilizando poco a poco, y a medida que pasaba el tiempo le fue resultando cada vez más difícil ver con claridad las letras. Aún no había tenido tiempo de llevar a cabo un detallado análisis crítico de las páginas deportivas cuando su cabeza cayó lentamente sobre su pecho después de haber estado oscilando hacia delante y hacia atrás durante un buen rato. El anciano dejó escapar un suave ronquido, y el periódico cayó de sus dedos con un último crujido involuntario.
—Quizá no estamos siendo justos con él, Arbin —susurró Loa con voz preocupada—. Es una vida muy dura para un hombre como papá... Si la comparas con la vida que llevaba antes es como si estuviese muerto.
—Por mala que sea una vida no se parece en nada a estar muerto, Loa. Tiene sus periódicos y sus libros, ¿verdad? ¡No te preocupes tanto por él! Esas rabietas le sientan bien. Ahora estará tranquilo y satisfecho durante unos días...
Arbin había empezado a estudiar nuevamente sus cartas, y se disponía a colocar una sobre la mesa cuando oyeron los golpes en la puerta y los gritos enronquecidos que no llegaban a formar palabras.
La mano de Arbin tembló y se quedó inmóvil. El temor invadió los ojos de Loa, y miró a su marido. Su labio inferior había empezado a estremecerse incontrolablemente.
—¡Deprisa, saca de aquí a Grew! —exclamó Arbin.
Aún no había acabado de hablar cuando Loa ya estaba junto a la silla de ruedas haciendo ruiditos tranquilizadores con la lengua.
Pero el anciano dormido lanzó una exclamación, y se despertó sobresaltado al primer movimiento de la silla de ruedas. Grew se irguió y buscó automáticamente su periódico.
—¿Qué ocurre? —preguntó con irritación, y en un tono que no tenía nada de murmullo.
—¡Shhhh! No pasa nada —respondió Loa sin prestarle mucha atención.
Empujó la silla de ruedas hasta la habitación contigua, cerró la puerta y apoyó la espalda en ella. Su delgado pecho subía y bajaba a toda velocidad, y sus ojos buscaron los de su esposo..., y entonces se repitieron los golpes.
Permanecieron el uno junto al otro en una actitud casi defensiva mientras la puerta se abría, y se enfrentaron irradiando hostilidad con el hombre bajito y regordete que intentaba sonreír.
—¿En qué podemos servirle? —preguntó Loa con ceremoniosa cortesía.
Un instante después retrocedía dando un salto mientras el hombre lanzaba una exclamación ahogada y se agarraba a la puerta para no caer.
—¿Está enfermo? —preguntó Arbin mirándole con perplejidad—. Ven, Loa, échame una mano con él...
Las horas siguientes fueron transcurriendo poco a poco hasta que Arbin y Loa se prepararon para acostarse en el silencio de su dormitorio.
—Arbin... —murmuró Loa.
—¿Qué pasa?
—¿No es peligroso?
—¿Peligroso? —repitió él, fingiendo no haber entendido a qué se refería su esposa.
—El tener a ese hombre en casa... ¿Quién es?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió Arbin con irritación—. Pero de todas formas no podemos dejar en la calle a un hombre enfermo, ¿verdad? Si no tiene documentos de identidad, mañana notificaremos lo ocurrido al Consejo Regional de Seguridad y ahí terminará todo.
Arbin se dio la vuelta para poner fin a la conversación.
—No supondrás que puede ser un agente de la Sociedad de Ancianos, ¿verdad? No olvides que tenemos en casa a Grew... —insistió Loa.
—¿Te refieres a lo que dijo esta noche? Oh, eso está más allá del límite de lo razonable. No quiero hablar de eso, Loa.
—No me refiero a eso, y tú lo sabes. Quiero decir que... Bueno, hace dos años que tenemos aquí a Grew aun sabiendo que es ilegal, y ya sabes que con eso estamos violando la Costumbre más importante.
—No hacemos daño a nadie —masculló Arbin—. Cubrimos nuestra cuota a pesar de que está fijada para tres personas..., para tres trabajadores. La cubrimos, ¿verdad? De acuerdo en que violamos la Costumbre, ¿pero por qué van a sospechar que lo estamos haciendo? Venga, si ni tan siquiera permitimos que salga de casa...
—Podrían seguir la pista de la silla de ruedas. Tuviste que comprar las piezas y el motor, ¿no?
—No vuelvas a empezar con eso, Loa. Te he explicado un montón de veces que cuando construí la silla de ruedas sólo compré equipo de cocina de lo más común... Además, no hay ninguna razón lógica para suponer que ese hombre pueda ser un agente de la Hermandad. ¿Acaso crees que recurrirían a un truco tan complicado para descubrir a un pobre anciano inválido? ¿No te parece que podrían venir de día con una orden de registro totalmente legal? Intenta analizar las cosas, por favor.
—Entonces... Arbin, si realmente piensas eso... —Los ojos de Loa habían empezado a brillar, y su voz adquirió un tono de excitación—. Yo deseaba que lo pensaras, ¿sabes? Entonces tiene que ser un espacial... No puede ser un terrestre.
—¿Por qué dices que no puede ser un terrestre? Esto es todavía más ridículo que lo que decías antes. Loa, por favor, sé razonable. ¿Qué motivos podría tener un habitante del Imperio para venir a la Tierra?
—¡No tengo ni idea de cuáles pueden ser sus motivos! Quizá cometió un crimen en su mundo... —Loa se dejó arrastrar por aquella fantasía apenas la hubo concebido—. ¿Por qué no? Es lógico, ¿verdad? La Tierra sería el mejor lugar para esconderse... ¿A quién se le podría pasar por la cabeza la idea de buscarle aquí?
—Siempre que realmente sea un espacial, claro. ¿Qué pruebas tienes de eso?
—No habla nuestro idioma, ¿verdad? Tienes que admitirlo, ¿eh? Venga, ¿acaso entendiste una sola palabra de todo lo que dijo? Tiene que venir de algún rincón lejano de la Galaxia donde se habla un dialecto extraño... Dicen que los habitantes de Fomalhaut tienen que aprender un idioma prácticamente nuevo para hacerse entender en la corte del Emperador en Trántor. ¿Pero es que no comprendes lo que puede significar todo esto? Si es un espacial que ha venido a la Tierra de manera ilegal no estará registrado en el Consejo del Censo, y lo que más debe desear es que nadie se entere de su presencia aquí. Podríamos utilizar a ese hombre en la granja como sustituto de papá, y entonces volverían a ser tres personas y no dos las que tendrían que cubrir la cuota fijada para tres trabajadores durante la próxima temporada... Incluso podría ayudarnos ahora con la cosecha.
Loa contempló con expresión anhelante el rostro apesadumbrado de su esposo, quien analizó el problema en silencio durante un buen rato.
—Bueno, acuéstate —dijo por fin—. Lo veremos todo más claro con la luz del día, así que ya volveremos a hablar de eso mañana...
Los murmullos cesaron, la luz fue apagada y el sueño acabó adueñándose del dormitorio.
A la mañana siguiente le llegó el turno a Grew de estudiar el problema. Arbin se lo planteó con expresión esperanzada. Cuando se trataba de pensar, Arbin siempre había tenido más confianza en su suegro que en él mismo.
—Bien, Arbin —dijo Grew—, es evidente que todas tus dificultades derivan del hecho de que yo estoy registrado como trabajador, por lo que en consecuencia la cuota de producción está fijada para tres personas. Estoy harto de crear problemas, ¿sabes? Éste es el segundo año que vivo de más... Ya es suficiente.
—No se trata de eso —replicó Arbin empezando a ponerse nervioso—. No estoy intentando sugerir que su presencia aquí suponga un problema para nosotros, Grew.
—Bueno, ¿y cuál es la diferencia después de todo? El Censo se realizará dentro de dos años, y entonces tendré que marcharme de todas maneras.
—Por lo menos habrá podido disfrutar de dos años más de descanso y lectura. ¿Por qué habríamos de privarle de eso?
—Porque les ocurre lo mismo a muchos otros. ¿Y qué será de ti y de Loa? Cuando vengan a por mí también se os llevarán a vosotros. ¿Qué clase de hombre tendría que ser yo para consentir en vivir unos cuantos años más a cambio de que...?
—Basta, Grew. No quiero tragedias, ¿entendido? Ya le hemos dicho muchas veces lo que pensamos hacer. Notificaremos su situación una semana antes del Censo.
—Y supongo que pensáis engañar al médico, ¿no?
—Sobornaremos al médico.
—Hum. Y ese hombre..., agravará la situación, claro. También vais a esconderle, ¿eh?
—Dejaremos que se vaya. En nombre del espacio, ¿por qué hemos de preocuparnos ahora pensando en todo eso? Disponemos de dos años... ¿Qué vamos a hacer con él?
—Un espacial que surge de la nada para llamar a nuestra puerta —murmuró Grew—. No se sabe de dónde viene, habla un idioma que no entendemos... Francamente, no sé qué consejo daros.
—Se comporta de una manera muy humilde y educada, y parece estar terriblemente asustado —explicó el granjero—. No puede hacernos ningún daño.
—Está asustado, ¿eh? ¿Y si se tratara de un retrasado mental? ¿Y si sus balbuceos resultan ininteligibles no porque hable en un idioma extranjero, sino porque son las divagaciones de un loco?
—No me parece que eso sea posible —replicó Arbin, pero se estremeció.
—Quieres convencerte de eso porque deseas utilizar al desconocido. Está bien, te diré qué tienes que hacer... Lleva a ese hombre a la ciudad.
—¿A Chica? —preguntó Arbin poniendo cara de horror—. ¡Pero eso sería nuestra perdición!
—Nada de eso —replicó Grew sin inmutarse—. Tu gran problema es que no lees los periódicos, Arbin; pero por suerte para esta familia yo sí lo hago. Bien, pues resulta que en el Instituto de Investigaciones Nucleares han inventado una máquina que se supone ayuda a aprender más deprisa. El suplemento semanal traía una hoja entera dedicada a eso, y parece ser que necesitan voluntarios para probarla. Lleva allí a ese hombre, y deja que sea utilizado como voluntario.
—¡Está loco! —exclamó Arbin meneando enérgicamente la cabeza—. Nunca sería capaz de hacer eso, Grew... Empezarán por pedir su número de registro, y el no tener las cosas en orden equivale a provocar una investigación..., y entonces descubrirán que vive con nosotros.
—No, Arbin, te equivocas. El Instituto de Investigaciones Nucleares solicita voluntarios porque la máquina aún se encuentra en la fase experimental. Probablemente ya ha matado a algunas personas, de modo que estoy seguro de que no harán ninguna clase de averiguaciones... Y si muere, el espacial no estará mucho peor que ahora, ¿verdad? Ahora coge el lector de libros y pon la palanca de selección en la sexta bobina. Ah, y tráeme el periódico apenas llegue, ¿de acuerdo?
Cuando Schwartz abrió los ojos ya era más de mediodía. Enseguida sintió ese dolor sordo que oprime el corazón y se alimenta de sí mismo, el dolor provocado por la ausencia de una esposa que no estaba a su lado al despertar, de un mundo familiar irremisiblemente perdido...