Un guijarro en el cielo (11 page)

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Authors: Isaac Asimov

Se hizo el silencio, y la aurora empezó a iluminar lentamente el cielo. El silencio acabó siendo roto por la voz de Flora.

—Ennius... —murmuró la esposa del Procurador.

—¿Sí?

—En realidad tú no estás preocupado por el daño que esa rebelión que esperas se produzca de un momento a otro pueda causar a tu reputación, ¿verdad? No sería tu esposa si no fuese capaz de adivinar una parte de los pensamientos que pasan por tu cabeza, y me parece que estás esperando que ocurra algo muy peligroso para el Imperio. No deberías ocultarme nada, Ennius. Temes que los terrestres acaben triunfando, ¿no?

—No puedo hablar de eso, Flora. —Un brillo atormentado iluminó los ojos del Procurador—. Es algo tan débil que no llega a ser ni una intuición, ¿comprendes? Puede que cuatro años de residencia en este planeta sean demasiados años para un hombre cuerdo. ¿Pero por qué están tan confiados esos terrestres?

—¿Cómo sabes que lo están?

—Oh, te aseguro que así es. Yo también tengo mis fuentes de información, ¿sabes? Después de todo ya han sido diezmados tres veces, ¿no? No pueden quedarles ilusiones de ninguna clase... Y sin embargo están dispuestos a enfrentarse con doscientos millones de mundos, cada uno de los cuales es más poderoso que el suyo, y confían ciegamente en sí mismos. ¿Acaso su fe en algún destino o fuerza sobrenatural que sólo tiene significado para ellos puede llegar a ser tan obstinada? Quizá..., quizá...

—¿Quizá qué, Ennius?

—Quizá cuentan con armas secretas.

—¿Armas secretas tan potentes que permitirán que un solo mundo derrote a doscientos millones de planetas? Vamos, Ennius... Estás delirando. Ningún arma es capaz de hacer algo semejante.

—Ya te he hablado del sinapsificador.

—Y yo te he explicado cómo puedes controlar los posibles efectos de ese aparato. ¿Sabes de alguna otra arma que puedan utilizar?

—No —replicó el Procurador de mala gana.

—Claro, porque no es posible que existan armas semejantes. Y ahora te diré lo que debes hacer, querido. ¿Por qué no hablas con el Primer Ministro y le informas de cuáles son los planes de Arvardan? Invítale oficiosamente a no concederle el permiso. Eso eliminará toda sospecha de que el gobierno imperial tiene alguna participación en esta estúpida violación de las Costumbres terrestres..., o por lo menos debería eliminarla. Al mismo tiempo, habrás conseguido detener a Arvardan sin verte involucrado. Después solicitarás al Departamento que te envíe dos buenos psicólogos..., o quizá sería mejor que solicitaras a cuatro para que por lo menos te envíen dos, y cuando lleguen harás que investiguen las posibilidades de uso del sinapsificador. Nuestros soldados podrán ocuparse del resto, y mientras lo hacen dejaremos que la posteridad se cuide sola. ¿Y ahora por qué no duermes un rato aquí? Podemos desplegar el sillón, usarás mi manto de pieles para abrigarte, y haré que te envíen la bandeja con el desayuno apenas te hayas despertado. La luz del sol hará que todo resulte distinto.

Y así fue cómo el Procurador Ennius se durmió cinco minutos antes del amanecer, después de haber permanecido en vela durante toda la noche.

Y ocho horas más tarde, el Primer Ministro de la Tierra se enteró por boca del Procurador en persona de la presencia de Bel Arvardan en el planeta y de la naturaleza de la misión que le había llevado hasta allí.

7
¿Una conversación con locos?

En cuanto a Arvardan, lo único que le interesaba en aquellos momentos era hacer turismo. Su nave Ofiuco, no llegaría a la Tierra hasta dentro de un mes, y en consecuencia disponía de todo aquel tiempo para invertirlo de la manera que más le gustase.

Y ése fue el motivo por el que Bel Arvardan se despidió de su anfitrión seis días después de haber llegado al Everest, y subió a bordo del mayor estratosférico a retropropulsión de que disponía la Compañía Terrestre de Transportes Aéreos para hacer el viaje entre el Everest y Washenn, la capital de la Tierra.

Desplazarse a bordo de un aparato comercial en vez de hacerlo en el veloz crucero puesto a su disposición por Ennius había sido una elección deliberada por su parte. En su calidad de extranjero y de arqueólogo, Arvardan sentía una considerable curiosidad hacia la existencia cotidiana de los seres humanos que vivían en un planeta tan extraño como era la Tierra.

Y también tenía otro motivo aparte de la curiosidad.

Arvardan provenía del Sector de Sirio, el cual se distinguía por la gran intensidad de sus prejuicios antiterrestres; pero siempre le había complacido pensar que no había sucumbido a aquellos prejuicios. Como hombre de ciencia y como arqueólogo no podía permitírselo, aunque naturalmente se había acostumbrado a pensar en los terrestres guiándose por ciertos moldes caricaturescos, hasta el extremo de que la misma palabra «terrestre» le resultaba vagamente desagradable; pero no tenía verdaderos prejuicios contra ellos.

Al menos eso era lo que creía Arvardan. Por ejemplo, siempre que un terrestre había querido tomar parte en una de sus expediciones o trabajar a su lado en cualquier tipo de actividad había sido aceptado..., si poseía la cultura y la capacidad necesarias, por supuesto; si había una vacante, naturalmente..., y si los otros miembros de la expedición no protestaban demasiado. Ése era el gran problema. Lo habitual era que los demás se opusieran enérgicamente, ¿y qué podía hacer Arvardan entonces salvo claudicar?

Empezó a pensar en el problema. Nunca se le habría pasado por la cabeza la idea de negarse a comer con un terrestre, eso estaba claro, e incluso estaba dispuesto a compartir su alojamiento con un terrestre..., siempre que éste fuera razonablemente limpio y estuviera sano. Arvardan incluso pensaba que ese hipotético terrestre sería tratado en todos los aspectos igual que hubiese tratado a un nativo de cualquier otro planeta, pero no pudo negar ante sí mismo que siempre sería consciente de que un terrestre era un terrestre. No podía evitarlo. Era el resultado de una niñez transcurrida en un entorno impregnado de fanatismo hasta tales extremos que éste resultaba casi imperceptible, y donde no te quedaba más remedio que aceptar sus axiomas igual que si fueran una segunda naturaleza. Aun así, cuando salías de él eras capaz de verlo tal y como era realmente al contemplarlo desde el exterior.

Ahora tenía una ocasión para ponerse a prueba. Viajaba a bordo de un estratosférico en el que aparte de él sólo había terrestres y, a pesar de ello, Arvardan se estaba comportando con bastante naturalidad..., aunque ésta no llegara a ser total.

Estudió los rostros vulgares y normales de sus compañeros de viaje. Se suponía que los terrestres eran distintos, pero Arvardan no estaba muy seguro de si habría podido distinguir a aquellos seres humanos de otros si se hubiese encontrado con ellos por casualidad en medio de una multitud. Acabó pensando que no. Las mujeres no eran feas, desde luego... Arvardan enarcó las cejas. La tolerancia también tenía un límite, naturalmente, y estaba claro que ni tan siquiera se podía llegar a pensar en la posibilidad de un matrimonio mixto.

En cuanto al estratosférico, le parecía un aparato pequeño y de construcción bastante imperfecta. Se desplazaba gracias a la propulsión atómica, pero la aplicación del principio estaba muy lejos de ser realmente eficiente. En primer lugar la turbina no se encontraba muy bien aislada; pero Arvardan pensó que la presencia de rayos gamma errantes y la elevada densidad de neutrones de la atmósfera quizá pudiera resultar menos importante para los terrestres que para los seres humanos de otros planetas.

De repente el paisaje atrajo su mirada. Vista desde la capa púrpura oscuro de los confines de la estratosfera, la Tierra ofrecía un aspecto realmente fabuloso. Las inmensas áreas brumosas que estaban a la vista debajo de Arvardan (oscurecidas a intervalos por manchones de nubes iluminadas por el sol) tenían el color anaranjado típico de los desiertos. Detrás de ellas se veía el tenue y confuso límite de la noche que se iba alejando lentamente de la estratonave, y en el interior de aquellas sombras oscuras se podía distinguir el chisporroteo de las zonas radiactivas.

Las risas de algunos de sus acompañantes hicieron que Arvardan apartara su atención de la ventanilla. Miró a su alrededor, y vio que las risas parecían centrarse alrededor de una pareja de edad madura, regordeta y muy sonriente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Arvardan a su vecino tocándole con el codo.

—Se casaron hace cuarenta años y están haciendo la Gran Gira —le informó el hombre.

—¿La Gran Gira?

—Ya sabe..., un viaje alrededor de la Tierra.

El hombre maduro estaba relatando de un modo global sus experiencias e impresiones con el rostro sonrojado por la satisfacción. Su esposa intervenía periódicamente en la conversación corrigiendo escrupulosamente hasta los detalles más insignificantes, lo cual era recibido y aceptado con el máximo buen humor imaginable. Los pasajeros del estratosférico escuchaban todo aquello con la mayor atención, y Arvardan tuvo la impresión de que los terrestres podían llegar a ser tan cordiales y humanos como cualquier otro pueblo de la Galaxia.

—¿Y para cuándo tienen fijados los sesenta? —preguntó alguien de repente.

—Para dentro de un mes, más o menos —fue la inmediata y satisfecha respuesta que obtuvo—. El dieciséis de noviembre, para ser exactos.

—Bueno, espero que tengan la suerte de que haga un día bonito —dijo el hombre que había hecho la pregunta—. Mi padre llegó a sus sesenta en un día de lluvias torrenciales..., nunca he vuelto a ver otro igual desde entonces. Yo iba con él, porque como ustedes saben a una persona siempre le gusta más estar acompañada en esas circunstancias, y no paró de quejarse de la lluvia ni un momento. Además, íbamos en un vehículo birrueda abierto, y quedamos calados hasta los huesos. «Eh, papá, ¿por qué te quejas tanto: —acabé diciéndole—. Después de todo, el que tendrá que volver soy yo, ¿no?»

Hubo una carcajada general a la que se sumó la pareja que estaba celebrando el aniversario de boda, pero una desagradable y molesta sospecha empezó a cobrar forma en la mente de Arvardan, y el horror le erizó el vello.

—Esos sesenta de los que están hablando —dijo volviéndose hacia su compañero de asiento—. Bueno, verá... He tenido la impresión de que se referían a la eutanasia, ¿no? Quiero decir que..., que ustedes son eliminados cuando cumplen los sesenta años, ¿verdad?

La voz de Arvardan se debilitó un poco cuando su compañero de asiento ahogó repentinamente sus últimas risas para volverse hacia él y escrutarle con una prolongada mirada impregnada de desconfianza.

—¿Y de qué pensó que estaban hablando? —preguntó por fin.

Arvardan hizo un vago gesto con la mano y sonrió estúpidamente. Conocía la Costumbre de los Sesenta, pero sólo de una manera teórica..., como algo acerca de lo que había leído varios pasajes en un libro o que se comentaba en una publicación científica. Pero ahora se acababa de convencer de que la Costumbre se aplicaba a seres vivos, de que los hombres y mujeres que había a su alrededor sólo podían vivir hasta los sesenta años porque así lo exigía la Costumbre de los Sesenta.

Su compañero de asiento seguía mirándole fijamente.

—Oiga, ¿de dónde viene usted? —preguntó de repente—. ¿Es que no conocen los Sesenta en su ciudad?

—Allí los llamamos «La Hora» —respondió Arvardan con un hilo de voz—. Soy de allá...

Movió un pulgar señalando por encima del hombro, y pasados unos segundos el rostro de su compañero de asiento fue perdiendo poco a poco su expresión dura e inquisitiva.

Arvardan frunció los labios. Los terrestres eran muy desconfiados, desde luego. Por lo menos aquella faceta de la caricatura correspondía a la realidad.

El hombre maduro estaba volviendo a hablar.

—Ella me acompañará —explicó señalando a su risueña esposa—. No le corresponde hasta tres meses más tarde, pero cree que no hay por qué esperar y que será mejor que nos vayamos juntos. ¿Verdad que sí, gordita?

—Oh, sí —respondió ella con una risita jovial—. Todos nuestros hijos están casados y ya tienen sus hogares, así que sería una carga para ellos. De todas maneras, no podría vivir sin mi viejo..., así que nos iremos juntos.

Después todos los pasajeros parecieron enfrascarse en un cálculo aritmético para averiguar cuánto tiempo le quedaba a cada uno, para lo que tuvieron que transformar los meses en días. El proceso ocasionó varias discusiones entre los matrimonios.

—Me quedan exactamente doce años, tres meses y cuatro días —manifestó rotundamente un hombrecillo de expresión decidida al que la ropa le quedaba bastante apretada—. Doce años, tres meses y cuatro días, ni uno más ni uno menos...

—Siempre que no se muera antes, naturalmente —fue la muy razonable respuesta de alguien.

—Tonterías —contestó inmediatamente el hombrecillo—. ¡No tengo la más mínima intención de morirme antes! ¿Acaso tengo el aspecto de ser uno de esos hombres que se mueren antes? Viviré doce años, tres meses y cuatro días, y no hay aquí un solo hombre con las agallas suficientes para negarlo.

Su expresión al decir aquello era verdaderamente amenazadora.

Un joven esbelto y elegante se quitó de los labios un cigarrillo muy largo.

—Tienen mucha suerte al poder calcularlo con tanta exactitud —comentó en tono sombrío—. Hay muchos hombres que viven más tiempo del que les corresponde.

—Ya lo creo que sí —respondió el otro.

Hubo un coro general de asentimientos que fue acompañado por un murmullo de indignación.

—No es que tenga ninguna objeción al hecho de que un hombre o una mujer deseen seguir viviendo después de haber cumplido los sesenta hasta el próximo día de reunión del Consejo, sobre todo si tienen que terminar de resolver algún asunto pendiente —siguió diciendo el joven mientras alternaba las caladas al cigarrillo con una complicada maniobra destinada a desprender la ceniza—. Pero esos granujas y parásitos que intentan llegar al próximo Censo consumiendo los alimentos que deberían destinarse a la nueva generación...

Hablaba como si sintiese un resentimiento personal hacia aquellos casos.

—Pero las edades de todo el mundo están registradas en los archivos, ¿no? —intervino Arvardan en voz baja y suave—. Nadie puede seguir viviendo después de haber cumplido los sesenta, ¿verdad?

Se produjo un silencio general en el que había una buena dosis de desprecio hacia aquella estúpida manifestación de idealismo. El silencio se prolongó hasta que un pasajero empezó a hablar en tono mesurado y diplomático, como si quisiera poner punto final al tema.

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