Un guijarro en el cielo (16 page)

Read Un guijarro en el cielo Online

Authors: Isaac Asimov

El coronel carraspeó. La respuesta de Arvardan parecía haberle dejado sin argumentos. Pola tenía los ojos abiertos como platos y les estaba contemplando con cara de incredulidad.

—Bien, no hace falta que le diga hasta qué punto lamento que se haya producido este desgraciado incidente —murmuró por fin el coronel—. Al parecer el dolor y la ofensa han quedado repartidos en partes iguales... Quizá sea mejor olvidar el incidente, ¿no le parece?

—¿Olvidarlo? No creo que sea buena idea, coronel. He sido huésped del palacio del Procurador Ennius, y creo que al Procurador le interesará conocer con toda exactitud qué clase de métodos emplea su guarnición para mantener el orden en la Tierra.

—Doctor Arvardan, le aseguro que recibirá excusas públicas por lo ocurrido y...

—Al diablo con las excusas públicas. ¿Qué piensa hacer con la señorita Shekt?

—¿Qué me sugiere usted?

—Que la deje en libertad inmediatamente, que le devuelva sus documentos y que le ofrezca sus excusas..., ahora mismo.

El coronel se sonrojó.

—Naturalmente —dijo haciendo un visible esfuerzo para controlarse, y se volvió hacia Pola—. Si la señorita quiere aceptar mis más sinceras disculpas...

Dejaron atrás las oscuras murallas del cuartel imperial. El viaje en aerotaxi hasta la ciudad propiamente dicha apenas duró diez minutos, y transcurrió en el silencio más absoluto. Cuando llegaron a la desierta oscuridad del Instituto ya era pasada la medianoche.

—Me temo que no he entendido muy bien lo que ha ocurrido —dijo Pola—. Usted debe ser una persona muy importante. Oh, me siento tan ridícula al no saber ni cómo se llama... Nunca imaginé que los espaciales pudieran tratar así a un terrestre.

Arvardan se sintió obligado a poner fin a la ficción, aunque no tenía muchos deseos de hacerlo.

—No soy terrestre, Pola —dijo—. Soy un arqueólogo del Sector de Sirio.

La muchacha se volvió rápidamente hacia él, y Arvardan vio su rostro pálido bajo la luz de la luna. Pola le contempló en silencio durante unos momentos.

—Entonces desafió a los soldados imperiales porque después de todo no corría ningún riesgo al hacerlo..., y usted lo sabía. Y yo creí..., tendría que habérmelo imaginado, claro. —Sus ojos estaban llenos de amargura y se sentía ofendida—. Señor, le ruego humildemente que me disculpe si en algún momento he incurrido en una lamentable familiaridad con usted debido a mi ignorancia, y...

—Pola, ¿qué te ocurre? —exclamó Arvardan con irritación—. ¿Qué importancia tiene que yo no sea terrestre? ¿Por qué tiene que cambiar eso la opinión que te habías formado de mí hace sólo cinco minutos?

—Podría habérmelo dicho, señor.

—No te he pedido que me llamaras «señor», y te ruego que no te comportes como los otros.

—¿A qué otros se refiere, señor? ¿A los asquerosos animales que viven en la Tierra, quizá? Le debo cien créditos.

—Olvídalos —respondió Arvardan poniendo cara de disgusto.

—No puedo obedecer esa orden, señor. Si me da sus señas mañana mismo le enviaré un giro por esa cantidad.

Arvardan decidió mostrarse súbitamente brutal.

—Me debes mucho más que cien créditos.

Pola se mordió el labio inferior.

—Es la única parte de mi enorme deuda que puedo saldar, señor —murmuró—. ¿Sus señas...?

—Casa del Estado —masculló Arvardan por encima del hombro, y se perdió en la noche.

¡Y de repente Pola descubrió que estaba llorando!

Shekt la recibió a la puerta de su despacho.

—Ha vuelto —dijo—. Un hombrecillo muy flaco le trajo al Instituto.

—¡Estupendo! —exclamó Pola.

Le resultaba muy difícil hablar.

—Me pidió doscientos créditos y se los di.

—Sólo tenía que pedirte cien, pero no tiene importancia.

Pola pasó junto a su padre.

—Estaba muy preocupado —dijo Shekt—. El disturbio en esos grandes almacenes... No me atreví a preguntar nada. Podría haberte puesto en peligro.

—No te preocupes. No ocurrió nada... Déjame dormir aquí esta noche, papá.

Pero ni tan siquiera su terrible agotamiento la ayudó a conciliar el sueño. Pola se preguntó por qué no podía dormir, y se dijo que porque había ocurrido algo. Había conocido a un hombre, y daba la casualidad de que aquel hombre era un espacial.

Pero sabía donde se alojaba... Sí, lo sabía.

10
Una interpretación de los acontecimientos

Los dos terrestres presentaban el contraste más absoluto imaginable: uno era el mayor poder aparente en la Tierra, y el otro era el mayor poder real de la Tierra.

El Primer Ministro era el terrestre más importante de todo el planeta, el gobernante de la Tierra reconocido por decreto formal y directo del Emperador de toda la Galaxia..., sujeto, naturalmente, a las órdenes del Procurador del Emperador. Su secretario no parecía ser nadie, apenas un miembro de la Sociedad de Ancianos que, teóricamente, era designado por el Primer Ministro para ocuparse de ciertos detalles no especificados y que, teóricamente, podía ser destituido a voluntad por el Primer Ministro.

El Primer Ministro era conocido en toda la Tierra, y estaba considerado como el árbitro supremo en todo lo referente a las Costumbres. Era quien anunciaba las excepciones a la Costumbre de los Sesenta y quien juzgaba a los profanadores del ritual, a los que no cumplían con el racionamiento o las normas de producción, a los que entraban en las Zonas Vedadas y a otros culpables de delitos parecidos. Por su parte, el secretario no era conocido por nadie —ni tan siquiera de nombre—, como no fuese por la Sociedad de Ancianos y el Primer Ministro en persona.

El Primer Ministro tenía una gran facilidad de palabra y arengaba frecuentemente al pueblo terrestre con discursos de elevado contenido emocional que desbordaban pasión y sentimientos. Era rubio, llevaba el cabello bastante largo y poseía un semblante patricio de rasgos firmes y delicados. El secretario, un hombre de nariz rechoncha y facciones avinagradas, prefería una palabra corta a una larga, un gruñido a una palabra y el silencio a un gruñido..., por lo menos en público.

El Primer Ministro parecía tener todo el poder en sus manos, naturalmente, pero en realidad era el secretario quien lo ejercía; y la intimidad del despacho del Primer Ministro era el único sitio en el que aquello resultaba evidente.

Porque el Primer Ministro se mostraba infantilmente intrigado, en tanto que el secretario se comportaba con una indiferencia tan gélida que rozaba lo ostentoso.

—Lo que no comprendo es la relación existente entre todos esos informes que me ha traído —dijo el Primer Ministro—. ¡Informes, informes...! —Alzó un brazo sobre su cabeza y golpeó violentamente un montón imaginario de papeles—. No tengo tiempo para ocuparme de ellos.

—Exacto —respondió el secretario sin inmutarse—. Para eso me tiene a mí. Yo los leo, digiero su contenido y se lo transmito.

—Bien, mi querido Balkis, entonces vayamos directamente al grano..., y deprisa, porque está claro que se trata de asuntos secundarios.

—¿Secundarios? Si no intenta pensar con más agudeza puede que algún día Su Excelencia tenga serios problemas... Veamos cuál es el significado de todos estos informes, y después le preguntaré si continúa considerando que se trata de asuntos secundarios. En primer lugar, tenemos la comunicación original del ayudante de Shekt, que ya tiene una semana de antigüedad y fue el primer factor que me impulsó a interesarme por el asunto.

—¿A qué asunto se refiere?

La sonrisa de Balkis reflejó una vaga amargura.

—Su Excelencia, ¿me permite que le recuerde que hay ciertos proyectos de gran importancia que se están desarrollando en la Tierra desde hace varios años?

—¡Sssst! —siseó el Primer Ministro.

No pudo reprimir el impulso de mirar alarmado a su alrededor, a pesar de que esa reacción le hizo perder toda la dignidad propia de su cargo.

—Su Excelencia, lo que nos dará la victoria es la confianza en nosotros mismos, no el nerviosismo... Bien, ya sabe que el éxito del proyecto dependía de que el sinapsificador, ese juguete inventado por Shekt, fuese utilizado de la manera acertada. Hasta ahora, y que sepamos, sólo ha sido utilizado bajo nuestro control e instrucciones y con finalidades muy concretas. ¡Y de repente nos enteramos de que Shekt ha sinapsificado a un desconocido violando todas nuestras órdenes!

—No veo que haya ninguna dificultad —dijo el Primer Ministro—. Castigaremos a Shekt, colocaremos bajo custodia al hombre que ha sido tratado con el sinapsificador y pondremos fin al asunto.

—No, no... Es usted demasiado ingenuo, Su Excelencia, y olvida lo realmente importante. No se trata de lo que Shekt ha hecho, sino del porqué lo ha hecho. Observe que en este asunto hay una coincidencia, una de las tantas de una serie de coincidencias consecutivas... El Procurador de la Tierra había visitado a Shekt ese mismo día, y Shekt en persona nos informó lealmente de todo el contenido de su conversación sin mentir en ningún momento. Ennius había solicitado el sinapsificador para uso imperial, y según parece le prometió toda clase de ayuda y un generoso apoyo del Emperador.

—Hum —murmuró el Primer Ministro.

—¿Se siente intrigado, Su Excelencia? ¿Acaso opina que este compromiso resulta atractivo cuando se lo compara con los peligros implícitos en nuestra labor actual? Bien, ¿se acuerda de las provisiones que nos prometieron durante la hambruna de hace cinco años? ¿Se acuerda de ellas? Bien, después nos negaron los cargamentos porque carecíamos de créditos imperiales con que pagarlos, y los productos manufacturados en la Tierra no podían ser aceptados porque estaban contaminados con radiactividad. ¿Nos enviaron provisiones gratis tal y como habían prometido? No. ¿Un préstamo, por lo menos? Ni tan siquiera eso. Cien mil personas murieron de hambre. No confíe en las promesas de los espaciales, Su Excelencia... Pero olvidemos todo eso. Lo importante es que Shekt dio una prueba ejemplar de lealtad. Después de eso no podíamos volver a dudar de él, ¿verdad? Todo hace pensar que no podríamos sospechar que nos traicionó precisamente ese mismo día y, sin embargo, eso fue lo que ocurrió.

—¿Se refiere al experimento clandestino, Balkis?

—Sí, Su Excelencia. ¿Quién era el hombre sometido al sinapsificador? Tenemos fotos de él, y la ayuda del técnico de Shekt nos permitió obtener sus impresiones retinianas. Su ficha no está en el Registro Planetario y, por lo tanto, la conclusión lógica es que no se trata de un terrestre sino de un espacial. Además, Shekt debía saberlo, porque si se hace la comprobación con las pautas retinianas una tarjeta de registro no puede ser falsificada ni transferida. Así pues, los hechos nos llevan a la deducción de que Shekt utilizó el sinapsificador en un espacial a sabiendas de que era un espacial. ¿Y por qué lo hizo? La respuesta puede ser terriblemente sencilla. Shekt no es el instrumento ideal para nuestros fines. En su juventud fue asimilacionista, y en una ocasión llegó a presentarse como candidato al Consejo de Washenn defendiendo un programa de conciliación con el Imperio. Fue derrotado, dicho sea de paso...

—No lo sabía —dijo el Primer Ministro.

—¿No sabía que fue derrotado?

—No, que se hubiese presentado como candidato... ¿Por qué no se me informó de eso? Dada su posición actual, Shekt puede resultar muy peligroso.

Los labios de Balkis se curvaron en una débil sonrisa impregnada de tolerancia.

—Shekt inventó el sinapsificador, y sigue siendo el único hombre con verdadera experiencia en su manejo —replicó—. Siempre ha estado vigilado, y a partir de ahora estará más vigilado que nunca. No olvide que un traidor en nuestras filas cuya identidad nos sea conocida puede causar un daño al enemigo que nos resultará más beneficioso que cualquier bien que pueda hacernos un hombre leal... Y ahora sigamos analizando los hechos. Shekt ha sinapsificado a un espacial. ¿Por qué? Hay un solo fin para el que puede utilizarse el sinapsificador, y es el de mejorar la capacidad intelectual. ¿Por qué ha obrado de esa manera? Porque es la única forma de vencer a los cerebros de nuestros científicos que ya han sido mejorados mediante la acción del sinapsificador. Eso significa que el Imperio tiene por lo menos vagas sospechas sobre lo que está ocurriendo actualmente en la Tierra. Bien, Su Excelencia, ¿le parece que eso es algo secundario?

La frente del Primer Ministro estaba perlada de sudor.

—¿Lo cree de veras?

—Los hechos ofrecen un rompecabezas que sólo puede ser montado de una manera. El espacial sometido a tratamiento con el sinapsificador es un hombrecillo de aspecto tan vulgar que nadie se fijaría dos veces en él..., lo cual es un auténtico golpe de genio, porque un viejo gordo y calvo puede seguir siendo el espía más temible y experimentado del Imperio. Oh, sí... Sí. ¿A qué otro podrían confiar una misión semejante? Pero hemos seguido lo mejor posible a ese desconocido —cuyo seudónimo es Schwartz, por cierto—, y ahora pasemos a examinar la segunda serie de informes.

—¿Los que hacen referencia a Bel Arvardan? —preguntó el Primer Ministro contemplando la carpeta.

—Sí —asintió Balkis—, los que hacen referencia al doctor Bel Arvardan, eminente arqueólogo del heroico Sector de Sirio, el espacial llegado de esos mundos llenos de fanáticos y valientes caballeros... —La última frase fue pronunciada en un tono claramente despectivo—. Bien, no tiene importancia... De todos modos, tenemos aquí un extraño contraste casi poético con el tal Schwartz: no estamos ante una figura anónima, sino ante una personalidad muy destacada. No es un intruso clandestino, sino que llega flotando sobre el oleaje de la publicidad. Quien nos alerta contra él no es un técnico insignificante, sino nada menos que el mismísimo Procurador de la Tierra.

—¿Cree que todo eso tiene una relación, Balkis?

—Su Excelencia podría tomar en consideración la posibilidad de que uno estuviera destinado a apartar nuestra atención del otro. O en caso contrario, y puesto que las clases gobernantes del Imperio tienen una considerable experiencia en todo lo referente a las intrigas, nos hallaríamos ante un ejemplo de dos métodos distintos de disfraz. En el caso de Schwartz las luces están apagadas, pero en el caso de Arvardan los reflectores apuntan a nuestros ojos. En ninguno de los dos debemos ver nada... Bien, ¿de qué nos previno exactamente Ennius con respecto a Arvardan?

El Primer Ministro se rascó la nariz con expresión pensativa.

Other books

The Clockwork Three by Matthew J. Kirby
Wicked Angel by London, Julia
Golden Girl by Sarah Zettel
Trapper and Emmeline by Lindsey Flinch Bedder
Fires of Midnight by Jon Land
A Bloom in Winter by T. J. Brown
Riding Shotgun by Rita Mae Brown
Bad Boy by Olivia Goldsmith