Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
Pero su vida corría un doble peligro. ¿Qué podía hacer?
Diez minutos más tarde el doctor Shekt estaba contemplando con cara de preocupación al curtido granjero que se hallaba delante de él con la gorra en la mano y la cabeza un poco ladeada, como si quisiera evitar que le observaran con excesivo detenimiento. Shekt calculó que tenía menos de cuarenta años, pero la dura vida del campo no trataba con demasiados miramientos a los hombres. Las mejillas del granjero estaban un poco sonrojadas debajo de la correosa piel bronceada, y había rastros evidentes de transpiración sobre su frente y en sus sienes, a pesar de que la atmósfera de la habitación era más bien fresca. Sus manos estaban entrelazadas, y los dedos no paraban de retorcerse nerviosamente.
—Bien, mi querido señor, tengo entendido que se ha negado a decirnos cómo se llama —empezó Shekt con amabilidad.
Arbin siguió dando muestras de su testarudez.
—Me dijeron que si se presentaba un voluntario ustedes no harían preguntas.
—Ya... Bueno, ¿hay algo que quiera decirme o prefiere ser sometido al tratamiento de inmediato?
—¿Yo? ¿Quiere decir ahora..., aquí? —preguntó Arbin, súbitamente aterrorizado—. Pero el voluntario no soy yo. No he dicho nada que pudiese hacerles pensar que...
—¿No? Entonces eso significa que el voluntario es otra persona, ¿verdad?
—Claro. ¿Para qué iba a querer yo...?
—Comprendo, comprendo. ¿Esa otra persona está con usted? —preguntó el doctor Shekt.
—Bueno... En cierta forma sí —respondió cautelosamente Arbin.
—Muy bien. Ahora dígame lo que desee. Todo será mantenido en el más estricto secreto, y le ayudaremos en todo lo posible. ¿Está de acuerdo?
—Gracias —murmuró el granjero, e inclinó la cabeza en una tosca señal de respeto—. Verá, señor, se trata de lo siguiente... Tenemos a un hombre en nuestra granja, ¿sabe? Es un..., un pariente lejano. Nos ayuda a...
Arbin tragó saliva con visible dificultad, y Shekt hizo un gesto de asentimiento.
—Tiene muy buena voluntad, y es un excelente trabajador —siguió diciendo Arbin—. Tuvimos un hijo, pero se nos murió; y mi mujer y yo..., bueno, verá, necesitamos esa ayuda y... Ella no se encuentra demasiado bien, y no hubiésemos podido arreglárnoslas sin él...
Arbin tuvo la impresión de que la historia que estaba contando resultaba absurda, sin embargo, el científico volvió a asentir con la cabeza.
—¿Y usted desea someter al tratamiento a ese pariente suyo?
—Oh, sí. Me parecía que ya se lo había dicho, pero... En fin, discúlpeme si estoy tardando mucho en explicárselo... Verá, el pobre hombre no está..., no está del todo bien de la cabeza. —Arbin hablaba de manera cada vez más atropellada—. No es que esté enfermo, entiéndame..., no se encuentra tan mal como para que sea necesario internarle. Es un poco retrasado, eso es todo... No habla, ¿entiende?
—¿No puede hablar? ¿Por qué? —preguntó Shekt poniendo cara de asombro.
—Oh, sí que puede. Es sencillamente que no le gusta hablar... Bueno, no habla demasiado bien.
El físico pareció dudar unos momentos.
—Y usted quiere que el sinapsificador mejore su coeficiente intelectual, ¿no?
—Si fuese un poquito más listo podría realizar una parte del trabajo que mi mujer no puede hacer, ¿lo comprende, doctor? —dijo Arbin.
—Podría morir. ¿Es consciente de ese riesgo?
Arbin contempló a Shekt con expresión de desamparo y se tiró furiosamente de los dedos.
—Necesitaré su consentimiento —añadió Shekt.
—No lo entenderá —insistió el granjero meneando la cabeza en un lento y tozudo vaivén —. Oiga, señor, estoy seguro de que usted me entiende... —se apresuró a añadir, en un tono de voz tan bajo que resultaba casi inaudible—. Usted tiene aspecto de saber lo dura que puede llegar a ser la vida. Ese hombre está envejeciendo... No es un problema de los Sesenta, ¿pero qué ocurrirá si cuando hagan el próximo Censo piensan que es idiota y..., y se lo llevan? No nos gustaría perderle, y por eso le he traído aquí. El motivo por el que quiero mantener en secreto todo esto es que quizá..., quizá... —Arbin volvió involuntariamente la mirada hacia las paredes, como si quisiese atravesarlas con un esfuerzo de pura voluntad y descubrir los ojos y oídos indiscretos que podían estar al acecho detrás de ellas—. Bueno, puede que a los Ancianos no les gustara mucho lo que estoy haciendo. Puede que tratar de salvar a un hombre enfermo sea considerado contrario a las Costumbres, pero la vida es muy dura, señor... Y a usted le sería útil. Ha solicitado voluntarios, ¿no?
—Sí, ya sé que lo he hecho. Bien, ¿dónde está ese pariente suyo?
Arbin decidió arriesgarse.
—Fuera, esperando en mi vehículo..., si es que nadie le ha encontrado, claro. No puede bastarse a sí mismo, ¿entiende? Si alguien le hubiese...
—Bueno, espero que se encuentre bien. Usted y yo saldremos ahora mismo y llevaremos el vehículo hasta nuestro garaje subterráneo. Me aseguraré de que excepto nosotros y mis ayudantes nadie llegue a enterarse de su presencia aquí, y le garantizo que no tendrá ninguna clase de problemas con la Hermandad.
Puso afablemente una mano sobre el hombro de Arbin, y los labios del granjero se curvaron en una temblorosa sonrisa. Arbin se sintió tan aliviado como si hubiese estado llevando una soga al cuello y se la hubieran quitado de repente.
Shekt contempló al hombre regordete y casi calvo que estaba acostado en la camilla. El paciente se encontraba sin conocimiento, pero su respiración era profunda y muy regular. Había emitido sonidos ininteligibles, y Shekt no había entendido nada de lo que dijo; pero no había detectado ninguna manifestación física de retraso mental durante el examen al que le había sometido. Los reflejos estaban muy bien para tratarse de un viejo.
¡Un viejo! Hmmm...
Se volvió hacia Arbin, quien lo estaba observando todo con gran atención.
—¿Quiere que le hagamos un análisis óseo?
—¡No! —exclamó Arbin—. No quiero que le hagan nada que pueda servir para que sea identificado —añadió en un tono de voz menos estridente.
—Eso nos ayudaría bastante. Si supiéramos qué edad tiene sería menos arriesgado, ¿entiende? —dijo Shekt.
—Tiene cincuenta años —replicó secamente Arbin.
El físico se encogió de hombros. Bueno, daba igual. Volvió a mirar al hombre dormido. Cuando fueron al vehículo el sujeto estaba apático y casi distante, o al menos eso le había parecido. Ni tan siquiera las hipnotabletas le habían inspirado desconfianza. Se las habían ofrecido, y el hombre las había engullido con una sonrisa temblorosa.
El técnico ya estaba entrando en la habitación las últimas unidades de aspecto bastante antiestético cuyo conjunto formaba el sinapsificador. Una presión sobre un botón hizo que el vidrio polarizado de las ventanas de la sala de operaciones sufriera un reordenamiento molecular que lo opacó. Ahora la única luz era la que emitía su resplandor blanco y frío sobre el paciente suspendido en el campo diamagnético de varios cientos de kilovatios, que le mantenía flotando a cinco centímetros de la mesa de operaciones a la cual había sido trasladado.
Arbin seguía sentado en la oscuridad. No entendía nada, pero estaba tozudamente decidido a que su presencia impidiera de alguna manera cualquier clase de posibles manipulaciones hechas con fines malignos, aun sabiendo que era demasiado ignorante para detectarlas y detenerlas.
Los físicos no le prestaban ninguna atención. Los electrodos fueron ajustados al cráneo del paciente. Era una tarea muy lenta, y primero hubo que llevar a cabo un meticuloso estudio de la estructura craneana a través de la técnica Ulster, que revelaba el trazado serpenteante de las fisuras. Shekt sonrió para sus adentros. Las fisuras craneanas no eran una medida cuantitativa de la edad en la que se pudiera confiar ciegamente sin necesidad de hacer más comprobaciones, pero en aquel caso resultaban suficientes. Aquel hombre tenía más de los cincuenta años que le había atribuido el granjero.
La sonrisa del físico se esfumó enseguida, y frunció el ceño. Había algo extraño en aquellas fisuras craneanas. Tenían un aspecto raro, como si...
Por un momento estuvo a punto de jurar que la estructura craneana era tan primitiva que aquel hombre casi podía calificarse como un caso de atavismo, pero pensándolo bien... Estaba ante un subnormal, ¿verdad? Quizá ésa fuera la explicación.
—¡Oh, no me había fijado! —exclamó de repente poniendo cara de asombro—. ¡Este hombre tiene pelo en la cara! —Se volvió hacia Arbin—. ¿Siempre ha tenido barba?
—¿Barba?
—¡Pelo en la cara! ¡Venga aquí! ¿No lo ve?
—Sí, señor —respondió Arbin mientras su cerebro empezaba a funcionar a toda velocidad. Lo había notado aquella mañana, pero luego se le había olvidado—. Nació así —dijo—. Eso creo... —añadió un instante después, a pesar de que con ello debilitaba bastante la credibilidad de su afirmación anterior.
—Bien, vamos a eliminarlo. No querrá que tenga ese aspecto bestial, ¿verdad?
—No, señor.
El pelo desapareció rápidamente después de que el técnico aplicara una crema depilatoria con sus manos enguantadas.
—También tiene pelos en el pecho, doctor Shekt —anunció un instante después.
—¡Gran Galaxia! —exclamó Shekt—. ¡Déjeme ver! ¡Pero si este hombre parece una alfombra! Bien, da igual... Una camisa los tapará, y quiero empezar a trabajar con los electrodos. Vamos a poner cables aquí, aquí y aquí. —Unos pinchazos casi imperceptibles, y los cables capilares de platino quedaron insertados—. Ahora aquí y aquí...
Una docena de conexiones a través de las que se podrían percibir los delicados ecos–sombra de las microcorrientes que circulaban por el cerebro yendo de una célula a otra atravesaron la piel y llegaron a las suturas craneanas.
Los científicos observaron con gran atención cómo las agujas de los amperímetros de alta precisión se agitaban y saltaban a medida que las conexiones eran establecidas e interrumpidas. Los diminutos estiletes de los registros trazaban sus delicadas telarañas sobre el papel milimetrado en forma de picos y depresiones irregulares.
Los gráficos fueron retirados y colocados encima de un panel de vidrio iluminado desde abajo. Shekt y su ayudante se inclinaron sobre él y empezaron a intercambiar susurros.
Arbin oyó algunas palabras inconexas.
—....excepcionalmente regular... Observe la altura del quinto pico... Creo que debería ser analizado... Resulta evidente que...
Y después siguió un tedioso ajuste del sinapsificador que pareció durar mucho rato. Los científicos hicieron girar los diales sin apartar la mirada de los ajustes micrométricos que iban llevando a cabo, y después llegaron las lecturas. Los diversos electrómetros fueron revisados una y otra vez, y en cada caso se hicieron los nuevos ajustes necesarios.
Shekt se volvió hacia Arbin y le sonrió.
—No tardaremos mucho en terminar —dijo.
Los aparatos fueron acercados al hombre dormido, moles enormes que hacían pensar en torpes monstruos hambrientos. Cuatro largos cables fueron conectados a los extremos de los miembros del sujeto, y una almohadilla mate de color negro hecha de lo que parecía ser una goma dura fue cuidadosamente ajustada debajo de su nuca, donde quedó asegurada por pinzas que se cerraban sobre los hombros. Finalmente, los gigantescos electrodos se separaron como dos mandíbulas gigantescas y fueron bajando sobre la cabeza de piel pálida y rasgos regordetes hasta que cada uno quedó apuntado a una sien.
Shekt mantenía la mirada clavada en el cronómetro y sostenía un interruptor en una mano. Movió el pulgar y no ocurrió nada visible, ni tan siquiera para los sentidos aguzados por el miedo del siempre vigilante Arbin. El pulgar de Shekt volvió a moverse después de lo que podrían haber sido horas, pero que en realidad fueron menos de tres minutos. Su ayudante se apresuró a inclinarse sobre el dormido Schwartz y alzó la vista con expresión triunfal.
—Está vivo.
Después transcurrieron varias horas durante las que se tomó toda una biblioteca de anotaciones en medio de murmullos de excitación casi salvaje. Por último una aguja hipodérmica fue introducida en la piel y el durmiente parpadeó. Shekt retrocedió. Estaba pálido, pero parecía inmensamente feliz.
—Todo ha salido bien —dijo. Se frotó la frente con el dorso de la mano y se volvió hacia Arbin—. Tendrá que permanecer algunos días con nosotros, señor.
—Pero... Pero...
Una expresión de alarma nubló los ojos del granjero.
—No, no, tiene que confiar en mí... Le aseguro que estará a salvo. Estoy dispuesto a garantizárselo con mi vida si hace falta, ¿entiende? Deje que se quede aquí, y nadie verá a este hombre aparte de nosotros. Si se lo lleva quizá no sobreviva. ¿Qué ganaría usted con eso? Y si muriese quizá tendría que explicar a los Ancianos de donde había salido ese cadáver, ¿no?
Esas últimas palabras fueron decisivas. Arbin tragó saliva.
—¿Pero cómo sabré cuándo he de volver a buscarle? —preguntó—. ¡No pienso decirle cómo me llamo!
Pero el granjero había hablado en el tono vacilante de quien ya está dispuesto a someterse.
—No le estoy pidiendo que lo haga —replicó Shekt—. Venga aquí dentro de una semana a las diez de la noche. Yo le estaré esperando junto a la puerta del garaje..., el mismo en el que guardamos su vehículo. Vamos, hombre, tiene que creerme... Le aseguro que no hay nada que temer.
Arbin salió de Chica cuando ya había anochecido. Habían pasado veinticuatro horas desde que aquel desconocido llamó a su puerta, y durante aquel período de tiempo Arbin había conseguido duplicar sus delitos contra las Costumbres. ¿Volvería a estar a salvo algún día?
No consiguió reprimir el impulso de mirar por encima del hombro mientras las dos ruedas de su vehículo se movían velozmente sobre la carretera desierta. ¿Le estarían siguiendo? ¿Habrían averiguado dónde vivía? ¿Y si tenían fotos o filmaciones de su rostro? ¿Y si ya estaban llevando a cabo meticulosas comparaciones en los lejanos archivos que la Hermandad tenía en Washenn, donde estaban inscritos todos los terrestres vivos en la actualidad y donde constaban todos sus datos vitales para asegurar el cumplimiento de la Costumbre de los Sesenta?
Los Sesenta..., el número de años que acababa llegando a todos los terrestres. Arbin aún disponía de un cuarto de siglo antes de alcanzar esa edad, pero vivía cotidianamente bajo esa amenaza a causa de Grew, y ahora también por el desconocido.