Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
—Bueno, supongo que vivir más allá de los sesenta no sirve de mucho —dijo.
—No si uno es granjero —replicó vigorosamente otro pasajero—. Después de haber pasado medio siglo trabajando en los campos hace falta estar loco para no aceptar el fin de ese tipo de vida, desde luego... ¿Pero qué me dice de los burócratas y de los hombres de negocios?
El hombre maduro cuyo cuadragésimo aniversario de bodas había iniciado la conversación acabó emitiendo su parecer, quizá envalentonado porque al ser una víctima inminente de los sesenta ya no tenía nada que perder.
—En cuanto a eso, depende de las relaciones que uno tenga —manifestó, y guiñó un ojo maliciosamente—. En una ocasión conocí a un hombre que cumplió sesenta años un día después del Censo 810, y que siguió viviendo hasta ser descubierto en el Censo 820. Cumplió sesenta y nueve años antes de irse... ¡Sesenta y nueve años! ¡Imagínenselo!
—¿Y cómo lo consiguió?
—Tenía un poco de dinero y su hermano era miembro de la Sociedad de Ancianos. Con esa combinación no hay prácticamente nada que resulte imposible.
Sus palabras merecieron la aprobación general.
—Oigan, un tío mío vivió un año de más —dijo enfáticamente el joven del cigarrillo—. Apenas un año... Ya saben, era uno de esos tipos egoístas que no tienen muchas ganas de irse, aunque para lo que le importábamos no entiendo por qué quería seguir viviendo. Yo no estaba enterado, porque de haberlo estado le hubiese denunciado. Sí, pueden creerme... Cuando te llega la hora tienes que irte, ¿no? Es la única forma de ser justo con la siguiente generación. Bueno, acabaron descubriéndolo y cuando menos nos lo esperábamos mi hermano y yo tuvimos que comparecer ante la Hermandad. Nos preguntaron por qué no habíamos denunciado a mi tío. Yo dije que no sabía nada al respecto, y que en mi familia nadie sabía nada. Les expliqué que hacía diez años que no habíamos visto a mi tío, y mi padre lo confirmó; pero a pesar de eso nos impusieron una multa de quinientos créditos. Eso es lo que ocurre cuando no tienes ninguna clase de influencias...
Una expresión de repugnancia se fue extendiendo poco a poco por las facciones de Arvardan. ¿Sería posible que aquellas personas estuvieran lo suficientemente locas como para aceptar la muerte con tanta tranquilidad y para odiar a los parientes y amistades que intentaban salvar su vida? Arvardan se preguntó si no habría subido por error a un estratosférico que transportaba un contingente de lunáticos destinados al manicomio..., o a la eutanasia. ¿Sería posible que aquellos hombres y mujeres capaces de decir cosas semejantes fuesen terrestres normales y corrientes?
Su vecino estaba volviendo a mirarle, y de repente su voz interrumpió el curso de los pensamientos de Arvardan.
—Eh, amigo, ¿dónde queda «allá»?
—Perdone, ¿qué ha dicho?
—Hace un rato le pregunté de dónde venía, y usted me respondió que «de allá». ¿Dónde está «allá»? ¿Eh?
Arvardan fue repentinamente consciente de que todos los ojos estaban clavados en él, y de que en cada par de pupilas ardía el brillo de la desconfianza. ¿Pensarían que era miembro de la Sociedad de Ancianos? ¿Y si sus preguntas les habían parecido los señuelos de un provocador?
Decidió enfrentarse a la situación siendo lo más sincero posible.
—No vengo de ningún lugar de la Tierra —dijo—. Me llamo Bel Arvardan, y procedo de Baronn, Sector de Sirio. ¿Cómo se llama usted? —añadió extendiendo al mismo tiempo la mano hacia su compañero de asiento.
Fue como si hubiera dejado caer una cápsula explosiva atómica en el suelo del estratosférico.
La expresión de horror silencioso que se extendió por todos los rostros en cuanto hubo acabado de hablar no tardó en ser sustituida por una hostilidad colérica y amargada que pareció fulminar a Arvardan. El hombre que había estado sentado a su lado se apresuró a levantarse y se cambió a otro asiento, cuyos ocupantes se apretujaron para hacerle sitio.
Las cabezas giraron en otra dirección. Arvardan se vio rodeado de hombros que le aislaban, y sintió una fugaz indignación. Que unos terrestres fueran capaces de tratarle así..., ¡unos terrestres! Les había ofrecido cordialmente su mano..., él, un nativo de Sirio, había condescendido a tratar con ellos, ¡y había sido rechazado!
Hizo un gran esfuerzo para serenarse. Resultaba evidente que el fanatismo nunca obraba en un solo sentido. ¡El odio engendraba más odio!
De repente notó que había alguien a su lado y volvió la cabeza en esa dirección.
—¿Sí? —preguntó con voz ofendida.
Era el joven del cigarrillo.
—Hola. Me llamo Green —dijo encendiendo otro cigarrillo mientras hablaba—. Vamos, no se deje afectar por lo que hagan esos imbéciles...
—No me ha afectado —respondió secamente Arvardan.
Su nueva compañía no le gustaba demasiado, y no estaba de humor para recibir los consejos condescendientes de un terrestre.
Pero Green parecía incapaz de captar los matices más delicados de una reacción. Dio una vigorosa calada a su cigarrillo y golpeó delicadamente el brazo del asiento con él, dejando caer la ceniza en el pasillo central.
—¡Patanes! —murmuró despectivamente—. Son una pandilla de granjeros... Les falta visión galáctica, ¿entiende? No les haga caso... En cambio yo... Bueno, yo tengo una filosofía muy distinta. Mi lema es «Vive y deja vivir», ¿entiende? No tengo nada contra los espaciales. Si quieren ser cordiales conmigo, yo lo seré con ellos. Qué demonios... Ellos no pueden evitar el ser espaciales, igual que yo no niego ser un terrestre. ¿No cree que tengo razón?
El joven dio un par de palmaditas sobre la muñeca de Arvardan como si se hubieran conocido de toda la vida.
Arvardan hizo un gesto de asentimiento y sintió que sus músculos se tensaban bajo el roce de aquella mano. Mantener contacto social con un hombre que lamentaba haber perdido una oportunidad de provocar la muerte de su tío no le resultaba nada agradable fuera cual fuese su planeta de origen.
—¿Va a Chica? —preguntó Green echándose hacia atrás—. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Albadan?
—Me llamo Arvardan... Sí, voy a Chica.
—Yo nací allí, ¿sabe? Ah, Chica..., la ciudad más condenadamente maravillosa de toda la Tierra. ¿Se quedará mucho tiempo allí?
—Quizá. Todavía no he hecho planes al respecto.
—Hmmmm... Oiga, espero que no le moleste que le diga que me he estado fijando en su camisa. ¿Me permite verla un poco más de cerca? Confeccionada en Sirio, ¿eh?
—Sí.
—Una tela excelente. En la Tierra no hay forma de conseguir nada remotamente parecido... Oiga, amigo, ¿no tendrá por casualidad una camisa igual en la maleta? Si quisiese venderla yo se la compraría al instante. Es una camisa elegantísima.
Arvardan meneó la cabeza enfáticamente.
—Lo lamento, pero mi guardarropa no es demasiado abundante. Pienso ir comprando ropa en la Tierra a medida que la vaya necesitando.
—Le pagaré cincuenta créditos por ella —dijo Creen. No obtuvo respuesta—. Es un buen precio —añadió en un tono algo resentido.
—Sí, es un precio magnífico —asintió Arvardan—, pero ya le he explicado que no dispongo de camisas para vender.
—Bueno —murmuró Green, y se encogió de hombros—. Supongo que se quedará una temporada en la Tierra, ¿no?
—Quizá.
—¿A qué se dedica?
El arqueólogo permitió que la irritación que sentía se hiciera visible por fin.
—Oiga, señor Green, si no tiene inconveniente... En fin, estoy un poco cansado y me gustaría dormir un rato. Espero que no le moleste, pero...
—Eh, ¿qué mosca le ha picado? —preguntó Green frunciendo el ceño—. ¿Qué pasa, es que los sirianos no creen en la amabilidad o qué? Le he hecho una pregunta, nada más... Sólo intentaba ser afable. No hace falta que me muerda por ello.
Hasta aquellos momentos la conversación se había estado desarrollando en voz baja, pero Green fue subiendo el tono hasta acabar casi gritando. Los rostros hostiles se volvieron hacia Arvardan, y el arqueólogo tensó los labios.
Pensó que él mismo se lo había buscado, y sintió una punzada de amargura. Si se hubiese mantenido alejado desde el primer momento y no hubiera sentido la necesidad de exhibir su maldita tolerancia imponiéndosela a personas que no la necesitaban para nada, ahora no estaría metido en aquel lío.
—Señor Green, yo no le he pedido que me hiciese compañía y no le he faltado al respeto en ningún momento —dijo en el tono más tranquilo y razonable de que fue capaz—. Le repito que estoy cansado y que deseo dormir... Creo que no hay nada malo en eso, ¿verdad?
—Oiga, no tiene por qué tratarme como si fuese un perro callejero —exclamó el joven. Se puso en pie, arrojó violentamente su cigarrillo al suelo y señaló a Arvardan con un dedo—. Espaciales asquerosos... Vienen aquí con su altivez y sus discursitos y creen que eso les da derecho a pisotearnos, ¿no? Bueno, pues no tenemos por qué aguantar su presencia, ¿entiende? Si esto no le gusta, vuelva al sitio del que ha venido; y si continúa provocándome mucho rato verá cómo le doy una lección. ¿Cree que le tengo miedo?
Arvardan volvió la cabeza y clavó la mirada en la ventanilla.
Green no dijo nada más, y volvió al asiento en el que había estado sentado antes. Un murmullo nervioso empezó a recorrer la cabina del estratosférico, pero Arvardan no le prestó atención. Sintió más que vio las miradas cargadas de veneno que se clavaban en él, y las soportó hasta que la atención de que era objeto se fue disipando poco a poco como ocurre con todas las cosas.
El asiento que había a su lado permaneció vacío hasta el final del viaje, y Arvardan no volvió a abrir la boca.
El aterrizaje en el aeródromo de Chica fue todo un alivio. Arvardan sonrió para sus adentros al ver por primera vez desde el aire «la ciudad más condenadamente maravillosa de toda la Tierra»; pero no tardó en descubrir que Chica significaba una notable mejora en comparación con la atmósfera cargada de hostilidad del estratosférico.
Vigiló la operación de descarga de su equipaje e hizo que fuese llevado a un taxi de dos ruedas. Al menos allí sería el único pasajero, por lo que si no hablaba más de lo necesario con el conductor no habría muchas probabilidades de que se metiera en líos.
—A la Casa del Estado —dijo, y el conductor puso en marcha el vehículo.
Así fue como Arvardan llegó por primera vez a Chica, y lo hizo el mismo día en el que Joseph Schwartz huyó de su habitación en el Instituto de Investigaciones Nucleares.
Green siguió con la mirada la marcha de Arvardan. Sus labios estaban curvados en una sonrisa siniestra. Sacó su libretita y la estudió detenidamente entre calada y calada al cigarrillo. A pesar de la historia de su tío (un truco que ya había utilizado frecuentemente con buenos resultados), no había conseguido gran cosa de los pasajeros. El viejo había protestado porque un hombre había vivido más tiempo del que le tocaba, y había atribuido el que lo hubiese conseguido a su relación con la Sociedad de Ancianos. Eso podía ser considerado como una calumnia contra la Hermandad; pero el viejo cumpliría los sesenta dentro de un mes, así que no valía la pena que anotara su nombre en la libretita.
Pero el espacial..., bueno, eso era muy distinto. Repasó las anotaciones con una sensación de júbilo. «Bel Arvardan, Baronn, Sector de Sirio. Parece interesado en los Sesenta. Muy discreto respecto a sus actividades. Llegó a Chica el 12 de octubre en un vuelo estratosférico comercial a las 11 de la mañana, hora de Chica. Claros sentimientos antiterrestres».
Quizá por fin había pescado un pez gordo. Pillar a los gruñones que hacían comentarios indiscretos resultaba cada vez más aburrido, pero sorpresas ocasionales como aquélla lo compensaban sobradamente.
La Hermandad dispondría de su informe antes de que hubiera transcurrido media hora. Green salió del aeropuerto sin apresurarse.
El doctor Shekt estaba hojeando por vigésima vez su último volumen de anotaciones cuando Pola entró en su despacho. Shekt alzó la mirada, y vio que Pola fruncía el ceño mientras se ponía la bata blanca.
—¿Aún no has comido, papá?
—¿Eh? Pues claro que sí... Oh, ¿qué es esto?
—Esto es el almuerzo o al menos lo era. Lo que comiste debe de haber sido el desayuno. No sé de qué sirve que compre comida y la traiga aquí si no te la comes. Acabaré teniendo que obligarte a ir a comer a casa.
—Vamos, Pola no te enfades... Te aseguro que me lo comeré. ¡No puedo interrumpir un experimento vital cada vez que a ti te parece que debo alimentarme! —protestó Shekt. Pero cuando llegó al postre ya volvía a estar de buen humor.
—No puedes ni imaginarte qué clase de hombre es Schwartz... —dijo—. ¿Te he hablado alguna vez de sus suturas craneanas?
—Me dijiste que tienen un aspecto muy primitivo.
—Pero eso no es todo, Pola... Tiene treinta y dos dientes, ¿sabes? Tres muelas arriba y tres abajo a cada lado, contando una muela artificial que debe de ser de fabricación casera a juzgar por su aspecto. Puedo asegurarte que nunca había visto un puente dental que estuviera sujeto mediante ganchos de metal a los dientes de al lado, en lugar de estar adherido a la mandíbula... ¿Pero has visto alguna vez a una persona con treinta y dos dientes?
—No me dedico a ir por ahí contando los dientes de la gente, papá. ¿Cuál es el número correcto? ¿Veintiocho?
—Tan cierto como que el espacio es grande, hija, pero aún no he terminado. Ayer le hicimos un examen interno. ¿Qué crees que encontramos? ¡Venga, adivínalo!
—¿Intestinos?
—Pola, me estás tomando el pelo deliberadamente, pero me da igual. No hace falta que intentes adivinarlo, yo te lo diré... Schwartz tiene un apéndice vermicular de siete centímetros de longitud, ¡y está abierto! ¡Es algo que no tiene precedentes! Hice algunas averiguaciones en la facultad de medicina..., con mucha discreción, naturalmente..., y me enteré de que los apéndices jamás superan el centímetro y de que nunca están abiertos.
—¿Y qué significa todo eso?
—Pues que estamos ante un caso de regresión..., que Schwartz es un fósil viviente, dicho en otras palabras. —Shekt se había levantado de la silla y había empezado a ir y venir rápidamente por la habitación—. Voy a decirte una cosa, Pola: creo que no debemos devolver a Schwartz. Es un ejemplar demasiado valioso.
—No. No, papá —se apresuró a decir Pola—. No puedes retenerle. Prometiste al granjero que le devolverías a Schwartz al cabo de una semana, y debes hacerlo por el bien del mismo Schwartz. No es feliz aquí.