Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
—No, pero si le dice a la señorita qué ha sido del hombre que comió con ustedes se ganará el equivalente de un viaje sin necesidad de hacerlo.
Granz pareció desolado.
—Bueno, me gustaría poder ayudarles, pero no le había visto en toda mi vida hasta ahora.
—Oiga, señorita, si se hubiese ido en la dirección de la que ha venido usted yo le habría visto —dijo Arvardan volviéndose hacia la muchacha—. No puede estar muy lejos... ¿Qué le parece si seguimos un rato por esta calle en dirección norte? Reconoceré a ese hombre si le veo.
Su ofrecimiento de ayuda fue un impulso, a pesar de que generalmente Arvardan no era un hombre impulsivo. Miró a la muchacha aguardando su respuesta y sonrió.
—¿Qué ha hecho, señorita? —preguntó Granz de repente—. Supongo que no habrá violado ninguna Costumbre, ¿verdad?
—No, no —se apresuró a responder ella—. Está..., está un poco enfermo, nada más.
—¿Un poco enfermo? —repitió Messter siguiéndoles con la mirada cuando se fueron. Echó su gorra hacia atrás y se pellizcó el mentón con expresión pensativa—. ¿Has oído eso, Granz? Un poco enfermo...
Sus ojos se clavaron en el rostro de su compañero durante unos momentos.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Granz, un poco intranquilo.
—Se me acaba de ocurrir una idea que a lo mejor también acaba poniéndome enfermo... Ese tipo debe de haberse fugado del hospital. La muchacha que le buscaba era enfermera, y parecía estar muy preocupada. ¿Por qué tenía que estar tan preocupada si ese tipo sólo estaba «un poco enfermo»? Apenas podía hablar y no entendía nada. Lo notaste, ¿verdad?
Un brillo de pánico apareció de repente en los inmensos ojos de Granz.
—No estarás pensando que tenía la fiebre, ¿eh?
—Pues claro que pienso que tenía la fiebre de radiación..., y parecía un caso bastante grave. Además recuerda que estuvo a pocos centímetros de nosotros. Nunca conviene...
Un hombrecillo delgado pareció surgir de la nada junto a ellos. Tenía los ojos brillantes y la mirada muy penetrante.
—¿Qué están diciendo, señores? —preguntó con voz estridente—. ¿Quién tiene la fiebre de radiación?
—¿Quién es usted? —preguntaron los dos conductores de aerotaxi lanzándole miradas desconfiadas.
—Vaya, así que quieren saber quién soy, ¿eh? —exclamó el hombrecillo—. Pues da la casualidad de que soy un mensajero de la Hermandad. —Mostró la pequeña insignia reluciente que llevaba debajo de la solapa del abrigo—. Ahora les exijo en nombre de la Sociedad de Ancianos que me expliquen qué significa esta historia sobre la fiebre de radiación.
—Oiga, yo no sé nada —respondió Messter con voz asustada—. Una enfermera andaba buscando a un tipo enfermo, y yo me pregunté si no padecería la fiebre de radiación. Eso no es ninguna violación de las Costumbres, ¿verdad?
—Así que usted me habla de las Costumbres, ¿eh? Será mejor que se ocupe de sus cosas, y deje que yo me ocupe de las Costumbres, ¿entendido?
El hombrecillo se frotó las manos, miró rápidamente a su alrededor y se alejó con paso presuroso en dirección norte.
—¡Allá está! —exclamó Pola, y apretó nerviosamente el codo de su acompañante.
Todo había ocurrido muy deprisa y con la extraña facilidad de las casualidades. El hombre regordete había aparecido de repente cuando más desesperados estaban al no encontrarle. Estaba junto a la entrada principal de unos grandes almacenes de autoservicio, a menos de tres manzanas del local de alimentómatas.
—Ya le veo —susurró Arvardan—. Ahora quédese atrás y deje que yo le siga. Si la ve y se confunde con la muchedumbre nunca conseguiremos volver a dar con él.
Le siguieron disimuladamente en una especie de cacería de pesadilla. La multitud que llenaba el local era una ciénaga que podía absorber a su presa lenta o rápidamente, y ocultarla indefinidamente para vomitarla en el momento más inesperado, levantando barreras inexpugnables que les impedirían llegar hasta él. La muchedumbre casi parecía tener una malévola y consciente mente propia.
Arvardan dio un rodeo a un mostrador moviéndose tan cautelosamente como si Schwartz fuera un pez atrapado en el extremo de su sedal. Estiró la mano y sus dedos se cerraron sobre el hombro de Schwartz.
Schwartz soltó un chorro de palabras ininteligibles, puso cara de susto e intentó librarse a tirones; pero la mano de Arvardan era capaz de retener a hombres mucho más fuertes que él, y el arqueólogo se limitó a sonreír y mantuvo la presión.
—Hola, viejo amigo —dijo en el tono más normal posible en beneficio de posibles espectadores curiosos—. Hacía meses que no te veía... ¿Qué tal te encuentras?
Arvardan pensó que bastaba con fijarse en las frenéticas protestas de su prisionero para darse cuenta de lo evidente del engaño, pero un instante después Pola ya se había reunido con ellos.
—Vuelva con nosotros, Schwartz —susurró.
El cuerpo de Schwartz se envaró en un instante de rebeldía, pero se rindió casi enseguida.
—Ir... con... ustedes —dijo cansadamente.
Pero sus palabras casi fueron ahogadas por el rugido repentino que brotó del sistema de megafonía del local.
—¡Atención, atención, atención! La dirección solicita que todos los clientes salgan ordenadamente por la puerta de la calle Quinta, donde presentarán sus tarjetas de identificación a los guardias apostados en ella. La salida del establecimiento debe llevarse a cabo con la máxima rapidez posible. ¡Atención, atención, atención...!
La orden fue repetida tres veces. La última vez ya se oyó el ruido de pies de una multitud que empezaba a alinearse delante de la salida. Un rumor emitido por muchas lenguas se hizo audible casi al mismo tiempo, y empezó a formular de diversas maneras la pregunta siempre imposible de contestar: «¿Qué ha sucedido? ¿Qué ocurre?».
—Pongámonos en la fila, señorita —dijo Arvardan encogiéndose de hombros—. Tenemos que salir de todos modos, ¿no?
—No podemos. No podemos... —murmuró Pola.
—¿Por qué no? —preguntó el arqueólogo frunciendo el ceño.
La muchacha se limitó a apartarse de él. ¿Cómo podía explicarle que Schwartz no tenía tarjeta de identificación? ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué la había ayudado? Pola se sintió envuelta en un torbellino de sospechas y desesperación.
—Será mejor que se vaya si no quiere verse metido en un lío —dijo con voz enronquecida.
Los ascensores dejaban en libertad su carga humana a medida que se iban vaciando los pisos superiores. Arvardan, Pola y Schwartz formaban un islote de inmovilidad en medio de aquel río humano.
Cuando repasó los acontecimientos más tarde, Arvardan comprendió que podría haber abandonado a la muchacha en aquel momento. ¡Sí, podría haberla abandonado, no haber vuelto a verla nunca! No habría tenido nada que reprocharse, y entonces todo hubiese sido muy distinto y el inmenso Imperio Galáctico habría acabado desintegrándose en el caos y la destrucción.
Pero no la abandonó. El miedo y la desesperación no la embellecían —nunca producen ese efecto—, pero Arvardan se sintió conmovido por su expresión abatida.
Ya se había alejado un paso, pero se volvió hacia ella.
—¿Va a quedarse aquí?
La muchacha asintió con la cabeza.
—¿Pero por qué? —preguntó Arvardan.
—Porque... —Las lágrimas brotaron de sus ojos—. Porque no se me ocurre otra cosa.
Se trataba de una terrestre, sí, pero no era más que una muchacha asustada.
—Si me explica cuál es su problema intentaré ayudarla —dijo Arvardan suavizando la voz.
No obtuvo respuesta.
Los tres formaban un cuadro extraño. Schwartz se había ido encogiendo poco a poco sobre sí mismo hasta quedar en cuclillas. Se encontraba demasiado aturdido para tratar de seguir la conversación, para sentir curiosidad por la repentina evacuación del local o para hacer otra cosa que no fuese ocultar el rostro entre las manos en un último y mudo sollozo interior de pura desesperación. Pola lloraba, y sólo sabía que estaba más asustada de lo que había creído posible que llegara a asustarse jamás una persona. Arvardan, intrigado y a la expectativa, intentaba consolarla inútilmente con palmaditas en el hombro, y sólo atinaba a pensar que era la primera vez que tocaba a una terrestre.
Y entonces el hombrecillo fue hacia ellos.
El teniente Mare Claudy de la guarnición imperial de Chica bostezó lentamente y clavó los ojos en la nada sintiendo un aburrimiento tan intenso que rozaba lo inefable. Era el segundo año que pasaba destacado en la Tierra, y esperaba ansiosamente el momento del traslado.
No había ningún lugar en toda la Galaxia donde el problema de mantener una guarnición imperial resultara tan complicado como en aquel planeta horrible. En otros mundos existía cierta camaradería entre el militar y el civil..., especialmente el civil del sexo femenino. Había una sensación de libertad y amplitud de horizontes.
Pero en la Tierra el cuartel era una prisión. Había barracones a prueba de radiactividad, y la atmósfera tenía que ser filtrada para librarla del polvo radiactivo. Las ropas pesadas y frías estaban impregnadas de plomo, y no se podía prescindir de ellas a menos que se estuviese dispuesto a correr un grave riesgo; y como corolario de todo aquello, la confraternización con los habitantes femeninos del planeta (suponiendo que la desesperación producto de la soledad pudiera hacerse lo bastante intensa como para impulsar a un soldado imperial a buscar la compañía de una terraqueja) quedaba totalmente fuera de cuestión.
¿Qué quedaba entonces, además de los bufidos de aburrimiento, las siestas larguísimas y el ir cayendo gradualmente en un estado de demencia?
El teniente Claudy meneó la cabeza en un esfuerzo por despejarla que no le sirvió de nada, volvió a bostezar, se sentó y empezó a ponerse los zapatos. Consultó el reloj, y decidió que todavía no era la hora de cenar.
Y de repente se levantó de un salto con un solo zapato puesto y sabiendo que estaba despeinado, y saludó marcialmente.
El coronel le lanzó una mirada despectiva, pero no hizo ningún comentario directo.
—Teniente, hemos recibido la información de que se ha producido un disturbio en el distrito comercial —dijo con voz seca y cortante—. Llevará un destacamento de desinfección a los grandes almacenes Dunham, y se encargará de restablecer el orden. Asegúrese de que todos sus hombres están protegidos contra un posible contagio de fiebre de radiación.
—¡La fiebre de radiación! —exclamó el teniente—. Disculpe, señor, pero...
—Partirá dentro de un cuarto de hora —dijo el coronel con voz gélida.
Arvardan fue el primero en ver al hombrecillo, y se puso rígido en cuanto éste movió la mano saludándoles.
—Hola, viejo. Hola, gigantón. Diga a la señorita que cierre el pico.
Pola levantó la cabeza y tragó una honda bocanada de aire. Se inclinó hacia el cuerpo de Arvardan en una reacción automática de búsqueda de protección, y el arqueólogo reaccionó de manera igualmente automática rodeándola con el brazo. No pensó que estaba tocando a una terrestre por segunda vez.
—¿Qué desea? —preguntó secamente.
El hombrecillo de ojos penetrantes salió de detrás del mostrador atestado de paquetes moviéndose tan confiadamente como si todo lo que había a su alrededor le perteneciera.
—No tiene más remedio que salir, señorita, pero no debe preocuparse por eso —dijo en un tono que conseguía ser amable e insolente al mismo tiempo—. Yo me encargaré de llevar a su hombre al Instituto.
—¿Qué Instituto? —preguntó Pola, muy asustada.
—¡Oh, déjese de farsas! —replicó el hombrecillo—. Soy Natter, el dueño de la frutería que está delante del Instituto de Investigaciones Nucleares. La he visto entrar y salir del Instituto muchas veces.
—Oiga, ¿qué significa todo esto? —intervino Arvardan con bastante brusquedad.
El cuerpecillo de Natter tembló de hilaridad.
—Creen que este tipo tiene la fiebre de radiación...
—¿La fiebre de radiación? —preguntaron al unísono Arvardan y Pola.
—Exacto —asintió Natter—. Dos conductores de aerotaxi comieron con él, y eso es lo que han dicho... Ya saben que los rumores tienen alas, ¿no?
—¿Y los guardias apostados en la puerta sólo buscan a alguien afectado por la fiebre de radiación? —preguntó Pola.
—Eso es.
—¿Y usted por qué no tiene miedo a la fiebre de radiación? —preguntó Arvardan de repente—. Supongo que las autoridades han ordenado evacuar el local por temor al contagio, ¿no?
—Sí, y las autoridades están esperando fuera porque les da miedo entrar. Esperan a que llegue el destacamento de desinfección que enviarán los espaciales.
—¿Y usted no teme a la fiebre de radiación?
—¿Por qué habría de temerla? Ese tipo no está enfermo... Mírenle. ¿Dónde están las llagas de su boca? No tiene el rostro congestionado, y sus ojos están perfectamente. Conozco los síntomas de la fiebre de radiación... Vamos, señorita, salgamos de aquí.
Pola volvía a estar muy asustada.
—No, no. No podemos. Él..., él...
No consiguió articular otra palabra.
—Puedo hacer que salga de aquí —dijo Natter con voz insinuante—. Sin hacer preguntas, sin necesidad de enseñar una tarjeta de identificación...
Pola dejó escapar una exclamación de sorpresa.
—¿Qué le hace tan importante? —preguntó Arvardan con evidente disgusto.
Natter dejó escapar una risita enronquecida y se levantó la solapa para enseñarles el reverso.
—Soy mensajero de la Sociedad de Ancianos —dijo—. Nadie me hará ninguna pregunta.
—¿Y qué piensa ganar con esto?
—¡Dinero! Usted tiene problemas, y yo puedo ayudarla. Muy justo, ¿no le parece? Digamos que esto vale cien créditos... Cincuenta ahora y cincuenta más en el momento de la entrega.
—Le entregará a los Ancianos —susurró Pola contemplándole con expresión horrorizada.
—¿Para qué iba a hacer eso? A ellos no les sirve de nada, y para mí vale cien créditos. Yo no esperaría a que lleguen los espaciales: son capaces de matar a este tipo antes de tomarse la molestia de averiguar si está enfermo... Ya conocen a los espaciales, ¿no? Les importa un bledo tener que matar a un terrestre..., incluso les gusta hacerlo.
—Llévese también a la señorita —dijo Arvardan.
Un brillo de astucia maliciosa iluminó los ojillos de Natter.
—¡Oh, no! De eso nada, amigo. Siempre corro riesgos calculados, ¿entiende? Puedo sacar a una persona de aquí, pero quizá no conseguiría sacar a dos..., y si saco a una será a la de más valor. ¿No le parece muy razonable?