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Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (20 page)

Pero Schwartz sabía muy poco sobre aquel mundo horrible. Marcharse de noche y moverse a campo traviesa habría supuesto quedar envuelto en misterios, y muy posiblemente acabaría cayendo en bolsas de peligro radiactivo de las que Schwartz no sabía nada. Al final, la audacia de quien no tiene ningún otro recurso hizo que empezara a caminar por la carretera a primera hora de la tarde.

No esperaban que volviese antes de la hora de la cena, y para entonces ya estaría lejos. Los tres habitantes de la granja no echarían en falta ningún contacto mental.

Durante la primera hora Schwartz experimentó una sensación de júbilo por primera vez desde que había empezado aquella extraña aventura. Por fin estaba haciendo algo: estaba intentando luchar contra su entorno. Lo que hacía tenía una finalidad, y no era una simple huida a ciegas como la que había intentado en Chica.

Bueno, para tratarse de un viejo no lo estaba haciendo nada mal, ¿verdad? Aún conseguiría darles una buena lección...

Y de repente se detuvo. Schwartz se quedó inmóvil en el centro de la carretera porque algo que había olvidado atrajo de nuevo su atención.

Estaba captando el extraño contacto mental desconocido, el mismo que había percibido por primera vez durante su avance hacia la fosforescencia del horizonte antes de que fuese detenido por Arbin, el que había estado vigilándole desde los terrenos ministeriales.

Volvía a estar allí..., estaba detrás de él, oculto y al acecho.

Schwartz escuchó atentamente o, por lo menos, hizo lo que era el equivalente a escuchar atentamente en el caso del contacto mental. No se acercó más, pero estaba centrado en él. La impresión global que producía era de vigilancia mezclada con hostilidad, pero no había desesperación.

Otros detalles también resultaban bastante claros. La persona que estaba siguiendo sus pasos no debía perder de vista a Schwartz, y además iba armada.

Schwartz se volvió con una cautela casi automática, y su mirada preocupada escudriñó el horizonte.

Y el contacto mental cambió al instante.

Se volvió desconfiado y receloso, como si desconfiara respecto a su propia seguridad y al éxito de su propósito, fuera cual fuese éste. La impresión mental producida por el hecho de que quien estaba siguiendo a Schwartz iba armado se hizo más nítida, como si aquella persona estuviera tomando en consideración la posibilidad de utilizar su arma si llegaba a ser descubierta.

Schwartz sabía que él estaba desarmado e indefenso, y sabía que la persona que iba siguiéndole le mataría antes de permitir que escapara, y que moriría en cuanto hiciese el primer movimiento en falso. Seguía sin ver a nadie.

Y Schwartz siguió caminando a sabiendas de que su perseguidor se mantenía lo bastante cerca para matarle. Su espalda estaba helada por el presentimiento de algo desconocido. ¿Qué impresión produce la muerte? La idea le hostigaba al compás de su marcha, se agitaba en su mente y danzaba en su subconsciente hasta que se hizo casi insoportable.

Se aferró al contacto mental de su perseguidor como si fuese una tabla de salvación. Captaría aquel fugaz aumento de tensión indicador de que el arma estaba siendo levantada, de que el gatillo era apretado o se pulsaba un botón de disparo. En ese momento se echaría al suelo o correría...

¿Pero por qué? Si se trataba de los Sesenta, ¿por qué no acababan con él de inmediato?

La teoría del salto en el tiempo se estaba disipando de su mente, y Schwartz volvió a pensar en la amnesia. Era un delincuente, quizá un hombre peligroso que debía ser vigilado en todo momento. Quizá en tiempos había sido un alto funcionario que no podía ser eliminado violentamente, sino al que era preciso juzgar antes. Quizá su amnesia sólo era una estratagema de su subconsciente para escapar a la realidad de una culpa tremenda e imposible de soportar.

Y aquí estaba ahora, caminando por una carretera vacía en dirección a un destino incierto con la muerte pisándole los talones.

Estaba oscureciendo y el viento se había vuelto ligeramente fresco; lo cual resultaba tan absurdo como siempre. Schwartz calculaba que estaban en diciembre, y no cabía duda de que la puesta de sol a las cuatro y media así lo confirmaba, pero la leve frescura del viento no tenía nada que ver con el frío helado típico de los inviernos del Medio Oeste.

Ya hacía algún tiempo que Schwartz había llegado a la conclusión de que aquel clima tan suave era debido a que el planeta (¿la Tierra?) no dependía exclusivamente del sol para recibir calor. Su mismo suelo radiactivo producía calor, escaso por metro cuadrado, pero inmenso si se lo calculaba por millones de kilómetros cuadrados.

Y el contacto mental de la persona que seguía sus pasos se iba acercando cada vez más en la oscuridad. Siempre alerta, siempre preparado para reaccionar... La oscuridad hacía que la vigilancia resultase más difícil. Aquella persona había seguido sus pasos la primera noche cuando iba hacia el resplandor del horizonte. ¿Temía volver a correr el riesgo?

—¡Eh! Eh, amigo...

Era una voz nasal y bastante aguda. Schwartz se envaró.

Giró lentamente sobre sí mismo moviendo todo el cuerpo al mismo tiempo. La figura menuda que venía hacia él agitaba la mano, pero la penumbra del crepúsculo hacía que no se la pudiera distinguir con claridad. No parecía tener prisa por llegar, y Schwartz esperó.

—Vaya, me alegra mucho verle... Caminar solo por esta carretera no resultaba nada divertido. ¿Tiene algún inconveniente en que le acompañe?

—Hola —dijo Schwartz con voz átona.

El contacto mental encajaba, desde luego. Era su perseguidor, y además la cara le resultaba conocida. Tenía alguna clase de relación con la confusa época de su estancia en Chica.

Y en ese momento el hombre dio señales de que también había reconocido a Schwartz.

—¡Oiga, yo sé quién es usted! ¡Pues claro que sí! ¿Es que no se acuerda de mí?

A Schwartz le resultó imposible decidir si en circunstancias normales y en otro momento habría creído o no en la sinceridad de su interlocutor. Pero ahora... ¿Cómo hubiese podido dejar de percibir esa fina capa agrietada de falso reconocimiento producido en ese instante que cubría las profundas corrientes del contacto mental, esas ondulaciones que le decían —no, que le gritaban— que el hombrecillo de ojos penetrantes había reconocido a Schwartz desde el primer instante; que sabía muy bien quién era él y que tenía preparada un arma letal para usarla en su contra si llegaba a ser necesario?

Schwartz meneó la cabeza.

—¡Pues claro que sí! —insistió el hombrecillo—. Fue en esos grandes almacenes... Yo le rescaté de la muchedumbre, ¿recuerda? —Una carcajada totalmente artificial hizo casi que se doblara por la cintura—. Creían que usted tenía la fiebre de radiación. Tiene que recordarlo, hombre...

Sí, Schwartz lo recordaba..., vagamente. Durante unos minutos había estado con un hombre como aquél, y también hubo una multitud que primero les había detenido y que luego se había separado ante ellos para dejar que pasaran.

—Sí —murmuró—. Me alegra verle.

No era una conversación demasiado brillante, pero Schwartz no podía hacerlo mejor y al hombrecillo no pareció importarle.

—Me llamo Natter —dijo alargándole una mano fofa—. En esa ocasión no pude hablar mucho con usted..., digamos que estábamos en plena crisis y no pudimos llegar a conocernos bien, ¿eh? Pero me alegra mucho que se haya presentado esta nueva oportunidad.

—Yo me llamo Schwartz.

Las palmas de sus manos se rozaron fugazmente.

—¿Qué hace caminando por esta carretera? —preguntó Natter—. ¿Va a alguna parte?

—Me limito a caminar por ella —respondió Schwartz, y se encogió de hombros.

—Le gusta pasear, ¿eh? También es mi distracción favorita, ¿sabe? Me paso el año entero yendo de un lado a otro... Eso te llena de vida. Te acostumbras a respirar aire puro y puedes sentir cómo la sangre corre por tus venas, ¿verdad? Aunque me temo que esta vez he ido demasiado lejos... No me gusta volver solo después de que haya anochecido, y es un placer encontrar compañía. ¿Hacia dónde va usted?

Era la segunda vez que Natter le hacía la misma pregunta, y el contacto mental le reveló la importancia que tenía aquello. Schwartz se preguntó hasta cuándo podría evitar dar una respuesta definida. La mente de su perseguidor estaba siendo invadida por una creciente ansiedad, y no se conformaría con ninguna mentira. Schwartz no sabía lo suficiente acerca de aquel nuevo mundo como para faltar a la verdad.

—Voy al hospital —dijo por fin.

—¿Va al hospital? ¿A qué hospital?

—Al hospital de Chica en el que estuve.

—Se refiere al Instituto, ¿verdad? Allá es donde le llevé antes... Le estoy hablando del día en que le saqué de los grandes almacenes, ¿entiende?

La ansiedad y la tensión seguían creciendo.

—Voy a ver al doctor Shekt —dijo Schwartz—. ¿Le conoce?

—He oído hablar de él. Es un personaje importante, ¿sabe? ¿Está enfermo?

—No, pero he de presentarme periódicamente en el hospital.

¿Podía parecer una respuesta razonable?

—¿Y va allí a pie? —preguntó Natter—. ¿No envían un vehículo para que le recoja?

Al parecer la respuesta no había sido considerada razonable. Schwartz no dijo nada, y se encerró en un terco mutismo.

Pero Natter parecía entusiasmado.

—Oiga, amigo, le diré lo que vamos a hacer: cuando pasemos por una cabina de onda comunal pública llamaré a la ciudad y pediré un taxi... Nos encontrará en la carretera, ¿de acuerdo?

—¿Una onda comunal...?

—Sí. Las hay a todo lo largo de la carretera. Mire, allí hay una.

Se alejó un paso de Schwartz.

—¡Alto! —se oyó gritar Schwartz de repente—. ¡No se mueva!

Natter se detuvo. Cuando se volvió hacia Schwartz, éste vio que su rostro había adquirido una extraña frialdad.

—¿Qué mosca le ha picado, amigo?

Cuando habló las palabras salieron despedidas de los labios de Schwartz con tanta impaciencia que el nuevo idioma que había aprendido le pareció lento y poco adecuado para su propósito.

—Estoy harto de esta farsa. Sé quién es usted, y sé qué va a hacer. Va a llamar a alguien para informar de que voy a visitar al doctor Shekt, ¿no? Cuando llegue a la ciudad me estarán esperando y enviarán un vehículo para que me recoja..., y si intento huir usted me matará.

Natter frunció el ceño.

—Bueno, en eso último ha dado en el clavo —murmuró. Las palabras no iban destinadas a los oídos de Schwartz y no llegaron a ellos, pero eran tenuemente visibles sobre la capa superficial del contacto mental—. ¿Por quién me ha tomado, señor? —añadió en voz alta—. Me está ofendiendo, ¿sabe?

Pero estaba retrocediendo, y su mano ya empezaba a bajar hacia la cadera.

Schwartz perdió el control de sí mismo.

—¿Por qué no me deja en paz? —gritó furiosamente mientras agitaba los brazos—. ¿Qué le he hecho yo? ¡Váyase! ¡Váyase!

Su voz acabó convirtiéndose en un alarido entrecortado. El odio y el miedo despertados en él por aquel hombre que le acechaba y en cuya mente sentía hervir la hostilidad eran tan intensos que le hicieron fruncir el ceño. Schwartz sintió que sus emociones chocaban unas con otras en un intento frenético de escapar al contacto mental, como si quisieran huir de su viscosidad y librarse de aquel horrible hálito impalpable.

Y de repente el contacto mental se extinguió..., súbitamente y por completo. Schwartz tuvo una fugaz impresión de inmenso dolor —no suyo, sino del otro—, y después nada más. No había ningún contacto mental. Su cerebro lo había soltado como un puño que se relaja y cae fláccidamente.

Natter se había convertido en un bulto informe caído sobre la carretera bañada en sombras. Schwartz fue hacia él. Natter era un hombre bajito, fácil de mover. La expresión de agonía de su rostro parecía haber quedado profundamente grabada en las facciones. Las arrugas se negaban a relajarse. Schwartz le buscó el pulso y no lo encontró.

Se incorporó sintiendo que el horror empezaba a adueñarse de él.

¡Había asesinado a un hombre!

Y un instante después le invadió el desconcierto.

¡Sin haberle tocado! Había matado a aquel hombre con sólo odiarle, y su odio había conseguido afectarle de alguna manera a través del contacto mental.

¿Qué otros poderes poseía?

Schwartz tomó una rápida decisión. Revisó los bolsillos de Natter y encontró dinero. ¡Excelente! El dinero le resultaría muy útil. Después arrastró el cadáver hasta el campo y lo ocultó entre la maleza.

Siguió caminando durante dos horas, y no hubo ningún nuevo contacto mental.

Pasó la noche durmiendo a la intemperie, y a la mañana siguiente llegó a las afueras de Chica después de dos horas más de caminata.

Chica no era más que un pueblecito en comparación con el Chicago que Schwartz conocía, y a esa hora tan temprana el ir y venir de sus habitantes todavía era escaso y esporádico; pero aun así los contactos mentales fueron abundantes desde el primer momento, y Schwartz se sintió sorprendido y desconcertado.

¡Había tantos...! Algunos eran pasajeros y difusos, otros eran intensos y nítidos. Había hombres que pasaban junto a él en cuyas mentes captaba como una serie de pequeños estallidos; mientras que otros no tenían nada en el interior de su cráneo, salvo quizá un leve recuerdo del desayuno que acababan de ingerir.

Al principio Schwartz se volvía y se sobresaltaba ante la proximidad de cada nuevo contacto mental, y reaccionaba a cada uno como si fuese un roce físico de la naturaleza más íntima imaginable; pero en una hora aprendió a no hacer caso de ellos.

Ahora oía palabras aunque no fueran pronunciadas oralmente. Eso era algo nuevo, y Schwartz prestó más atención al fenómeno. Las frases débiles y casi fantasmagóricas eran como sonidos inconexos arrastrados por el viento, y parecían lejanas, muy lejanas..., y con ellas Schwartz captaba emociones tan vivas que parecían reptar por el aire y otros detalles muy sutiles imposibles de describir, de tal modo que el mundo se convirtió en un vasto panorama donde hervía una vida que sólo Schwartz era capaz de percibir.

Descubrió que el don podía penetrar en los edificios a medida que caminaba, y que era capaz de introducir su mente en ellos como si fuese un animal sujeto a una correa, algo que podía colarse por las rendijas, invisibles para el ojo humano, sacando a la luz los pensamientos más íntimos de quienes estaban dentro.

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