Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
—¿Qué le parecería que le alzase en vilo y le arrancase las piernas? —preguntó Arvardan—. ¿Qué ocurriría en ese caso?
Natter se encogió sobre sí mismo, pero enseguida se recuperó lo suficiente para soltar una risita ahogada.
—Que se estaría comportando como un idiota —dijo—. Acabaría arrestado, y además sería acusado de asesinato. Vamos, compañero... Las manos quietas, ¿eh?
—Por favor... —suplicó Pola tirando del brazo de Arvardan—. Tenemos que correr ese riesgo. Deje que haga lo que ha prometido. Cum–cumplirá su pa–palabra, ¿verdad, señor Natter?
Natter apretó los labios.
—Su amigo me ha retorcido el brazo. No tenía ningún motivo para hacer eso, y no me gusta que intenten ponerse duros conmigo... Eso le costará otros cien créditos. Ahora el total asciende a doscientos.
—Mi padre le pagará...
—Cien por adelantado —dijo tozudamente el hombrecillo.
—¡Pero yo no llevo encima cien créditos! —gimoteó Pola.
—No se preocupe, señorita —intervino secamente Arvardan—. Yo lo solucionaré. —Abrió su cartera, extrajo varios billetes y se los arrojó a Natter—. ¡Vamos, muévase!
—Vaya con él, Schwartz —susurró Pola.
Schwartz obedeció sin decir nada. Todo le daba igual, y en aquellos momentos hubiese sido capaz de ir al infierno con la misma impasibilidad.
Se quedaron solos y se contemplaron el uno al otro con expresiones algo aturdidas. Era la primera vez que Pola observaba realmente a Arvardan, y se asombró al descubrir que era un hombre alto, sereno y seguro de sí mismo cuyos rasgos viriles y muy marcados le parecieron bastante atractivos. Hasta aquel momento Pola le había aceptado como a un colaborador inesperado ofrecido por la casualidad, pero ahora... Sintió una repentina timidez, y todos los acontecimientos de las últimas horas se confundieron en su mente y acabaron siendo borrados por el repentino acelerarse de su pulso.
Ni tan siquiera sabían sus nombres respectivos.
—Me llamo Pola Shekt —dijo ella, y sonrió.
Arvardan no había visto su sonrisa antes, y el fenómeno le resultó muy interesante. Era como un resplandor que emanara de su cara, como un halo que le hacía sentirse... Pero Arvardan expulsó rápidamente aquella idea de su mente. ¡Era una terrestre!
—Yo me llamo Bel Arvardan —respondió, quizá con menos cordialidad de lo que había pretendido en un principio.
Arvardan extendió una mano bronceada, y la diminuta mano de la muchacha desapareció dentro de ella durante unos momentos.
—Le agradezco mucho su ayuda —dijo la muchacha.
—¿Quiere que nos vayamos? —preguntó Arvardan decidiendo cambiar de tema—. Quiero decir que... Bueno, espero que su amigo ya estará a salvo.
—Supongo que si hubiese sido capturado habríamos oído el tumulto —comentó ella.
Le imploró con los ojos que confirmara su esperanzas, pero Arvardan rechazó la tentación de mostrarse blando.
—¿Nos vamos?
—Sí, ¿por qué no? —respondió ella en un tono seco y un poco ofendido.
Pero de repente se oyó un zumbido que flotó en el aire volviéndose más intenso hasta convertirse en un aullido estridente que llegaba del horizonte, y los ojos de la muchacha se desorbitaron y retiró de repente la mano que había extendido.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Arvardan.
—Son los imperiales.
—¿Usted también tiene miedo de ellos?
Las palabras procedían del espacial engreído, el arqueólogo de Sirio. Con o sin prejuicios y por muy forzada que llegara a estar la lógica, la presencia de los soldados imperiales traía consigo un soplo repentino de cordura y humanidad. Ahora podía mostrarse condescendiente, y cuando Arvardan volvió a hablar lo hizo en el tono amable de antes.
—No se preocupe por los espaciales —dijo, humillándose hasta el extremo de utilizar el término con el que los terrestres designaban a quienes no habían nacido en la Tierra—. Yo me encargaré de ellos, señorita Shekt.
—¡Oh, ni se le ocurra intentarlo! —exclamó ella, súbitamente preocupada de nuevo—. No les hable. Obedezca todas sus órdenes, y procure ni mirarles siquiera.
La sonrisa de Arvardan se hizo un poco más ancha.
Los guardias les divisaron cuando aún se encontraban a alguna distancia de la entrada principal. Salieron a un recinto vacío de pequeñas dimensiones donde reinaba un extraño silencio. El aullido de las sirenas de los vehículos militares estaba casi sobre ellos.
Y un instante después los vehículos blindados aparecieron en la plaza, y los soldados con las cabezas cubiertas por globos de vidrio saltaron de su interior. La multitud se dispersó aterrorizada delante de ellos, y las carreras fueron ayudadas por los gritos cortantes y los empujones dados con los extremos de los látigos neurónicos.
El teniente Claudy, que se había puesto al frente de sus soldados, fue hacia un guardia terrestre que custodiaba la entrada principal.
—Bien, ¿quién tiene la fiebre?
Su rostro estaba ligeramente crispado bajo la campana de vidrio que contenía aire purificado. La amplificación radiofónica del traje hacía que su voz sonara ligeramente metálica.
El guardia inclinó respetuosamente la cabeza.
—Hemos aislado al enfermo en el interior del local, Excelencia. Sus dos acompañantes están en la puerta..., delante de usted.
—¡Ah, magnífico! Que se queden ahí. Ahora... Bien, en primer lugar quiero que esta muchedumbre se disperse. ¡Sargento, despeje la plaza!
A partir de aquel momento las órdenes fueron cumplidas con rígida eficacia. La tenue luz del crepúsculo empezó a caer sobre Chica mientras la multitud se iba dispersando en la penumbra. La suave claridad de la iluminación artificial bañó las calles.
El teniente Claudy se golpeó una de sus pesadas botas con la empuñadura del látigo neurónico.
—¿Está seguro de que el terrestre enfermo se encuentra dentro?
—No ha salido, Excelencia. Tiene que estar dentro.
—Bien, en tal caso supondremos que es así y no perderemos más tiempo. ¡Sargento, desinfecte el edificio!
Un contingente de soldados imperiales herméticamente aislados del ambiente exterior entró en el edificio. El cuarto de hora siguiente pareció transcurrir muy despacio. Arvardan contemplaba la escena con expresión fascinada: aquello era todo un experimento práctico de relaciones interculturales, y Arvardan tenía sus razones profesionales para no querer interrumpirlo.
Los últimos soldados imperiales volvieron a salir y el edificio quedó envuelto en las sombras cada vez más espesas de la noche.
—¡Cierren las puertas!
Pocos minutos después las latas de desinfectante que habían sido distribuidas por los pisos del edificio fueron activadas mediante el control remoto. Las latas se abrieron en el interior del edificio y espesos vapores salieron de ellas, treparon por las paredes, se adhirieron a cada centímetro cuadrado de las superficies y se deslizaron por el aire infiltrándose hasta los intersticios más remotos. Ninguna variedad de protoplasma podía sobrevivir a su presencia, ya fuese el de un germen o el de ser humano. Después habría que llevar a cabo un lavado químico especialmente drástico para eliminar definitivamente la contaminación.
El teniente fue hacia Arvardan y Pola.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó.
En su voz no había ni tan siquiera crueldad, sólo la indiferencia más absoluta imaginable. El teniente pensaba que un terrestre había muerto. ¿Y qué? Aquel día también había matado una mosca, ¿no? Eso elevaba el total a dos insectos muertos.
No obtuvo respuesta porque Pola inclinó la cabeza humildemente y Arvardan se limitó a lanzarle una mirada llena de curiosidad. El oficial imperial no apartó los ojos de ellos.
—Examine a esos dos para averiguar si están infectados —ordenó secamente.
Un oficial con la insignia del Cuerpo Médico Imperial fue hacia ellos y les examinó con muy poca cortesía. Sus manos enguantadas se metieron casi a la fuerza debajo de sus axilas y tiraron de las comisuras de sus labios para permitirle observar la mucosa de sus mejillas.
—No hay infección, teniente —dijo por fin—. Si hubiesen estado en contacto con un caso de fiebre de radiación esta tarde, el contagio ya se habría producido y las llagas resultarían visibles.
—Hum —murmuró el teniente Claudy.
Se quitó cautelosamente el globo de vidrio, aspiró con expresión satisfecha el aire «puro» (aunque fuese de la Tierra), y apoyó la incómoda esfera de vidrio sobre el hueco de su codo izquierdo.
—¿Cómo te llamas, terraqueja?
El término en sí era insultante, y el tono con que había sido pronunciado lo volvía todavía más ofensivo, pero Pola no dio ninguna muestra de resentimiento.
—Pola Shekt, señor —susurró.
—¡Tus documentos!
Pola hurgó en el bolsillito de su bata blanca y sacó la libretita roja de la documentación.
El teniente la cogió, la abrió bajo el rayo luminoso de su linterna de bolsillo y la estudió. Después se la arrojó de vuelta. La libretita cayó al suelo, y Pola se apresuró a inclinarse para recogerla.
—Levanta —ordenó el teniente con impaciencia.
Dio un puntapié a la libretita propulsándola fuera del alcance de Pola. La joven apartó los dedos. Estaba muy pálida.
Arvardan frunció el ceño y decidió que ya iba siendo hora de que interviniese.
—¡Eh, un momento! —exclamó.
El teniente se volvió rápidamente hacia él. Sus labios tensos dejaban al descubierto los dientes.
—¿Qué has dicho, terraquejo?
Pola se interpuso inmediatamente entre ellos.
—Por favor, señor... Este hombre no tiene ninguna relación con nada de lo que ha ocurrido antes. Es la primera vez que le veo.
—Te he preguntado qué habías dicho, terraquejo —insistió el teniente apartando a la muchacha de un empujón.
—He dicho «Eh, un momento» —murmuró Arvardan, devolviéndole la mirada sin inmutarse—, y me disponía a añadir que no me gusta la forma en que trata a las mujeres y que le aconsejo que intente mejorar sus modales.
Estaba demasiado irritado para corregir la falsa impresión sobre su origen que se había formado el teniente.
Los labios del teniente Claudy se curvaron en una sonrisa totalmente desprovista de humor.
—¿Y dónde te han educado a ti, terraquejo? ¿Qué pasa, crees que llamar «señor» a un hombre es un esfuerzo excesivo para ti? No sabes mantenerte en tu lugar, ¿eh? Bien, hace mucho que no he tenido el placer de dar una lección a un animal de tu especie, así que...
Su mano castigó el rostro de Arvardan moviéndose con la velocidad de una serpiente que ataca, y la palma y el dorso la golpearon dos veces. Arvardan retrocedió sorprendido, y empezó a sentir un creciente zumbido en los oídos. Extendió la mano para sujetar el brazo que le golpeaba, y vio cómo el asombro contorsionaba las facciones del teniente.
Los músculos de sus hombros obedecieron al instante la orden enviada por el cerebro.
El teniente cayó sobre el pavimento con un impacto tan violento que la esfera de vidrio salió despedida y se hizo añicos. Claudy se quedó totalmente inmóvil, y Arvardan le observó con una sonrisa feroz mientras se sacudía las manos.
—¿Hay por aquí algún otro bastardo que crea que puede jugar a las palmadas con mi cara? —preguntó.
Pero el sargento ya había levantado su látigo neurónico. El contacto se cerró, y un tenue resplandor violeta salió disparado hacia la alta silueta del arqueólogo y la envolvió.
Todos los músculos del cuerpo de Arvardan se envararon en las garras de un dolor insoportable, y fue cayendo lentamente de rodillas. Estaba totalmente paralizado, y perdió el conocimiento casi al instante.
Cuando salió de su estupor lo primero que notó fue un agradable frescor sobre la frente. Arvardan intentó abrir los ojos, y descubrió que sus párpados parecían estar instalados sobre bisagras enmohecidas. Dejó que siguieran cerrados, y fue levantando el brazo hasta su cara moviéndolo temblorosamente por etapas lo más cortas posible (por pequeño que fuese, cada movimiento muscular hacía que sintiera como si le estuviesen clavando alfileres en todo el cuerpo).
Era una toalla húmeda sostenida por una mano pequeña y delicada...
Abrió dificultosamente un ojo y luchó con la bruma que nublaba su mirada.
—Pola... —dijo.
La joven lanzó un gritito de alegría.
—¡Sí, soy yo! —exclamó—. ¿Cómo se siente?
—Como si estuviera muerto, con la desventaja de que noto el dolor —gruñó Arvardan—. ¿Qué ha ocurrido?
—Nos enviaron a la base militar. El coronel ha estado aquí. Le registraron y no sé qué pensarán hacerle, pero... ¡Oh, señor Arvardan, no tendría que haber golpeado al teniente! Creo que le fracturó un brazo...
—Estupendo. Lamento no haberle roto la columna vertebral.
—Pero la resistencia a un oficial del Imperio está..., está penada con la muerte —susurró Pola contemplándole con expresión horrorizada.
—¿De veras? Bueno, ya veremos.
—Silencio. Creo que vuelven.
Arvardan cerró los ojos e intentó serenarse. Oyó que Pola lanzaba una exclamación ahogada, y cuando sintió el pinchazo de la hipodérmica no consiguió que sus músculos le obedecieran. Y una maravillosa oleada de puro alivio empezó a circular por sus venas y sus nervios. Sus brazos se flexionaron, y su espalda se relajó lentamente hasta dejar de formar un arco rígido. Arvardan parpadeó rápidamente y se irguió sobre un codo.
El coronel le estaba observando con expresión pensativa. Pola le contemplaba con cierto temor, pero en sus ojos también había alegría.
—Bien, doctor Arvardan, según parece esta tarde hemos sufrido un desagradable contratiempo en la ciudad, ¿no? —dijo el coronel.
Doctor Arvardan... Pola comprendió que sabía muy poco acerca de él. Ni tan siquiera tenía idea de a qué se dedicaba... Nunca había experimentado una sensación semejante.
—¿Desagradable? —comentó Arvardan, y dejó escapar una risita enronquecida—. Creo que no es el adjetivo más apropiado.
—Le fracturó un brazo a un oficial del Imperio que se disponía a cumplir con su deber.
—Ese oficial me había golpeado, y el cumplimiento de su deber no incluía la necesidad de insultarme groseramente tanto con palabras como con actos. Al proceder de esa forma perdió todo el derecho que pudiera tener a ser tratado como un oficial y un caballero, y en mi calidad de ciudadano del Imperio me está permitido rechazar enérgicamente ese tratamiento torpe..., por no decir ilegal.